Los pesados párpados de Ariadna se abrieron poco a poco. La madrugada de ese día parecía una pesadilla lejana, en la que se veía a sí misma con lágrimas y sus manos llenas de sangre. Al levantarse de la cama, lo primero que hizo fue mirar su reflejo en el espejo del mueble justo frente a ella. El apósito que cubría su herida era la mayor prueba de que lo acontecido no era producto de su imaginación. La puerta de su habitación se abrió abruptamente. Nathan, con rostro sereno, la inspeccionó de arriba abajo. —¿Qué tal va tu tarde? —le preguntó casual. Ariadna lo fulminó con la mirada. —¡Vete de aquí! —le ordenó con irritación. —Ari, Ari, cálmate, ya escuchaste al doctor… —¡No me llames Ari! Tú no eres mi amigo, no eres nada mío. —Le dio la espalda, dispuesta a fingir que no estaba allí. Nathan acortó la distancia, pese a todas las señales de disgustó de parte de Ariadna. —Oye, oye, debo aceptar que estos días he exagerado. —Quedó tan cerca de ella que sólo con extender su mano
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