Me gustan los hombres atrevidos y el señor Héctor parece ser uno de ellos, aunque también es un presuntuoso y eso de “hablemos en mi oficina”, y “¿acaso me temes? No te llevo a la cueva del lobo”, fue de lo más fanfarrón y petulante. Seguro y está convencido de que me va a deslumbrar con su despacho de lujo, que me lo va a mostrar como si fuera una galería y, en el centro, una enorme sofá en el que esperará que hagamos el amor después de haberme descrestado, la noche anterior, con su carro de lujo, el chófer y sus supuestas atenciones de hombre noble y de buen corazón, un desinteresado que auxilió a una dama en peligro, junto con su niña, de la tormenta que las empapaba, olvidando que fue él el causante de toda situación. La verdad, lo seguí por dos razones específicas: la primera, porque si no lo hacía, seguro y Don Fabio me dejaba sin trabajo y, la segunda, por curiosidad, para comprobar qué tipo de hombre es porque si hay algo, además de cocinar, en lo que soy muy buena, es en det
Nos sentamos en la salita de mi despacho luego de que Berta nos hubiera traído la botella de jerez y las dos copas. Serví las dos bebidas y ofrecí un brindis por la oportunidad que teníamos de conocernos. Llevamos las copas a nuestros labios y, después del primer sorbo, le comenté mi idea a Esmeralda. —Uno de nuestros hoteles está requiriendo de un chef —dije—, se trata de uno recién inaugurado que, al momento de abrir sus puertas, contaba con uno francés de gran categoría internacional, pero falleció hace una semana…—¿Blanchet? —preguntó Esmeralda.—Así es, ¿cómo lo sabes?—Fue el chef más famoso que murió la semana pasada —contestó ella—. Sigo las noticias del mundo culinario. Lo que no sabía era que estaba trabajando en uno de sus hoteles.—Bueno, es que, de manera oficial, creo que no alcanzó a trabajar ni un día. Su muerte nos sorprendió a todos. Vi la mirada dubitativa de Esmeralda, con sus grandes ojos que le hacían honor a su nombre algo achicados y mirándome como si intent
Debo admitir que sonaba maravilloso y no me arrepentí de haber ido al despacho de este sujeto petulante, es más, en estos breves minutos de la entrevista, cambié bastante de mi impresión sobre él. Se mostró, pese a sus a veces estrafalarias maneras de decir las cosas, más bien amable, generoso y comprensivo. No pasé por alto la manera como se entusiasmó al escuchar que no era una mujer comprometida, en mi aspecto sentimental, e incluso se sorprendió -de manera positiva- al saber que Verónica no era mi hija.Lo que me ofrecía, a grandes rasgos, porque todavía le faltaba ultimar detalles, era participar en una especie de “reality show” culinario, al que invitaría a algunos otros chefs y en el que esperaba contar con la participación de un medio contratado para realizar la producción y montaje del concurso, que publicaría en las redes sociales de la cadena y con el que no solo esperaba publicitar los hoteles, sino también seleccionar al reemplazo del chef Blanchet con el ganador del cer
Increíble. Era increíble. Pero más que increíble, era perfecta. No solo era una mujer fuerte, sino también interesante, inteligente, amante de la literatura universal, además de una excelente chef, hermosa y de un corazón inmenso, acaramelado por quien en realidad es su sobrina y, al parecer, única familia. Ahora sí que estoy en aprietos, porque me voy a enamorar con suma facilidad de Esmeralda. Lo único que podría impedirlo es la prueba que diseñé para corroborarlo. Si el destino ha decidido que no debo estar con Esmeralda, entonces ella perderá el concurso y nunca más la veré. —Es una idea audaz, señor —dijo Gerardo cuando se la comenté—, pero me temo que muy costosa. No estoy seguro de que la junta directiva lo vaya a aprobar con facilidad. Odiaba tener una junta directiva y no ser el dueño, al ciento por ciento, de la cadena, pero, con la necesidad de capitalizar y hacer crecer el proyecto de manera más acelerada, me había visto en la necesidad, como el noventa y nueve por cien
Seguí el consejo de Don Fabio y, después de que Verónica quedó dormida, me metí a la cama a explorar opciones de trabajo en restaurantes de alta cocina. Pronto mis esperanzas de encontrar buenas opciones laborales se esfumaron, pero no porque no las hubiera, de hecho, eran muy buenas y pagaban hasta diez veces lo que yo estaba ganando ahora, pero los requisitos para postularse eran muy altos para lo que yo tenía. Lo primero que me frenaba era el título. Aunque fui estudiante de uno de los mejores chef del país, y de quien recibí sus cuchillos, mi estudio no era profesional, sino técnico y el primer requisito para cualquiera de los puestos de trabajo que vi era tener el título profesional en culinaria. Para obtenerlo, tendría que estudiar al menos tres años y la carrera no era nada económica, de hecho estaba entre las diez más costosas. Pero incluso si tuviera el título o por alguna razón pudiera obviarlo, también me frenaba la experiencia. Pedían de entre cinco y diez años, algunos
Nunca en mi vida me imaginé que alguien me pediría algo así y, creo, fue por eso que acepté. Estaba tan desconcertado por la petición, que, además, me hizo ella, que no pude negarme, no hallé las fuerzas, es más, me vi abocado a hacerlo, lo deseé y hasta me sentí orgulloso de que me lo hubiera pedido. Empeñé mi mejor esfuerzo en realizarlo y, a las cinco de la tarde en punto, estaba frente al jardín de infantes al que asistía Verónica, luego de bajarme del auto e indicarle al chófer que me ayudara con la maleta de la sobrina de Esmeralda. Creo que nunca se había estacionado, frente a ese jardín, un auto de lujo, del que hubiera descendido un hombre con un traje de dos mil dólares y asistido por un chófer uniformado, porque tanto los niños, como las profesoras y las madres me veían como un espécimen escapado de un museo de cera. Cuando vi salir a Verónica, a la que reconocí porque tenía los mismos hermosos ojos de su tía, la niña me miró con extrañeza y era obvio, porque nunca me hab
Llegué a la dirección que me dio la mujer faltando cinco minutos para las cinco, corriendo y con el corazón a un centímetro de salir por mi cuello. Casi jadeaba y, antes de anunciarme, pasé por el baño. Estaba hecha un desastre y, aunque tuviera tiempo para arreglarme, no lo conseguiría. Me cepillé y repasé un poco el maquillaje, pero no lo suficiente. Suspiré y salí. Era un restaurante de lujo, que gritaba alta cocina en cada aspecto de su decoración. Había pocos clientes a esa hora, tomando un café o degustando algún aperitivo dulce, todos ellos personas que rezumaban alta clase y dinero por montones. Sentí que desencajaba, pero no me amilané. Erguí mi espalda y me presenté con el jefe de servicio, a quien identifiqué por el único hombre de traje que no estaba sentado en una mesa y estaba de pie frente a la mesa en donde controlaba las reservaciones. —Buenas tardes, soy Esmeralda y vengo a una entrevista de trabajo. Como todo buen jefe de servicio, me miró de arriba a abajo, por
Cuando la dueña del restaurante y una de las mejores chefs del mundo llegó a probar mi plato de camarones con piña y salsa soya, sentí que yo no era más que una mota de polvo en esa cocina, de cuya existencia nadie se había percatado y que, si no pasaba la prueba, me iría, al igual que los otros nueve aspirantes, sin siquiera haber hecho la más mínima huella en la memoria de cualquier de las personas que estaban, en ese momento, en esa cocina, enfrentada, por los próximos días, a una crisis existencial en la que me debatiría si la cocina era en realidad lo mío, o mejor me dedicaba a pintar uñas.Vi el momento en que Anura Yaki tomó el pequeño tenedor para levantar una mínima porción de la preparación y llevársela a la boca, con la misma velocidad con la que mi coraz&oa