Nunca en mi vida me imaginé que alguien me pediría algo así y, creo, fue por eso que acepté. Estaba tan desconcertado por la petición, que, además, me hizo ella, que no pude negarme, no hallé las fuerzas, es más, me vi abocado a hacerlo, lo deseé y hasta me sentí orgulloso de que me lo hubiera pedido. Empeñé mi mejor esfuerzo en realizarlo y, a las cinco de la tarde en punto, estaba frente al jardín de infantes al que asistía Verónica, luego de bajarme del auto e indicarle al chófer que me ayudara con la maleta de la sobrina de Esmeralda. Creo que nunca se había estacionado, frente a ese jardín, un auto de lujo, del que hubiera descendido un hombre con un traje de dos mil dólares y asistido por un chófer uniformado, porque tanto los niños, como las profesoras y las madres me veían como un espécimen escapado de un museo de cera. Cuando vi salir a Verónica, a la que reconocí porque tenía los mismos hermosos ojos de su tía, la niña me miró con extrañeza y era obvio, porque nunca me hab
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