Ya en mi oficina, noté que Jordan entraba un poco más en confianza y aunque hubiera deseado no servirle alcohol, tuve que ceder por educación y llenar uno de los vasos del minibar del despacho con whiskey. —¿Aún estás en la lista de los dueños de cadenas hoteleras que están solteros? —preguntó Jordan cuando le entregué el vaso en su mano.—¿Existe una lista así? —pregunté mientras me acomodaba en mi silla, al otro lado del escritorio. —Pues si no existe, seguro que si la hicieran tú la encabezarías, Héctor.Aunque intenté mirar a Jordan con algo de frialdad, la verdad me resultó imposible hacerlo, porque no había manera de ser descortés con un rostro tan bello como el de ella. —¿La encabezaría por ser el CEO hotelero más eficiente, más trabajador o más rico? —pregunté con una sonrisa que, no sé cómo, se formó en mi cara.Jordan sonrió mientras se pasaba la lengua por sus labios, empapados ya con el licor que le había servido. —Creo que la encabezarías por tener la oficina más mode
Arrojé el ramo de rosas blancas al ataúd de mi hermana antes de que cayera la primera palada de tierra. Verónica, mi sobrina de cinco años, estaba a mí lado y, aunque todavía no asimilaba el concepto de la muerte, sabía que nunca volvería a ver a su madre. Se recostó en mi cintura y pasé mi brazo por encima de su hombro. No fue un funeral muy concurrido, pero sé que a mi hermana le habría gustado así. Nuestros padres ya también habían muerto, el padre de Verónica era un desconocido, un nombre y una descripción que mi hermana se llevó consigo, y no teníamos, o conocíamos, a más familiares. Solo estaban, todavía presentes, dos de sus amigas del trabajo y el hombre que suspiró por ella hasta la noche en que un conductor fantasma acabó con su vida. Lo vi alejarse, lo mismo que su ilusión. Me despedí de las otras dos amigas y, después de agradecer al sacerdote por la ceremonia, salí del cementerio con Verónica tomada de mi mano. Detuve un taxi y le indiqué que nos llevara a casa, el nuev
Don Fabio no quería aceptarme con Verónica.—Este no es sitio para una niña tan pequeña —dijo cuando me vio llegar de la mano con mi sobrina—. Si por alguna razón llega una inspección de sanidad, van a multarme. —Don Fabio, por favor, solo es por hoy. —Empecé a suplicarle—. No tenía con quién dejarla, además, no era mi turno, recuerde que estoy cubriendo a Paola.Eso pareció molestarlo, pero más que por el hecho de que debía darme la razón, porque le había recordado la falta de responsabilidad de su sobrina, una vez más. Frunció el ceño y arrugó la boca. —Está bien, pero si me ponen una multa, usted tendrá que pagarla, Esmeralda, ¿está claro?—Como el agua, Don Fabio. Gracias. Si le llegaban a poner una multa no sería por Verónica, sino por la cantidad impresionante de faltas a la normatividad que tenía la cocina del restaurante. El control de plagas se hacía con ratoneras, que siempre tenían el mismo queso rancio por el que nunca se habían sentido atraídos los roedores; los hornos
El pato a la naranja es un plato muy difícil porque requiere que el ave esté precocida y en su punto exacto, o la carne quedará dura. Igual, el aderezo de naranja debe ser ácido y, a la vez, lo suficientemente dulce para que el comensal no arrugue los labios, pero tampoco quede empalagado y crea estar comiendo un postre con azúcar fundida. Por suerte, aunque casi nunca piden el pato, yo tenía una reserva en el refrigerador, de solo dos días. Confiaba en que, una vez pasado por agua y sal, quedara con la frescura necesaria para que la carne no estuviera tiesa o con sensación plástica a los dientes. Mientras el ave se cocinaba, empecé a preparar la salsa de naranja.Exprimí las naranjas y comencé a calentar azúcar para el melado. Este es un paso de suma importancia porque si el azúcar se pasa siquiera un segundo en el fuego, el melado se quema y su sabor es horrible, pero si llego a sacarla antes de que alcance su punto cristalino, tendré una melcocha que se endurecerá al enfriarse, inc
Ahora entendía porqué siempre que pasaba veía una fila tan larga en ese pequeño bistró. Tenían a una chef excelente, de gran categoría, lo que lo hacía aún más extraño. ¿Por qué esa chica trabajaba en ese lugar, tan pequeño? Para su nivel, debería estar, como mínimo, trabajando como sous chef en un restaurante de alta cocina. ¿Qué historia había detrás de esa situación? ¿Tendría algo que ver con su hija? Sí, seguro. Quizá fuera una madre soltera, con una de esas historias de un embarazo juvenil, justo cuando estaba a mitad de carrera y, sin poder terminar, debió emplearse en el primer sitio que le ofreció una paga con la que poder mantener a su hija. Sí, eso debía ser. Aunque, debo admitir, no dejaba de sorprenderme el hecho de que fuera una mujer la que hubiera preparado ese pato a la naranja tan excepcional. Y tan joven. ¿Cuántos años tendría? No más de veinticinco, ni menos de veintidós. En el momento en que quise felicitar al chef, imaginé que, tras la puerta de la cocina, saldrí
¿Qué había sido eso? Está bien, me salvó de un aluvión que, sin duda, me habría mojado a mí y a Verónica. Pero él fue quien lo propició. De no haber pedido un pato a la naranja, a sabiendas de que se le había dejado entrar después de terminado el servicio, yo habría salido temprano y no me habría siquiera enfrentado a la lluvia que, igual, la alcanzó a empapar a ella y, cuando le fui a colocar su pijama, me percaté de que no le había devuelto su gabán, que escurría agua. Ahora me enfrentaba a la posibilidad de tener que volver a verlo. Aunque cabía la opción de que enviara a su perro faldero a recoger el abrigo, o que yo solo lo dejara en la caja del bistró y él pasara a recogerlo en cualquier momento, o que nunca lo recogiera; cualquiera de esas opciones era mejor que tener que verlo una vez más. Sería tan incómodo, porque… era un hombre extraño que, después de haberme dicho que no estrechaba mi mano porque “todavía no me ganaba su respeto”, pasó a recogerme en su mercedes millona
Era un día de cielo despejado y el sol caía sobre la ciudad que, a través del ventanal de su oficina, Héctor Penagos observaba con la vista hundida en la fila que, a veinte pisos de distancia, empezaba a rodear la cuadra alrededor del bistró que había visitado la noche anterior. —Disculpe, señor —dijo Gerardo Amaya, el secretario privado de Héctor, luego de entrar al despacho—. El arquitecto está afuera. Ya tiene las correcciones de los planos. Héctor giró la mirada y observó a Gerardo como si fuera una especie de aparición que hubiera interrumpido sus ensoñaciones. —¿Tan pronto? Gerardo lo miró con la mirada aguzada.—Usted mismo le pidió que así fuera, señor. Las obras del próximo hotel deberían estar empezando en un máximo de tres meses. Héctor suspiró.—Ya vamos a empezar a construir un nuevo edificio y ni siquiera está solucionado el tema del personal del que inauguré hace dos meses. Nos hace falta un chef que esté a la altura. Gerardo no contestó a la inquietud reciente de
¿Era en serio?Vino al bistró a la hora del almuerzo para acosar a los meseros con preguntas sobre la calidad de los productos y, ahora que me tenía en frente, super atareada en la cocina, se quedaba callado. —¿Señor? —le pregunté.—Señorita, digo, chef, creo que ya ayer me disculpé con usted por el impase —dijo—. Si no quedó claro que mi actuar estaba dirigido a eso, lo lamento, pero ya me disculpé y no volveré a hacerlo. —Esto no tiene nada qué ver con lo de ayer, señor, sino con lo que busca usted hacer hoy —le dije, sin quitar mis manos de la cintura y con el pecho erguido un poco más de lo normal. —¿Lo que busco? —preguntó, con un asomo de risa en su tono— Lo que busco es que me sirvan un almuerzo, eso es todo. —¿Y por eso debe entonces usted atormentar al mesero con preguntas sobre la calidad de los productos? Si no confía en que yo misma he seleccionado lo mejor, no sé qué hace aquí, habiendo tantos restaurantes cerca.Se levantó e intentó intimidarme con sus casi dos metro