Bajo la lluvia

Ahora entendía porqué siempre que pasaba veía una fila tan larga en ese pequeño bistró. Tenían a una chef excelente, de gran categoría, lo que lo hacía aún más extraño. ¿Por qué esa chica trabajaba en ese lugar, tan pequeño? Para su nivel, debería estar, como mínimo, trabajando como sous chef en un restaurante de alta cocina. ¿Qué historia había detrás de esa situación? ¿Tendría algo que ver con su hija? Sí, seguro. Quizá fuera una madre soltera, con una de esas historias de un embarazo juvenil, justo cuando estaba a mitad de carrera y, sin poder terminar, debió emplearse en el primer sitio que le ofreció una paga con la que poder mantener a su hija. Sí, eso debía ser. 

Aunque, debo admitir, no dejaba de sorprenderme el hecho de que fuera una mujer la que hubiera preparado ese pato a la naranja tan excepcional. Y tan joven. ¿Cuántos años tendría? No más de veinticinco, ni menos de veintidós. En el momento en que quise felicitar al chef, imaginé que, tras la puerta de la cocina, saldría un hombre mayor, uno de esos cocineros formados con la experiencia, no con la academia, pero, cuando vi a una muchacha… ¡No me lo podía creer!

Y además… tan bella. 

¿Por qué? 

¿Por qué no pudo ser un hombre de edad madura?

Todo habría sido más sencillo. 

Lo habría saludado, invitado incluso a sentarse en la mesa y, con o sin el permiso del dueño de bistró, le habría pasado mi tarjeta, sin dudarlo un instante.

—Me gustaría que me llamara, a ser posible, mañana mismo. —Le habría dicho—. Usted cocina excelente, me ha impresionado con este plato y ahora entiendo el motivo por el que siempre, al pasar, veo una fila en la entrada de este restaurante. Hablemos mañana, porque tengo una oferta que sé, no podrá rechazar. 

Entonces ese hombre habría estado agradecido y estaría por llamarme mañana. Organizaría una entrevista, una simple formalidad, y lo vincularía, con el sueldo de un chef de categoría mundial, al hotel, sin dudarlo por un solo instante. 

Pero no fue así y, el extraordinario chef detrás de la preparación del pato a la naranja

¡TENÍA QUE SER UNA CHICA! 

Y una muy bella, por cierto, con una personalidad arrolladora. 

La manera en que me habló… 

¡Ni siquiera mi madre se ha atrevido a tanto!

Al rememorar la manera en la que me pidió que la felicitara… y después, cuando mencionó a su hija y me culpó por la hora en la que ahora tendría que salir a coger transporte. 

¡FUE SENSACIONAL!

Nunca hubiera creído encontrarme con una mujer así, tan cerca del hotel, a solo unas cuadras de mi lugar de trabajo, escondida en la cocina de un bistró.

Mi celular sonó. Era mi secretario privado. 

—Señor, ¿regresó al hotel?

—Estoy de camino. 

—Ya lo alcanzo, señor. 

Al colgar, me di cuenta de que estaba caminando bajo la lluvia, no era muy fuerte, apenas una brizna, pero estaba casi empapado.

Fue por ella, por estar pensando en ella que no me había dado ni cuenta de que me estaba mojando. Así de peligroso fue ese encuentro. 

—¡Señor, se está mojando!  

Era Gerardo, corría tras de mí con la sombrilla, ya abierta. 

—¿Pagaste la cuenta? 

Había salido tan estupefacto del bistró que olvidé pagar. Fue Gerardo quien me lo recordó y le dije que debía regresar. Sin darme cuenta, comencé a caminar, solo con mis pensamientos. 

—Sí señor. Ya está arreglado. A propósito, señor.

—¿Si?

—Pensé que, después de probar ese platillo y hacer llamar al chef, iba a extenderle su tarjeta. 

No contesté y me di la vuelta. 

—Está lloviendo. Regresemos al hotel. 

—Sí señor.

Ya lo dije. Yo también pensé en extenderle la tarjeta al chef, hasta que vi que era una mujer. Entonces me di cuenta de que no podía hacerlo.

Llegamos al hotel y subí a mi habitación privada luego de despedirme de Gerardo. 

Mi ropa estaba húmeda, pero no me cambié de inmediato. Miré por la ventana. Llovía más fuerte y pensé en la chef, en que quizá todavía podía estar ahí afuera, esperando tomar un transporte con una niña en sus brazos. Sabía que me arrepentiría de lo que estaba por hacer y apreté mis puños, con fuerza. 

No llamé a Gerardo y solo bajé a los estacionamientos.

—Busca entre las paradas de autobuses cercanas, a una mujer con una niña. —Le dije al chófer—. Vamos. Rápido.

Salimos del estacionamiento del hotel como si fuera Batman en su batimóvil. Las calles casi no tenían tráfico, por la lluvia y la hora tan alta de la noche. Pasamos dos paradas de autobús y, en la tercera, con mi corazón en el cuello, las vi.

—Son ellas, allí. —señalé, desde el asiento de atrás, a la mujer y la niña que aguardaban bajo el toldillo de la parada. 

El chófer se acercó, con cuidado de no salpicar el charco que ya se había formado frente a ellas. Bajé el vidrio y vi que me miró, sorprendida al reconocerme. 

—Por favor, suba. Las llevaré. 

—¿Cómo? Pero, no, tranquilo, no se moleste…

—Por favor. Es lo menos que puedo hacer después de como me comporté con usted. 

Abrí la puerta y, pese al aguacero que ya caía, salí del vehículo para cubrirlas y ayudarla a entrar. 

—¿A dónde se dirigen? —pregunté.

Cuando ella me indicó la dirección, le dije al chófer que ya tenía su ruta. 

El vehículo se puso en marcha. 

La niña estaba dormida y envuelta con una chaqueta que escurría agua.

—Por favor, envuélvala en la mía —dije, quitándome el gabán.

—¿Está seguro? Podría arruinarlo.

—Eso es lo de menos. Su hija podría enfermarse.

Aceptó y, después de quitarle la chaqueta a la niña, la envolvió con la prenda que le pasé. 

Después de eso no me atreví a hablarle y noté, en los primeros minutos, que ella solo se fijaba en su hija. Después noté que se había quedado dormida y me quedé observándola. Me di cuenta de que me gustaba hacerlo y que me costaba desprender mi mirada de ella. Sentí un calor que me arrullaba cuando lo hacía y hasta hubiera querido quedar suspendido en el tiempo, que nunca llegáramos al lugar donde vivía para poderme quedar ahí, viéndola dormir por siempre.

—Hemos llegado, señor —dijo el chófer después de casi una hora. 

—Señorita… —Toqué su hombro lo más suave que pude.

Se despertó y, cuando vio el vehículo, se asustó por un instante. Luego lo reconoció. 

—Ya llegamos —dije. 

—Gracias, señor. Ha sido muy amable y también lamento la manera en la que le hablé. 

—No, por favor, ha sido mi culpa.

El chófer ya se había bajado y, con la sombrilla en la mano, abrió la puerta. Seguía lloviendo, a cántaros.

Me bajé del vehículo y tomé la sombrilla del chófer, ofreciéndome a acompañarlas hasta la puerta de su casa. 

—Buenas noches.

De regreso, no me la podía sacar de la cabeza y no fue sino hasta dormirme que olvidé su rostro.   

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