Era un día de cielo despejado y el sol caía sobre la ciudad que, a través del ventanal de su oficina, Héctor Penagos observaba con la vista hundida en la fila que, a veinte pisos de distancia, empezaba a rodear la cuadra alrededor del bistró que había visitado la noche anterior. —Disculpe, señor —dijo Gerardo Amaya, el secretario privado de Héctor, luego de entrar al despacho—. El arquitecto está afuera. Ya tiene las correcciones de los planos. Héctor giró la mirada y observó a Gerardo como si fuera una especie de aparición que hubiera interrumpido sus ensoñaciones. —¿Tan pronto? Gerardo lo miró con la mirada aguzada.—Usted mismo le pidió que así fuera, señor. Las obras del próximo hotel deberían estar empezando en un máximo de tres meses. Héctor suspiró.—Ya vamos a empezar a construir un nuevo edificio y ni siquiera está solucionado el tema del personal del que inauguré hace dos meses. Nos hace falta un chef que esté a la altura. Gerardo no contestó a la inquietud reciente de
¿Era en serio?Vino al bistró a la hora del almuerzo para acosar a los meseros con preguntas sobre la calidad de los productos y, ahora que me tenía en frente, super atareada en la cocina, se quedaba callado. —¿Señor? —le pregunté.—Señorita, digo, chef, creo que ya ayer me disculpé con usted por el impase —dijo—. Si no quedó claro que mi actuar estaba dirigido a eso, lo lamento, pero ya me disculpé y no volveré a hacerlo. —Esto no tiene nada qué ver con lo de ayer, señor, sino con lo que busca usted hacer hoy —le dije, sin quitar mis manos de la cintura y con el pecho erguido un poco más de lo normal. —¿Lo que busco? —preguntó, con un asomo de risa en su tono— Lo que busco es que me sirvan un almuerzo, eso es todo. —¿Y por eso debe entonces usted atormentar al mesero con preguntas sobre la calidad de los productos? Si no confía en que yo misma he seleccionado lo mejor, no sé qué hace aquí, habiendo tantos restaurantes cerca.Se levantó e intentó intimidarme con sus casi dos metro
Cuando probé la crema no quedé decepcionado, sino, al contrario, fascinado. El plato de la noche anterior no había sido solo un asunto de suerte, sino la confirmación de que la joven era una chef con grandes cualidades y, si la crema me entusiasmó, el solomillo consiguió enamorarme y eso era, precisamente, lo que más temía. —Me parece, señor, que si considera usted que la chef del bistró tiene las cualidades para ese puesto, debería hablar con ella y contratarla —Había dicho Gerardo, mi secretario privado, esa mañana, cuando le comenté que había llevado a la chef y su hija, la noche anterior, hasta su casa. —Y creéme que lo haría, si no fuera por el hecho de que es una mujer —contesté, con la mirada puesta en el ventanal de mi despacho, admirando la calle, a la gente que se afanaba por llegar a sus trabajos, los negocios que abrían y los colegiales corriendo a las escuelas.—Me temo que no entiendo, señor —dijo Gerardo—. Usted nunca ha considerado el sexo para realizar una contratac
Me gustan los hombres atrevidos y el señor Héctor parece ser uno de ellos, aunque también es un presuntuoso y eso de “hablemos en mi oficina”, y “¿acaso me temes? No te llevo a la cueva del lobo”, fue de lo más fanfarrón y petulante. Seguro y está convencido de que me va a deslumbrar con su despacho de lujo, que me lo va a mostrar como si fuera una galería y, en el centro, una enorme sofá en el que esperará que hagamos el amor después de haberme descrestado, la noche anterior, con su carro de lujo, el chófer y sus supuestas atenciones de hombre noble y de buen corazón, un desinteresado que auxilió a una dama en peligro, junto con su niña, de la tormenta que las empapaba, olvidando que fue él el causante de toda situación. La verdad, lo seguí por dos razones específicas: la primera, porque si no lo hacía, seguro y Don Fabio me dejaba sin trabajo y, la segunda, por curiosidad, para comprobar qué tipo de hombre es porque si hay algo, además de cocinar, en lo que soy muy buena, es en det
Nos sentamos en la salita de mi despacho luego de que Berta nos hubiera traído la botella de jerez y las dos copas. Serví las dos bebidas y ofrecí un brindis por la oportunidad que teníamos de conocernos. Llevamos las copas a nuestros labios y, después del primer sorbo, le comenté mi idea a Esmeralda. —Uno de nuestros hoteles está requiriendo de un chef —dije—, se trata de uno recién inaugurado que, al momento de abrir sus puertas, contaba con uno francés de gran categoría internacional, pero falleció hace una semana…—¿Blanchet? —preguntó Esmeralda.—Así es, ¿cómo lo sabes?—Fue el chef más famoso que murió la semana pasada —contestó ella—. Sigo las noticias del mundo culinario. Lo que no sabía era que estaba trabajando en uno de sus hoteles.—Bueno, es que, de manera oficial, creo que no alcanzó a trabajar ni un día. Su muerte nos sorprendió a todos. Vi la mirada dubitativa de Esmeralda, con sus grandes ojos que le hacían honor a su nombre algo achicados y mirándome como si intent
Debo admitir que sonaba maravilloso y no me arrepentí de haber ido al despacho de este sujeto petulante, es más, en estos breves minutos de la entrevista, cambié bastante de mi impresión sobre él. Se mostró, pese a sus a veces estrafalarias maneras de decir las cosas, más bien amable, generoso y comprensivo. No pasé por alto la manera como se entusiasmó al escuchar que no era una mujer comprometida, en mi aspecto sentimental, e incluso se sorprendió -de manera positiva- al saber que Verónica no era mi hija.Lo que me ofrecía, a grandes rasgos, porque todavía le faltaba ultimar detalles, era participar en una especie de “reality show” culinario, al que invitaría a algunos otros chefs y en el que esperaba contar con la participación de un medio contratado para realizar la producción y montaje del concurso, que publicaría en las redes sociales de la cadena y con el que no solo esperaba publicitar los hoteles, sino también seleccionar al reemplazo del chef Blanchet con el ganador del cer
Increíble. Era increíble. Pero más que increíble, era perfecta. No solo era una mujer fuerte, sino también interesante, inteligente, amante de la literatura universal, además de una excelente chef, hermosa y de un corazón inmenso, acaramelado por quien en realidad es su sobrina y, al parecer, única familia. Ahora sí que estoy en aprietos, porque me voy a enamorar con suma facilidad de Esmeralda. Lo único que podría impedirlo es la prueba que diseñé para corroborarlo. Si el destino ha decidido que no debo estar con Esmeralda, entonces ella perderá el concurso y nunca más la veré. —Es una idea audaz, señor —dijo Gerardo cuando se la comenté—, pero me temo que muy costosa. No estoy seguro de que la junta directiva lo vaya a aprobar con facilidad. Odiaba tener una junta directiva y no ser el dueño, al ciento por ciento, de la cadena, pero, con la necesidad de capitalizar y hacer crecer el proyecto de manera más acelerada, me había visto en la necesidad, como el noventa y nueve por cien
Seguí el consejo de Don Fabio y, después de que Verónica quedó dormida, me metí a la cama a explorar opciones de trabajo en restaurantes de alta cocina. Pronto mis esperanzas de encontrar buenas opciones laborales se esfumaron, pero no porque no las hubiera, de hecho, eran muy buenas y pagaban hasta diez veces lo que yo estaba ganando ahora, pero los requisitos para postularse eran muy altos para lo que yo tenía. Lo primero que me frenaba era el título. Aunque fui estudiante de uno de los mejores chef del país, y de quien recibí sus cuchillos, mi estudio no era profesional, sino técnico y el primer requisito para cualquiera de los puestos de trabajo que vi era tener el título profesional en culinaria. Para obtenerlo, tendría que estudiar al menos tres años y la carrera no era nada económica, de hecho estaba entre las diez más costosas. Pero incluso si tuviera el título o por alguna razón pudiera obviarlo, también me frenaba la experiencia. Pedían de entre cinco y diez años, algunos