Arrojé el ramo de rosas blancas al ataúd de mi hermana antes de que cayera la primera palada de tierra. Verónica, mi sobrina de cinco años, estaba a mí lado y, aunque todavía no asimilaba el concepto de la muerte, sabía que nunca volvería a ver a su madre. Se recostó en mi cintura y pasé mi brazo por encima de su hombro.
No fue un funeral muy concurrido, pero sé que a mi hermana le habría gustado así. Nuestros padres ya también habían muerto, el padre de Verónica era un desconocido, un nombre y una descripción que mi hermana se llevó consigo, y no teníamos, o conocíamos, a más familiares. Solo estaban, todavía presentes, dos de sus amigas del trabajo y el hombre que suspiró por ella hasta la noche en que un conductor fantasma acabó con su vida. Lo vi alejarse, lo mismo que su ilusión.
Me despedí de las otras dos amigas y, después de agradecer al sacerdote por la ceremonia, salí del cementerio con Verónica tomada de mi mano. Detuve un taxi y le indiqué que nos llevara a casa, el nuevo hogar de mi sobrina desde hacía dos días.
—Tía Esmeralda —dijo Verónica con su vocecita de ángel—. Tengo hambre.
—Ya llegamos a la casa y te preparo algo.
La acomodé a mi lado y no tardó en quedarse dormida. Agradecí que todavía fuera una niña para la que la ausencia de su madre pasaría casi inadvertida. Reemplazaría, con cierta facilidad, su imagen con la mía. Solo necesitaba que los documentos de la custodia quedara en regla, que un juez de familia me reconociera como su única familiar viva y dejaría de ser tía Esmeralda para convertirme en su mamá, al menos en términos legales. Esperaba que también pasara lo mismo en su corazón.
Pagué al taxista y cargué a Esmeralda. Estaba muy pesada, nada comparado con la bebé que cargué cuando la conocí. Me costó trabajo abrir la puerta de la casa, pero lo conseguí. La llevé a la que todavía era su habitación provisional y la recosté en la colchoneta que, también, era su cama provisional, hasta que pudiera organizar el trasteo de la casa de su madre y traer sus cosas.
Sonó mi celular. Era del restaurante.
—Don Fabio, buenas tardes —saludé a mi jefe—. Sí, señor, ya terminé, ahora estoy en casa, con mi sobrina. ¿Esta noche? No sé si pueda, es que no tengo… entiendo, pero le iba a decir que no tengo quién se quede con… ya, bueno, entiendo, no se preocupe, ya buscaré a alguien.
Necesitaba que supliera el turno de la noche porque, la adolescente de treinta años de su sobrina, estaba muy enferma y no podría ir. La conocía y sabía que su “enfermedad” era una tusa, producto de sus constantes borracheras. Me dio rabia. Yo, que sí tenía una verdadera “excusa”, había sido amenazada con el despido inmediato si no asistía. Suspiré y me dirigí a la cocina, a preparar el almuerzo. Cuando se despertara, Verónica estaría hambrienta y, no solo eso, sino antojada de saborear cualquiera de mis platos.
Cuando abrí la nevera, casi me voy para atrás. Con el afán de los últimos días, había olvidado mercar y no me atrevía a salir a la tienda dejando a Verónica sola, así fueron cinco minutos. Me di dos palmaditas en la frente, llamándome cabezona. Saqué lo que encontré: una patata, un trozo de zanahoria, una lonja de queso y lo que debían ser no más de veinte gramos de arvejas. Tendría que arreglarme con eso.
Hice un puré con la patata, le añadí la zanahoria en tiras, junto con las arvejas, cocidas, y gratiné la lonja de queso para servir, encima, el puré. Cuando terminé, Verónica despertó, atraída por el olor del queso fundido. No era mucho, así que le dejé la porción a mi sobrina.
—Está delicioso, tía —dijo con una sonrisa y algo de puré en los labios.
—Gracias, Vero. —Le di un beso en la frente.
—¿Tú no vas a almorzar?
—Ahorita no tengo hambre, tesoro. Más tarde me preparo algo.
—Mi mamá dice que no puedes pasarte las comidas —dijo, hablando de su madre en presente—, porque si lo haces, no vas a crecer.
—No te preocupes, mi vida, que yo ya crecí todo lo que debía, en cambio, a ti te hace falta un montón.
Terminó de comer y le entregué mi celular para que buscara videos en Youtube mientras yo lavaba la loza, que no era mucha, y pensaba con quién podía dejar esa noche a Verónica. Las pocas vecinas que conocía tenían hijos y me daba pena cargarlas con una niña más, junto al hecho de que el turno de noche no terminaba sino hasta las once, lo que implicaba que no estaría de regreso sino hasta las doce pasadas y me sentiría muy mal de llegar a esa hora a recoger a Verónica, quizá despertando a toda la familia. No tenía más opción que llevármela y, llegado el caso, que se durmiera en el despacho de Don Fabio, en donde podía adecuar una cama con sillas. Me sonó el estómago.
—Vero, ¿te gustaría acompañarme a mi trabajo? —pregunté mientras me secaba las manos.
—¿Ya amaneció?
Me costó entender lo que quería decirme, pero lo capté. Seguro y, al decirle que iba a trabajar, creyó que empezaba un nuevo día.
—No, tesoro, ya es de tarde. —Me acerqué para ver el video que la tenía distraída. Eran unas rondas infantiles—. ¿Recuerdas que acabas de almorzar?
—Ah, sí.
—Es que hoy me toca trabajar de noche, cielo y no puedes quedarte solita.
No pareció entender muy bien lo que quise decirle, pero aceptó, un tanto entusiasmada por la idea de conocer el sitio en donde trabajaba. Intenté explicárselo.
—Es un restaurante, un lugar en donde se sirve comida.
—Sí, tía, vamos, ya quiero ir.
Le consentí la cabeza.
—Bien, entonces será mejor que empecemos a arreglarnos, porque nos toma algo más de una hora llegar hasta el restaurante.
Dejó el video que estaba viendo y se levantó al baño, pidiéndome que la peinara. La cepillé, pero no tenía moñas o hebillas para hacerle un peinado porque me había desecho de las mías hacía algunos años, desde que decidí dejarme el cabello corto para que las cofias de cocina no me lo arruinaran. No le gustó la idea de salir con la misma moña que ya traía puesta, quería un peinado diferente. Intenté explicarle, pero entonces le dio por hacerse la caprichosa.
—Mi mamá siempre tiene moñas y hebillas —protestó, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Tú debes tener, tía, porque eres niña.
—No tengo, ya te dije que las boté porque llevo el cabello corto.
—¿Y por qué te lo dejas corto si no eres un niño?
Le expliqué que, como cocinaba en un restaurante, debía usar un sombrero de cocina y que, con el cabello largo, se me maltrataba mucho cuando tenía que introducirlo todo en el sombrero. No sé si entendió la explicación, pero insistió en que debía colocarle moñas o hebillas mías.
—Ya sé —Se me ocurrió—, ¿qué tal si te coloco uno de esos sombreros de cocineros?
La idea le gustó y sonrió. Asentí, aliviada de haber calmado lo que estuvo por convertirse en una pataleta.
Tenía varias cofias entre mi ropa y saqué una rosa, convencida de que sería la que más le gustaría. Me equivoqué y me pidió que se la cambiara por una lila. Por fortuna, tenía también de ese color.
—¿Lista? Te ves preciosa. Vamos entonces.
—Pero tú no has almorzado, tía.
—Comeré algo en el restaurante —dije mientras le empacaba una chaqueta gruesa para lo que sería el frío de la noche—. ¿No te digo que es un lugar en donde se sirve comida?
Verónica sonrió, satisfecha con mi respuesta.
Me cepillé el cabello y empaqué mis utensilios. No era chef, solo una cocinera con un estudio técnico de un año en gastronomía, pero tenía mis propio set de cuchillos de cocina, obsequio de quien hubiera sido mi profesor en la academia.
—Esmeralda. —Me llamó cuando terminó nuestra última clase—. Voy a extrañarte, pero sé que no por mucho tiempo.
No entendí lo que había querido decirme y se lo pregunté.
—Lo digo porque sé que, muy pronto, tendré noticias tuyas.
De nuevo, no entendí cuál era su punto.
—Eres una excelente cocinera y, no solo eso, sino, lo más valioso, de verdad tienes el espíritu, el corazón, que se requiere para transformar la técnica en verdadero arte.
Me halagaron sus palabras y me ruboricé. Que él, un chef ya pensionado y ahora dedicado a la academia, que tenía una carrera que lo había llevado a conseguir dos estrellas Michelin, me dijera eso, era para que se te erizaran los vellos de la piel, como me sucedió en ese momento.
—Tengo algo más para ti —dijo. Abrió el cajón de su escritorio y sacó un set de cuchillos. Eran sus cuchillos, con los que había cocinado la cena con la que ganó su primera estrella Michelín—. Toma, son tuyos.
Me negué a aceptarlos. Era demasiado. Y no había estudiado para ser una chef, con su propio restaurante, sino solo una carrera, de un año, para ser ayudante de cocina.
—Quiero que los recibas no para hacerme un favor a mí, ni siquiera a ti, sino porque, cuando guardé estos cuchillos, les prometí que un día me encargaría de que volvieran a trabajar, pero solo en las manos de alguien que pudiera aprovecharlos para hacer la magia que me permitieron mi primera estrella.
Me sorprendieron sus palabras y debió notarlo, porque agregó:
—Estos cuchillos, Esmeralda, son mágicos, de verdad, pero su poder solo despierta cuando están en las manos correctas, ¿entiendes?
Asentí y tomé el pequeño maletín, con lágrimas en mis ojos. El honor que estaba recibiendo no tenía parangón en el mundo de la cocina.
Nos abrazamos y deseamos la mejor de la suerte.
—Aunque tú no la necesitas, Esmeralda, porque la magia está contigo.
Con el maletín de cuchillos en la mano, decidida a hacer mi magia, tomé la mano de Verónica y, juntas, partimos al restaurante.
En ese momento no lo supe, pero ya los cuchillos estaban empezando a obrar su magia.
Don Fabio no quería aceptarme con Verónica.—Este no es sitio para una niña tan pequeña —dijo cuando me vio llegar de la mano con mi sobrina—. Si por alguna razón llega una inspección de sanidad, van a multarme. —Don Fabio, por favor, solo es por hoy. —Empecé a suplicarle—. No tenía con quién dejarla, además, no era mi turno, recuerde que estoy cubriendo a Paola.Eso pareció molestarlo, pero más que por el hecho de que debía darme la razón, porque le había recordado la falta de responsabilidad de su sobrina, una vez más. Frunció el ceño y arrugó la boca. —Está bien, pero si me ponen una multa, usted tendrá que pagarla, Esmeralda, ¿está claro?—Como el agua, Don Fabio. Gracias. Si le llegaban a poner una multa no sería por Verónica, sino por la cantidad impresionante de faltas a la normatividad que tenía la cocina del restaurante. El control de plagas se hacía con ratoneras, que siempre tenían el mismo queso rancio por el que nunca se habían sentido atraídos los roedores; los hornos
El pato a la naranja es un plato muy difícil porque requiere que el ave esté precocida y en su punto exacto, o la carne quedará dura. Igual, el aderezo de naranja debe ser ácido y, a la vez, lo suficientemente dulce para que el comensal no arrugue los labios, pero tampoco quede empalagado y crea estar comiendo un postre con azúcar fundida. Por suerte, aunque casi nunca piden el pato, yo tenía una reserva en el refrigerador, de solo dos días. Confiaba en que, una vez pasado por agua y sal, quedara con la frescura necesaria para que la carne no estuviera tiesa o con sensación plástica a los dientes. Mientras el ave se cocinaba, empecé a preparar la salsa de naranja.Exprimí las naranjas y comencé a calentar azúcar para el melado. Este es un paso de suma importancia porque si el azúcar se pasa siquiera un segundo en el fuego, el melado se quema y su sabor es horrible, pero si llego a sacarla antes de que alcance su punto cristalino, tendré una melcocha que se endurecerá al enfriarse, inc
Ahora entendía porqué siempre que pasaba veía una fila tan larga en ese pequeño bistró. Tenían a una chef excelente, de gran categoría, lo que lo hacía aún más extraño. ¿Por qué esa chica trabajaba en ese lugar, tan pequeño? Para su nivel, debería estar, como mínimo, trabajando como sous chef en un restaurante de alta cocina. ¿Qué historia había detrás de esa situación? ¿Tendría algo que ver con su hija? Sí, seguro. Quizá fuera una madre soltera, con una de esas historias de un embarazo juvenil, justo cuando estaba a mitad de carrera y, sin poder terminar, debió emplearse en el primer sitio que le ofreció una paga con la que poder mantener a su hija. Sí, eso debía ser. Aunque, debo admitir, no dejaba de sorprenderme el hecho de que fuera una mujer la que hubiera preparado ese pato a la naranja tan excepcional. Y tan joven. ¿Cuántos años tendría? No más de veinticinco, ni menos de veintidós. En el momento en que quise felicitar al chef, imaginé que, tras la puerta de la cocina, saldrí
¿Qué había sido eso? Está bien, me salvó de un aluvión que, sin duda, me habría mojado a mí y a Verónica. Pero él fue quien lo propició. De no haber pedido un pato a la naranja, a sabiendas de que se le había dejado entrar después de terminado el servicio, yo habría salido temprano y no me habría siquiera enfrentado a la lluvia que, igual, la alcanzó a empapar a ella y, cuando le fui a colocar su pijama, me percaté de que no le había devuelto su gabán, que escurría agua. Ahora me enfrentaba a la posibilidad de tener que volver a verlo. Aunque cabía la opción de que enviara a su perro faldero a recoger el abrigo, o que yo solo lo dejara en la caja del bistró y él pasara a recogerlo en cualquier momento, o que nunca lo recogiera; cualquiera de esas opciones era mejor que tener que verlo una vez más. Sería tan incómodo, porque… era un hombre extraño que, después de haberme dicho que no estrechaba mi mano porque “todavía no me ganaba su respeto”, pasó a recogerme en su mercedes millona
Era un día de cielo despejado y el sol caía sobre la ciudad que, a través del ventanal de su oficina, Héctor Penagos observaba con la vista hundida en la fila que, a veinte pisos de distancia, empezaba a rodear la cuadra alrededor del bistró que había visitado la noche anterior. —Disculpe, señor —dijo Gerardo Amaya, el secretario privado de Héctor, luego de entrar al despacho—. El arquitecto está afuera. Ya tiene las correcciones de los planos. Héctor giró la mirada y observó a Gerardo como si fuera una especie de aparición que hubiera interrumpido sus ensoñaciones. —¿Tan pronto? Gerardo lo miró con la mirada aguzada.—Usted mismo le pidió que así fuera, señor. Las obras del próximo hotel deberían estar empezando en un máximo de tres meses. Héctor suspiró.—Ya vamos a empezar a construir un nuevo edificio y ni siquiera está solucionado el tema del personal del que inauguré hace dos meses. Nos hace falta un chef que esté a la altura. Gerardo no contestó a la inquietud reciente de
¿Era en serio?Vino al bistró a la hora del almuerzo para acosar a los meseros con preguntas sobre la calidad de los productos y, ahora que me tenía en frente, super atareada en la cocina, se quedaba callado. —¿Señor? —le pregunté.—Señorita, digo, chef, creo que ya ayer me disculpé con usted por el impase —dijo—. Si no quedó claro que mi actuar estaba dirigido a eso, lo lamento, pero ya me disculpé y no volveré a hacerlo. —Esto no tiene nada qué ver con lo de ayer, señor, sino con lo que busca usted hacer hoy —le dije, sin quitar mis manos de la cintura y con el pecho erguido un poco más de lo normal. —¿Lo que busco? —preguntó, con un asomo de risa en su tono— Lo que busco es que me sirvan un almuerzo, eso es todo. —¿Y por eso debe entonces usted atormentar al mesero con preguntas sobre la calidad de los productos? Si no confía en que yo misma he seleccionado lo mejor, no sé qué hace aquí, habiendo tantos restaurantes cerca.Se levantó e intentó intimidarme con sus casi dos metro
Cuando probé la crema no quedé decepcionado, sino, al contrario, fascinado. El plato de la noche anterior no había sido solo un asunto de suerte, sino la confirmación de que la joven era una chef con grandes cualidades y, si la crema me entusiasmó, el solomillo consiguió enamorarme y eso era, precisamente, lo que más temía. —Me parece, señor, que si considera usted que la chef del bistró tiene las cualidades para ese puesto, debería hablar con ella y contratarla —Había dicho Gerardo, mi secretario privado, esa mañana, cuando le comenté que había llevado a la chef y su hija, la noche anterior, hasta su casa. —Y creéme que lo haría, si no fuera por el hecho de que es una mujer —contesté, con la mirada puesta en el ventanal de mi despacho, admirando la calle, a la gente que se afanaba por llegar a sus trabajos, los negocios que abrían y los colegiales corriendo a las escuelas.—Me temo que no entiendo, señor —dijo Gerardo—. Usted nunca ha considerado el sexo para realizar una contratac
Me gustan los hombres atrevidos y el señor Héctor parece ser uno de ellos, aunque también es un presuntuoso y eso de “hablemos en mi oficina”, y “¿acaso me temes? No te llevo a la cueva del lobo”, fue de lo más fanfarrón y petulante. Seguro y está convencido de que me va a deslumbrar con su despacho de lujo, que me lo va a mostrar como si fuera una galería y, en el centro, una enorme sofá en el que esperará que hagamos el amor después de haberme descrestado, la noche anterior, con su carro de lujo, el chófer y sus supuestas atenciones de hombre noble y de buen corazón, un desinteresado que auxilió a una dama en peligro, junto con su niña, de la tormenta que las empapaba, olvidando que fue él el causante de toda situación. La verdad, lo seguí por dos razones específicas: la primera, porque si no lo hacía, seguro y Don Fabio me dejaba sin trabajo y, la segunda, por curiosidad, para comprobar qué tipo de hombre es porque si hay algo, además de cocinar, en lo que soy muy buena, es en det