Ariadna abrió los ojos. Desde hace un tiempo, la pesadilla se había convertido en su dura realidad. «Ojalá pudiera dormir para siempre», pensó mientras se incorporaba de la cama, deshaciéndose del pijama con movimientos rígidos y mecánicos. Ese día iba a visitar a sus padres. No deseaba ver el rostro de su mamá; pero en esa casa se sentía intoxicada. Cuando las gotas de la regadera masajearon su piel, Ariadna se dio cuenta de que, una vez más, sus sentimientos se pausaron. El miedo, el dolor y la tristeza se fusionaron con la indiferencia. Horas antes, su esposo le dio un beso en la frente de despedida. Ella se resistía a acostumbrarse a esa vida. Aunque Nathan le prometía que, en cuanto llegara la fecha, le concedería el divorcio y podría rehacer su vida, la duda le susurraba al oído que dejara de ser crédula. Ese día optó por una ropa casual: un pantalón de mezclilla, una blusa de manga corta color negro y el cabello recogido en una cola alta. No usó ningún accesorio, ni siquier
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