No pudo seguir hablando, se lo impidieron unos fuertes hipidos que asustaron a Sergio porque pensó que acabarían convirtiéndose en sollozos, de modo que la envolvió entre sus brazos para reconfortarla y que se tranquilizase. Laura apoyó la cabeza en su pecho y se relajó. ¡Qué bien se estaba! Se planteó la posibilidad de echar unas lagrimitas para conmoverlo, pero al final decidió que era mejor no llorar; no quería parecer una histérica. Simplemente cerró los ojos durante unos segundos hasta que consideró que se estaba recuperando. De mala gana, se apartó de él.—Perdona, lo siento —sacó un clínex de su bolso y se lo pasó por el rostro. Luego se sonó ruidosamente—. Es que me has dado un susto de muerte.—Ya lo sé, y no sabes cuánto lo siento. No podía imaginar que me tomarías por un atracador.A Sergio la imagen de Laura, despeinada, con la cara congestionada y los labios temblorosos, le resultó muy cómica. Pero se cuidó mucho de reírse. Después de todo, casi le había dado un infarto a
El restaurante era acogedor. Con luces tenues y una velita en el centro de la mesa. Estaba situado frente al parque del Retiro, en una zona que le encantaba; además, ella vivía cerca de allí, así que estaba en su territorio.Antes de sentarse fue al lavabo. Debía retocarse la cara y ese moño díscolo. El rímel se le había corrido un poco a causa del llanto. Se limpió los ojos con una toallita húmeda. Luego se retocó el pelo y se dio un poco de color en los labios. Bien, ya estaba lista para devorar una opípara cena.Lo contempló mientras volvía a la mesa. Desde luego, era muy guapo, el tipo de hombre que a ella le gustaba, y sería magnífico salir con alguien… ¿Salir? ¿Quién había dicho nada de salir? Él sólo la había invitado a cenar, aunque sí parecía que ella le gustaba. Esperaba no hacer ninguna tontería, porque había perdido la costumbre de ligar; en realidad nunca había ligado… Bueno, ya iba siendo hora de que supliese algunas carencias de su vida, y ésa era una de ellas. «Comer y
Agradable no era exactamente la palabra adecuada. Excitante, divertida… Rieron y hablaron de muchas cosas, como si se conocieran de toda la vida. Sergio era un hombre encantador, culto, educado, ingenioso… Sus historias la habían hecho reír y también ponerse triste en algún momento. Le habló de algunos juicios que estaban a la orden del día y que a ella le interesaban por sus implicaciones jurídicas o simplemente por puro «cotilleo», como le dijo riendo, sin importarle que él la mirara extrañado. Le habló también de casos que se habían hecho famosos por el morbo y el escándalo que los acompañaban. Sergio era inteligente; en todo era capaz de descubrir algún detalle, algún punto que a los demás se les escapaba. De pronto, Laura se encontró escuchándolo con avidez, bebiendo sus palabras.Y de temas políticos y de actualidad pasaron a asuntos más personales. Ella era remisa a hablar de sí misma y Sergio lo notó. Por eso decidió allanar el camino sincerándose él primero. El resumen que le
¿Qué le había pasado? ¿Cómo había podido comportarse de esa forma, tan infantil y estúpida? Estaba avergonzada, tanto que creía que no sería capaz de volver a mirar a Sergio a la cara. Dios, ¡qué apuro! Se había marchado dejándolo al pobre pasmado en el portal. Aunque, ¿qué otra cosa podría haber hecho? No le parecía muy sensato subir a casa de un hombre al que conocía hacía apenas unas horas y que no había dado muchas muestras de ser de fiar. Además, estaba muy cansada; necesitaba pensar en todo lo que se le había venido encima en unas… miró el reloj… trece horas, aproximadamente.Estaba sentada en el sofá de su casa, mirando el televisor apagado y pensando. Sonrió, soñadora. Le gustaba mucho Sergio y esperaba que no se hubiera enfadado con ella, porque estaba deseando verlo de nuevo. ¿Quién sabe?, se dijo. Quizá podría salir algo bueno de lo que había empezado de una forma tan rara. Pero tenía miedo, un miedo terrible a hacer lo que no debía, a cometer un error fatal. No estaba acos
La mano actuaba por su cuenta, como si de repente hubiera adquirido vida propia y se moviera con autonomía de su cerebro… Así, sin que Laura pudiera evitarlo, bajó hasta la cintura y luego siguió extendiendo el gel por los muslos, entre las piernas… El suave masaje de las manos de Sergio era cada vez más atrevido y ella jadeó y quiso abrazarlo. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no la besaba como ella quería? Se moría por sus besos y buscó sus labios. Mientras, él seguía acariciándola, volviéndola loca. La mano comenzó a moverse sobre su sexo, no podía pararla y comenzó a frotarse, al principio con suavidad, luego con frenesí. Gimió buscándolo porque necesitaba sus labios. ¿Dónde estaba? Tenía que verlo. Abrió los ojos y lo buscó. Pero no lo vio frente a ella. Estaba sola…Aún temblaba, frustrada, cuando cerró los grifos y se envolvió en la toalla. No podía ser… ¿Por qué era tan idiota? ¿Por qué se conformaba haciendo sola lo que se moría por hacer con él? Sergio tenía la culpa de todo, porque a
Se despertó tarde y apenas le dio tiempo a vestirse a toda prisa. «Hoy nada de tacones —se dijo—, hay que dejar descansar los martirizados pies». Se maquilló y estaba a punto de hacerse el moño, como el día anterior, cuando decidió que no, nada de moño, con el pelo suelto se sentía más cómoda y además intuía que era más apropiado para lograr su propósito: contentar a Sergio si estaba enfadado por su vergonzosa huida nocturna.Cuando bajó, él ya llevaba un buen rato esperándola en su coche, mal aparcado frente al portal.Sergio había pasado la mayor parte de la noche pensando en lo que él juzgaba una enorme metedura de pata. ¿Cómo se le había ocurrido proponerle que se acostara con él cuando sólo hacía unas horas que se conocían? Para él era normal, lo había hecho muchas veces: le gustaba una mujer, y a por ella. Y la mayoría aceptaba, pero quizá Laura necesitara algo más de tiempo, un par de días por ejemplo. Sí, se había comportado como un patán, lo cual no era disculpa para el compo
Tenía el pelo negro aún un poco mojado, y un mechoncito díscolo le caía sobre la frente. Laura volvió a imaginárselo desnudo en la ducha con ella, extendiéndole el gel. Luego sus ojos se clavaron en las manos de Sergio, que tan íntimamente la habían acariciado, aunque él no tenía ni idea.Sergio pensó que debía de pasarle algo, porque estaba muy callada, pero no había nada en su actitud que le diera una pista sobre qué hacer. Bien, pues actuaría con naturalidad, no diría nada de lo que sabía que los dos tenían en la cabeza.¿Y de qué puede hablar un hombre cuando no tiene nada que decir? De coches, naturalmente.¿Es que ese hombre no se callaba nunca? Hablaba sin parar y Laura estaba empezando a ponerse de los nervios.—… Así que no te preocupes —concluyó, dando por terminada una frase que ella ni siquiera sabía cuándo había empezado—. Luego te daré el teléfono del taller, tengo una tarjeta. Llama y pregunta por Juancho. El tipo es amigo mío, siempre le llevo mi coche. Tú dile que vas
Su famoso cliente conocido con el apodo de Aníbal el Caníbal la esperaba en su despacho. Rosa se lo dijo sin disimular la risa cuando la vio entrar. Pobre hombre, se había convertido en el hazmerreír del bufete y, suponía Laura, de todo su vecindario.Aníbal Ribagorda (sí, se llamaba Aníbal) era un tipo menudo, de grandes orejas, precisamente, y ojillos saltones sobre los que cabalgaban unas pobladas cejas.Se puso en pie cuando entró Laura. La joven le tendió la mano:—Siéntese, por favor.—Gracias por recibirme, señorita. Como ya sabe, mi cuñado me ha denunciado por agresión… Es que…, bueno…, en una discusión me calenté demasiado y… llegamos a las manos, aunque no mucho —Laura sonrió y se preguntó qué significaría «no mucho». En fin, paciencia, ya llegarían a eso—. El caso es que le mordí una oreja.Le contó que su cuñado y él eran socios, tenían un negocio de transporte de mercancías y no les iba mal, aunque últimamente discutían cada vez más a menudo. Aníbal quería llegar a un acu