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Si se le ocurre pedir ostras, vas y las pescas

Don Fabio no quería aceptarme con Verónica.

—Este no es sitio para una niña tan pequeña —dijo cuando me vio llegar de la mano con mi sobrina—. Si por alguna razón llega una inspección de sanidad, van a multarme. 

—Don Fabio, por favor, solo es por hoy. —Empecé a suplicarle—. No tenía con quién dejarla, además, no era mi turno, recuerde que estoy cubriendo a Paola.

Eso pareció molestarlo, pero más que por el hecho de que debía darme la razón, porque le había recordado la falta de responsabilidad de su sobrina, una vez más. Frunció el ceño y arrugó la boca. 

—Está bien, pero si me ponen una multa, usted tendrá que pagarla, Esmeralda, ¿está claro?

—Como el agua, Don Fabio. Gracias. 

Si le llegaban a poner una multa no sería por Verónica, sino por la cantidad impresionante de faltas a la normatividad que tenía la cocina del restaurante. El control de plagas se hacía con ratoneras, que siempre tenían el mismo queso rancio por el que nunca se habían sentido atraídos los roedores; los hornos y la estufa estaban rebosantes de grasa, manteca, aceite y otras sustancias de dudosa procedencia (creo que hasta orina de ratón debía haber encima) y ya salía más económico comprar unos nuevos que hacerse a la tarea de limpiarlos, junto con otras porquerías a las que mejor me había acostumbrado para conservar mi empleo.

—Siéntate aquí y sé una chica juiciosa, ¿listo? —Le dije a Verónica mientras le pasaba el celular.

—Bueno tía.

Escuché que colocaba sus rondas y me cambié la ropa para empezar mi turno. 

En ese momento, siendo casi las cinco de la tarde, el bistró estaba vacío, solo había un cliente bebiendo un café, pero a partir de las seis empezaría a llenarse y no dejaría de estarlo hasta las nueve, cuando cerraba. 

Después de cambiarme, empecé a picar las verduras, trocear la carne, descongelar el pollo, hervir agua a montones y repasar la sustancia de los caldos, elaborar las salsas (mayonesa, tomate, holandesa, negra y española, nuestras básicas) y cocinar la pasta de sopa, que siempre era la de mayor rotación. 

A las seis en punto, desde la ventanilla de la cocina, vi entrar al primer cliente y, detrás de él, cada vez entraban con más frecuencia. En ese momento, Verónica se aburrió de lo que estaba viendo.

—¿Puedo ayudarte, tía? —Me preguntó mientras llevaba una enorme olla con agua caliente.

—No, Vero, lo siento, pero no puedes. Podrías lastimarte. —Dejé la olla encima del mesón—. ¿Qué te parece si juegas a la cocina con esos implementos? —Señalé unos cucharones y contenedores. La idea le gustó y se fue a sacarlos. Respiré aliviada, pero consciente de que no tardaría en volver a aburrirse y querer cambiar de actividad. 

Despaché los primeros pedidos sin problema. La afluencia de clientes aumentaba y ya había algunos esperando, en una larga fila, fuera del bistró. Si vieran el estado de la cocina, seguro se marcharían de inmediato, pero, ojos que no ven…

—Tía, tengo hambre.

Eran casi las siete y con el almuerzo tan frugal que le había dado, era normal que ya le sonara el estómago. A mí también, que ni siquiera había almorzado. No quería darle algo que se hubiera cocinado en la poco salubre estufa del restaurante, aunque las ollas y sartenes sí eran muy limpias (porque yo misma me encargaba de lavarlas), pero era algo que ya había considerado y no tuve otra alternativa. 

—Dame cinco minutos y te preparo algo. —Le dije.

Tomé una porción de arroz con soya, ya hecho, y o cubrí con un poco aderezo de ciruelas y miel; piqué, con mis cuchillos, un poco de espinaca, perejil, apio y tomate, lo junté y añadí sal, vinagreta y zumo de mandarina, con una pizca de ajonjolí. Saqué de la freidora un muslo de pollo, al que añadí una capa de laurel picado, y una añadí una guarnición de naco con salsa holandesa (a la que suelo añadir pimienta, pero Verónica era muy pequeña para que le pudiera gustar).

—Aquí tienes, encanto. —Le ofrecí el plato y acomodé un espacio, sobre una de las mesas de la cocina.

—Se ve delicioso, tía. Gracias. 

La vi comer con gusto (el mejor adagio para cualquier cocinero) y, la verdad, también me antojé de un plato así, pero ya me estaba retrasando con los últimos pedidos, que los meseros no dejaban de pregonar por la ventanilla. Despaché cinco platos más y me decidí a cocer unos fideos al burro con especias, lo más sencillo que podía hacer entre platos porque, de seguir a ese ritmo, sin haber comido nada, pronto me iba a desmayar. 

—Tía, ¿tú por qué no tienes hijos? —preguntó Verónica con un enorme trozo de pollo en la boca. 

—Ummm… porque no he querido, tesoro.

—¿Es porque no tienes un papá?

—¿Un papá? Claro que tengo un papá, todos tenemos…

—No, para tus hijos.

La miré mientras añadía salsa negra a un bistec. ¿Qué tanto podía saber Verónica sobre la manera en que vienen los niños al mundo?, me pregunté. No creo que supiera los detalles y solo diera por sentado que, cuando un hombre (papá) y una mujer (mamá) están juntos, de alguna manera mágica empiezan a tener hijos.

¡La salsa!

Un poco más y hubiera arruinado el plato.  

—Es por eso, sí, encanto, porque no tengo un papá para mis hijos. 

Los fideos estaban por cocerse. Que no se me fueran a olvidar o debería comer naco de pasta (¡puaj!).

—¿Y cuándo vas a tener uno?

«Dios, ¿por qué la traje?».

—No sé, chiquita (¡el bistec y la sopa de costilla!). Tal vez ha sido porque no he encontrado al indicado.

La vi pensando en su siguiente pregunta incómoda mientras paladeaba el naco con salsa holandesa. 

—Pero tú eres muy bonita, tía. Deberías tener un papá. 

Sonreí por el halago, aunque estuviera cargado con un reproche implícito. 

—¿Sabes qué es lo que pasa, Vero?

—¿Uh?

—Que tengo un trabajo que me mantiene muy ocupada y, en los pocos instantes que estoy libre (¡la pechuga gratinada y guarnición de papas fritas!), estoy tan cansada que solo quiero ir a casa y dormir.

—¿Y si pides un papá por internet?

—¿Qué?

¡Los fideos!   

—Mamá dice que a veces busca papás por internet.

Todavía hablaba de su madre en presente, como si estuviera viva. «¿Debía llevarla con un psicólogo? ¿O se le pasaría cuando se acostumbrase a no verla más?».

—Bueno, es una opción, tesoro. ¿Ya vas a acabar?

—Casi. ¿Cómo es un papá de internet?

«¡Dios!».

—No sé, cielo, nunca he pedido uno. Mejor acaba tu cena, pronto, que se te enfría.

Le besé la cabecita y me serví mis fideos al burro, sobre los que esparcí algunas hierbas. 

—¿Me regalas un poquito?

—Claro, pero primero termina tú… —Ya había terminado su plato, dejándolo tan limpio que no iba a necesitar lavarse—. Sigue, tranquila.

Entre servicios, iba picando mis fideos, pero, si no me apuraba, Verónica iba a terminarlos antes.

—¿Te gustan?

Levantó el pulgar. Tenía la boca llena de pasta. 

Cuando terminamos de comer “mis” fideos, volvió a encender el celular y escuché que colocaba sus videos. Con la barriga llena, no tardó en quedarse dormida y, sin que Don Fabio se diera cuenta, la recosté en su despacho, como había calculado hacer, improvisando una cama con sillas. La cubrí con su chaqueta y la mía. 

El bistró estaba a cinco minutos de cerrar y yo estaba hambrienta, cansada y con ganas de irme a casa a dormir. Cuando llenaba el último plato de sopa, escuché que Don Fabio había descubierto a Verónica en su oficina y gritaba, molesto. No le presté atención y, por la ventanilla, vi que uno de los meseros estaba por cerrar la puerta del restaurante, pero algo, afuera, lo detenía.

Don Fabio era muy estricto con los horarios. Conocía la fama de su bistró y no le importaba atender un cliente más o uno menos al día. También debía estar cansado y no dejaría pasar a quien fuera que estuviera pidiendo un último servicio.

Me quedé mirando, desde la cocina. Ya había apagado la estufa y tenía casi toda la batería de ollas y sartenes en el lavaplatos. Mis ánimos, en ese momento, no estaban para otro cliente al que no solo tendría que cocinarle, sino que retrasaría la salida por lo menos en una hora. Me preocupaba salir con Verónica tan tarde a tomar un bus. 

Vi que Don Fabio se acercó a la puerta, dispuesto a no dejar entrar a la persona que le evitaba cerrar su negocio. Me relajé. Él nunca permitía que nadie entrara después de las nueve, salvo que fuera el hombre que estaba por ingresar.

Lo observé entrar, desde la ventanilla. Era un hombre alto, acuerpado y vestido con un traje ejecutivo tan elegante, que desentonaba con el ambiente del comedor, mucho más sencillo. Hasta temí que fuera a ensuciarse su vestido solo con sentarse en cualquiera de las sillas. Ocupó la mesa del centro, junto con otro caballero que parecía ser su asistente. El mesero que estuvo por cerrar la puerta le pasó la carta, pero él apenas si la miró y dejó que fuera su acompañante quien ordenara. Al menos no se demoró eligiendo. 

—Quieren probar el plato de pato a la naranja —dijo el chico, acercándose a la ventanilla.

Nadie nunca pide el pato a la naranja, ni siquiera entiendo por qué sigue en el menú. Es un plato difícil, que requiere precocción. Estaba por decirle al joven que me resultaba imposible hacerlo cuando Don Fabio se acercó. 

—Acaba de entrar un empresario muy importante, CEO de la cadena hotelera más grande del país. —Ya sabía cómo concluía esa advertencia—. Si se le ocurre pedir ostras, vas y las pescas, Esmeralda. 

Suspiré.

Ya odiaba al sujeto, y ni lo conocía.

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