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XXXIV El fin de los secretos

Iver entró a la cabaña y fue directo al baño. Bajo el chorro de agua se deshizo de la sangre que le manchaba las manos. Era mucha sangre, tendría que cambiarse la ropa también.

Había pasado mucho tiempo desdes que alguien no lo hacía cansarse. Usualmente conseguía lo que quería mucho antes, conocía técnicas especiales, secretos de los que nadie hablaba, formas sencillas de infligir un dolor insoportable.

No era un torturador, claro que no, él no actuaba en beneficio propio ni mucho menos y sólo se ponía en movimiento cuando alguien rompía las reglas e inclinaba la balanza. Él buscaba restablecer el equilibrio y ensuciarse las manos era lo de menos. Su conciencia estaba muy tranquila.

Tres golpes sonaron en la puerta de la cabaña y corrió temiendo lo peor. Parada en el umbral estaba Alana.

—¿Por qué viniste? Te dije que yo iría.

—No pude seguir quedándome allá, tenía un mal presentimiento... ¡¿Qué le pasó a tu ropa?! ¡¿Estás herido?!

—No. Es mejor que te vayas ahora, no puedes deja
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