Me gustan los hombres atrevidos y el señor Héctor parece ser uno de ellos, aunque también es un presuntuoso y eso de “hablemos en mi oficina”, y “¿acaso me temes? No te llevo a la cueva del lobo”, fue de lo más fanfarrón y petulante. Seguro y está convencido de que me va a deslumbrar con su despacho de lujo, que me lo va a mostrar como si fuera una galería y, en el centro, una enorme sofá en el que esperará que hagamos el amor después de haberme descrestado, la noche anterior, con su carro de lujo, el chófer y sus supuestas atenciones de hombre noble y de buen corazón, un desinteresado que auxilió a una dama en peligro, junto con su niña, de la tormenta que las empapaba, olvidando que fue él el causante de toda situación. La verdad, lo seguí por dos razones específicas: la primera, porque si no lo hacía, seguro y Don Fabio me dejaba sin trabajo y, la segunda, por curiosidad, para comprobar qué tipo de hombre es porque si hay algo, además de cocinar, en lo que soy muy buena, es en det
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