Estela, ya cansada de tratar de localizar a su esposo, se sentó. Las hormonas le jugaban una mala pasada. La incomodidad de sus senos hinchados la hizo adoptar una posición fija en su sillón reclinable.El sentimiento de traición no la llevaba a pensar con claridad. En esas circunstancias, embarazada, quejumbrosa e inflamada, con el mínimo acto explotaba.Sin embargo, la vocecita en su cabeza le gritaba enloquecida que eso no era nada mínimo. Su esposo, el hombre que juró cuidarla, protegerla y hacerla sentir amada, no se encontraba cuando lo necesitaba.Esa sensibilidad y miedo al futuro, a la pérdida, se aplacaban con un fuerte abrazo. Pero ni su hijo se asomaba por su puerta con el fin de saber si todo estaba en orden con ella. Las alteraciones endocrinas la hacían sentir tan insignificante, fea y tonta, dejándole un sabor amargo de rechazo.Al contarle a sus supuestas amigas, mujeres jóvenes, acerca de su embarazo, algunas murmuraron en tono burlón que era una locura que alguien t
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