Sergio estaba en la terraza de su casa, mirando las sombras del parque del Retiro que se extendían ante él un poco intimidantes. Sólo eran las siete y media, pero a finales de noviembre la noche cae pronto y el frío se hace notar, se dijo mientras daba una profunda calada al puro que tenía entre los dedos. Estaba nervioso y preocupado, y cuando se encontraba así su terapia consistía en sentarse en la terraza, fumarse un puro y contemplar la vida que bullía a sus pies. Le resultaba relajante, y esa tarde necesitaba relajarse. Hasta la una sólo había pensado en Laura. Estaba emocionado como un adolescente porque habían quedado. Era cierto que le parecía demasiado insegura. Él prefería a las mujeres con carácter, arrolladoras, y Laura no daba la impresión de ser así, más bien todo lo contrario; por eso no entendía qué lo atraía de ella. Pero así estaban las cosas. Esa muchacha con cara de niña, menuda, tímida y titubeante, que se trabucaba al hablar y se tropezaba a cada paso le gustaba
«No quiero contarte mis problemas…». Sí, algo pasaba. Y tenía que ver con la rubia, porque antes él no habría hablado así, estaba casi segura. Aunque ese «casi» era la clave, porque, después de todo, apenas lo conocía. De todos modos él tenía razón en una cosa: lo que les interesaba era acostarse, y también ella estaba muy confusa, de manera que tampoco le convenía comprometerse. ¿Para qué complicarse la vida metiéndose en otros terrenos? De momento el sexo era lo único que le interesaba. Aunque…—Estoy de acuerdo contigo —dijo al fin para detener de una vez el curso que estaban tomando sus pensamientos. Tenía sus dudas, pero no pensaba exponérselas por temor a que saliera corriendo.—Claro que estás de acuerdo. Sé que tú quieres lo mismo. Si no fuera así, no estarías ahora aquí.—¿Cómo lo sabes? —nada más formular la pregunta se dio cuenta de lo absurda que era.—Vamos, Laura —la cortó—. Dime, ¿por qué te has vestido así?—¿Cómo así?—De sexi macarra.Laura se puso roja. Llevaba unos
Y entonces, cuando sus dedos retomaban la tarea de masajearla, sintió un terrible mareo. Todo el güisqui y los nervios acumulados se rebelaron en su organismo y saltó como un resorte del sofá, dejando a Sergio asombrado.—¿Dónde está el baño? —preguntó. Estaba temblando y Sergio, perplejo, también se levantó. La tomó de la mano y la condujo hasta una puerta.—Aquí.Se sintió mejor después de vomitar. Luego se sentó en el borde de la bañera y escondió la cabeza entre las manos. Sí, su estómago estaba mejor, pero ella… Lo había estropeado. ¿Qué pensaría de ella Sergio después de esa exhibición de estupidez?Unos golpecitos la sacaron de su ensimismamiento.—¿Laura?—Sí, pasa —Sergio asomó la cabeza por la puerta entreabierta.—¿Estás bien? Me tienes preocupado, ¿qué te ocurre?Entró y se agachó frente a ella. Estaba desnuda, salvo por las braguitas de encaje rojo que él rozó con sus dedos, mientras la miraba preocupado.—Nada, en realidad… Antes de venir aquí ya me había tomado dos güis
Esa frase revelaba la intimidad que ambos esperaban mantener y Laura se sintió conmovida. Era un gesto muy dulce por su parte.Le dirigió una tierna sonrisa.—Después de lavarte bien los dientes, date una ducha, te sentirás como nueva. Y cuando salgas retomaremos nuestra conversación —recalcó la palabra «conversación» mirándola fijamente a los ojos—, en el punto donde la habíamos dejado. ¿Hace?—¡Hace! Eres genial.—Ya lo sé.Dicho esto, salió del baño cerrando la puerta tras de sí.Laura obedeció. Se lavó los dientes y se quitó la única prenda que aún llevaba. El baño era bastante grande. Había una enorme bañera de hidromasajes y un plato de ducha en un rincón. La bañera era tentadora pero estaba impaciente por reunirse con Sergio, así que decidió darse un rápido remojón y entró decidida en la ducha. El agua resbaló por su cuerpo. Estaba fría pero era justo lo que necesitaba en ese momento. Cerró los ojos y sintió cómo el agua se deslizaba por su piel, despejándole la mente y activan
Un airecito caliente la despertó, pero estaba tan a gusto… El calor de otro cuerpo junto al de ella, el roce de otra piel contra la suya… ¡Qué sensación tan deliciosa! Se sentía calentita y protegida. No quería abrir los ojos, pero al final los abrió, renuente. Sergio la estaba mirando, divertido, notaba su aliento sobre el cuello.Se dieron un dulce beso, largo, tierno, tranquilo, de esos besos que se disfrutan con alevosía.—Buenos días —dijo Laura, perezosa, apartando su boca de la de él.—¿Buenos días? Pero ¿qué estás diciendo? Mira el reloj: son las diez de la noche.—Nos hemos dormido.—No, tú has dormido la mona un ratito. Yo, que soy un perfecto hombrecito de su casa, he preparado la cena mientras roncabas.—Yo no ronco.—Ya lo creo que sí, pero da igual. Posees otras virtudes que compensan con generosidad ese defecto —sacó la mano de entre el revoltijo de sábanas con que se cubrían y le acarició un mechón de pelo que le caía sobre la cara—. ¿Tienes hambre? He preparado unos d
Cuando se despertó, el sol entraba a raudales por la ventana, traspasando sus párpados cerrados. Estaba sola en la cama y se estiró con ganas, bostezando. ¿Cómo había llegado a la cama? No recordaba haber ido hasta allí por su propio pie. ¿Y cuándo se había dormido? No lo sabía, y ahora creía que llevaba durmiendo toda la tarde y que todo había sido un sueño, un sueño maravilloso que la luz de la mañana daría por terminado. No quería despertar.Remisa, abrió los ojos. No había sido un sueño, porque esa habitación no era la suya, era la de Sergio. Allí estaba la mesilla, con el cajoncito de los preservativos a medio abrir, y el reloj que marcaba… ¡las doce! Se incorporó, como si la hubieran impulsado con una polea. Era sábado, había quedado en ir a comer a la casa de su hermana. Hoy era la fiesta de Celia y no podía decepcionarla.Se levantó despacio, pues el cuerpo le dolía como consecuencia del ejercicio de la noche anterior, y empezó a buscar su ropa por toda la habitación. No la ve
El taxista no paraba de hablar: del tiempo, del partido Madrid-Barcelona que se jugaba esa tarde, del IVA y de los ERE de Andalucía… Era una máquina que sabía de todo y le regaló sus sabios comentarios durante el trayecto, de manera que Laura no pudo pensar en el extraño comportamiento de Sergio.Acababa de cerrar la puerta de su casa cuando sonó el móvil. Era Celia.—Hola, ¿qué tal? Te llamo para recordarte que quedaste en venir a las dos, que te conozco y eres capaz de pasar de mí.—¡No! ¿Por quién me tomas? ¿Quieres que lleve algo?—Sí, había pensado que trajeras unas cosillas que me faltan.«Unas cosillas» para Celia era algo así como la mitad del Mercadona y las tres cuartas partes del Hipercor, más unos cuantos detallitos del Lidl, que tiene unas galletas buenísimas. Laura tuvo que coger una libreta para apuntar todos los productos que su hermana recitaba al otro lado como si tal cosa.—Bueno, basta… No voy a poder con todo.—Tráete el coche.—No pienso llevar el coche a tu barr
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan a gusto con sus hermanas. Celia y Luisa siempre habían vivido juntas, habían cuidado a su padre durante la enfermedad y se habían consolado mutuamente. Como Luisa era la más pequeña, Celia había actuado con ella casi como una madre, y la ausencia de Laura convirtió a su hermana mayor en el único referente de la pequeña. Sus hermanas estaban muy compenetradas, y Laura se sentía un poco celosa porque entre ellas había una relación especial de la que estaba excluida. Era mezquino, pero no lo podía remediar. Sabía que era culpa suya, pues ella prescindió de los demás cuando creía que no necesitaba a nadie, salvo a Daniel. A los veinte años decidió vivir para una sola persona, y durante un tiempo le fue bien. Pero cuando su castillo empezó a tambalearse no se atrevió a decirle a nadie que el cuento de hadas se había esfumado. Era orgullosa y consideraba una humillación reconocer ante los demás que se había equivocado. Si Daniel no hubiera enfermado,