—Entonces aceptaron –sonrió Duncan, sentado en un mueble del lujoso pent-house donde vivía Edmund Haggerty. Alrededor, mucha gente sostenía sus copas de vino o un pequeño plato lleno con comida del buffet que se hallaba al fondo de la sala. Era otra de las populares fiestas de Edmund Haggerty. A lo mejor estaba buscando su quinta esposa.
—Ah. Aunque no fue fácil, hubo que usar la artillería pesada.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Allegra.
Al oír el nombre, Duncan hizo un gesto involuntario con su boca, como si algo con gusto amargo se hubiese colado por entre sus labios.
—¿No me vas a preguntar cómo está?
—Si me interesara ya lo habría hecho –Haggerty se
Duncan se metió en su Audi luego de despedirse Edmund Haggerty y cerró la puerta con fuerza. Se puso la mano en el pecho y por unos minutos se concentró en normalizar su respiración y su ritmo cardiaco. La había visto, era ella, tan hermosa, con el cabello recogido en una trenza que le llegaba a la espalda, pues el cabello le había crecido bastante en esos últimos cuatro años. Delgada y perfecta. Su Allegra. No, no era suya, tuvo que recordarse, nunca lo había sido. Y ese había sido su mantra cuando se dio cuenta de que no saldría tan ileso luego de verla. Ah, sí, Allegra, tan hermosa, tan perfecta, tan mentirosa. Puso el auto en marcha y salió dispa
A pesar de que entraba el otoño, el calor en Miami semejaba al del pleno verano. Allegra no era una mujer sudorosa, pero el fogaje del ambiente a punto había estado de marearla en un par de ocasiones. Iba vestida con una ancha blusa de shiffon verde esmeralda que se agitaba por el viento, y debajo de ésta, un top de baño, un simple short blanco que dejaba sus piernas desnudas, sandalias blancas decoradas con conchas marinas, sombrero playero y lentes de sol ámbar de Dolce & Gabbana. Con el papel que Boinet le entregó esa mañana que contenía las especificaciones del yate de Duncan en la mano, y un enorme bolso blanco que contenía bloqueadores para su piel blanca y unas pocas cosas más de uso personal al hombro, Allegra iba mirando de barco en barco, buscando. De pronto lo vio. El Nalla.
Allegra despertó con el olor de la comida. Se movió en el sofá y sintió el cuello tirante. Quizá había sido porque recientemente se había golpeado en la cabeza, pero en cuanto intentó distraerse leyendo esa revista, se quedó dormida. Era la misma revista, había notado, donde se había descrito el barco donde ahora estaba ella, el Nalla. Masajeándose el cuello se acercó a Duncan, que dominaba la cocina como si estuviera acostumbrado a ello. Y lo estaba, recordó ella. Con dos hermanos pequeños, él había tenido que aprender un poco más que lo básico acerca de cocina. —¿Necesitas ayuda? —No, gracias. –contestó él sin mirarla. Lo miró cruzándose de brazos. —Estoy atrapada aquí porque te negaste a llevarme de vuelta a tierra. Creo que por lo menos deberé ser tratada amablemente. —Creí que impidiéndote cocinar, te estaba tratando amablemente. —Sabes que me gusta cocinar—. Duncan la miró a
Allegra subió furiosa a la cubierta, donde sabía que encontraría a Duncan.Llevaba la misma ropa del día anterior y el cabello recogido de manera descuidada en un rodete, con las mejillas coloreadas de la misma ira y pisando fuerte.Era la primera hora de la mañana, y el clima estaba perfecto para pescar, echarse quizá al agua a bucear o disfrutar del paisaje, pero iba a hacer que la devolviera a tierra quisiera o no. La noche anterior había cometido el error de creer que era el mismo Duncan que había conocido antes y con el que podía hablar razonablemente y negociar la devolución de la Chrystal, pero había comprobado que no era así.Al contrario, había salido herida a niveles que él no se alcanzaba a imaginar.<
Las siguientes semanas estuvieron llenas de mucha actividad. Allegra se quedó en la mansión para estar pendiente de cada cosa que sucediera. Evitar los recuerdos del pasado que el estar allí le producía era ya una tontería, ella se las había arreglado para hacer unos nuevos recuerdos en el yate, sitio del que estaba segura jamás en la vida volvería a pisar. El tiempo de conciliación dado por la juez se había vencido, era hora de actuar, y la mera expectativa la llenaba de desasosiego. Los abogados contratados por Haggerty para defender a la Chrystal no eran cualquier cosa, y estaban escarbando en el pasado de Duncan cualquier prueba que lo hiciera quedar como un bárbaro desleal y aprovechado, pero si bien habían hallado pruebas contundentes de que era certero y a veces agresivo en sus estrategias, no encontraron nada que lo hicieran quedar como
Duncan iba a toda velocidad en su Audi.Sabía que aquello no era muy sensato, y que estaba abusando de la buena suerte, pero no era capaz de desacelerar.Ella había quedado llorando, y él había tenido que aferrarse a toda la ira que estaba sintiendo para no retractarse e ir y abrazarla y consolarla.Y eran los momentos en que más se odiaba a sí mismo. Ella no había tenido ningún pesar por su hermano cuando sacó a relucir lo de su pasado, y él, idiota y mil veces idiota, se compungía cuando la veía llorar, aunque se lo mereciera.Se aferró al volante y trató de normalizar su respiración.Allegra aún lo af
¿Cuántas horas habían pasado? Se preguntó Duncan. ¿Diez? ¿Veinte?Todo seguía obscuro. Sólo alguien abría de vez en cuando una puerta metálica a su derecha y le dejaba al alcance un plato de comida, que quién sabe cómo iba a comer, pues tenía las manos esposadas a la espalda. Tal vez esperaban que se precipitara sobre el plato como un perro, pero hasta ahora no les había dado el gusto.Llegaría el momento en que estuviera famélico y perdiera la dignidad, pero mientras tanto, iba a luchar.Nadie había venido a explicarle por qué estaba allí. Nadie había venido para decirle que habían pedido rescate por él a su familia, o que pretendían que modificara
La puerta metálica se abrió, y Duncan movió levemente la cabeza huyendo de la luz. Sus ojos se habían acostumbrado a la obscuridad.—¿Lo has entendido ahora?Al escuchar la voz se tensó. Luego se echó a reír, sin humor.—Tú, maldito anciano.Haggerty dio unos pasos avanzando hacia el que en el pasado fue su pupilo. Duncan seguía en la misma posición: de rodillas, con la espalda doblada hacia el frente y la cabeza apoyada en el suelo.—No podía ser de otro modo. Dime, ¿me habrías escuchado si te digo que Allegra nunca te engañó? ¿Que fue tan víctima como tú? ¿