La Sorpresa

—Me aferro al valor, solo por mi hijo. Aunque cada amanecer en este lugar maldito me hace desear desaparecer. —Rompió en llanto, liberando años de silencio.

Amira, con los ojos humedecidos, observó a la señora Ligia. Sin pronunciar palabra alguna, le seco las lágrimas y la abrazó con fuerza. La mujer sollozó contra su hombro desconsoladamente:

—Perdóname por contarte todo esto, nunca había podido hablar con nadie de todo este dolor que llevo dentro, ya que Assim me prohibió poder hablar de todo lo que me ha hecho pasar. Pero no soporto verte sufrir como yo sufrí. Por favor, escapa. Tú aún puedes hacerlo.

Amira apretó el abrazo, conteniendo sus propias lágrimas. Tomó las manos callosas de Ligia y murmuró:

—No tengo nada que perdonarle, al contrario. Gracias por confiar en mí. Se que juntas saldremos de aquí... y usted encontrará a su hijo. Lo prometo.

—No, mi niña —La señora apretó sus manos con angustia— Yo no puedo irme de acá. Assim mataría a Alejandro y a mí me usaría de carne para sus cerdos si sospecha que intentó huir. Pero a ti te ayudaré a huir. Lo juro.

Un golpe repentino en la puerta heló la sangre de ambas. Ligia susurró:

—Es él. Ve a quitar el seguro de la puerta y actúa normal... y por lo que más quieras, no lo contradigas, sonríe y haz lo que te pida—Se escondió en el armario, dejando a Amira temblando.

Amira asintió y caminó hacia la puerta con pasos vacilantes. Al abrirla, Assim irrumpió como un torrente, pegando la puerta a la pared con mucha fuerza y escudriñando cada rincón del cuarto.

—¡Te escuché hablando con alguien! ¿Dónde está? —rugió, abriendo la puerta del baño de un golpe.

Amira forzó una sonrisa temblorosa:

 —¿Quién podría estar aquí? Nadie es tan imprudente para venir aquí, después de saber lo que haces con los que no siguen tus reglas. ¿Crees que alguien sería tan tonto en querer venir aquí para hablar conmigo, después de lo que le hiciste a Emilio y a su familia? —Contuvo el pánico, negándose a parpadear mientras él se acercaba al armario.

De pronto entró Sam, uno de sus trabajadores, y le dijo:

—Disculpe, señor. Tiene una llamada; dicen que es urgente.

Assim observó a Amira detenidamente con expresión de desagrado y le espetó:

—Prepárate, vamos a dar un paseo. ¿Entendido? Dentro de veinte minutos, Sam vendrá por ti.

Se marchó cerrando la puerta de un portazo.

Amira, paralizada por el miedo, se sentó en la cama respirando con dificultad mientras se aferraba a su vientre, intentando calmar sus nervios. Cada vez que estaba cerca de Assim, algo terrible ocurría. En ese momento, solo podía pensar en su bebé y en protegerlo de cualquier daño.

La señora Ligia salió del armario visiblemente alterada, abrazó a Amira y, con voz temblorosa, le susurró:

—Mi niña, sé que estás asustada, pero debes hacer lo que él diga. Por favor, no lo provoques. Sabe que esperas un hijo suyo. Ese bebé es tu salvación por ahora; mientras estés embarazada, no te hará daño. Yo te ayudaré a escapar, solo debo esperar el momento adecuado, ¿de acuerdo? Confía en mí.

Acarició su rostro con ternura antes de irse.

Aunque las palabras de Ligia la tranquilizaron un poco, el terror seguía apoderándose de ella. Sabía muy bien de lo que Assim era capaz de hacerle sin importar nada. Sin perder tiempo, se levantó y comenzó a vestirse; debía estar preparada para cuando vinieran por ella.

Minutos después, llamaron a la puerta. Amira ya sabía que era Sam, uno de los hombres de confianza de Assim. Conteniendo la respiración, y calmando sus nervios, abrió la puerta a pesar de que el miedo la carcomía por dentro.

—¿Sabes adónde me llevará Assim? —preguntó con un gesto nervioso.

—Lo lamento, señorita. No puedo hablar con usted —respondió él, evitando su mirada— Por el bien de ambos, mejor mantengamos silencio.

Amira bajó la vista, desolada, y siguió caminando. Al salir de la casa, la luz cegadora del sol le hizo entrecerrar los ojos de inmediato. Aunque llevaba años privada de ese simple placer, por primera vez en mucho tiempo sintió el calor matutino acariciando su piel.

Permaneció quieta, alzando el rostro hacia el cielo con los ojos cerrados y una sonrisa fresca, dejando que los rayos del sol la envolvieran. Por un instante fugaz, logró olvidar el horror que la perseguía.

Pero al abrir los ojos, su sonrisa se desvaneció completamente. Ante ella estaba Jim, el veterinario, en una silla de ruedas, amputado de ambas piernas. Ella no podía creer que aún estuviera vivo después de lo ocurrido de aquel día. Las lágrimas de felicidad rodaron por sus mejillas sin control.

Jim, con mirada afligida, asintió con una sonrisa triste, igualmente sorprendido de verla con vida. Cuando Amira intentó acercarse, Sam la sujetó fuertemente del brazo y le advirtió en voz baja:

—Señorita, por su seguridad, no se aproxime a él. Si el jefe lo descubre, ambos sufrirán las consecuencias.

Sam conocía la verdad: era el primo de Emilio, el último familiar que quedaba aún con vida, aunque nadie más lo supiera.

Amira se mordió los labios para contener el llanto que la invadía en ese momento, completamente abrumada por la culpa. Solo el pensar en la muerte de Emilio y el estado en el que se encontraba Jim la atormentaba. En ese momento, la voz de Assim retumbó en la estancia:

—¿Dónde está mi mujer?

Aterrorizada, Amira se resistió, pero Sam la empujó sin miramientos hacia los brazos de su marido.

Pronto se dirigieron a un centro comercial. Amira miraba de reojo, buscando desesperadamente una oportunidad para pedir auxilio, pero el pánico la paralizaba. Assim, notando su intranquilidad, la tomó con fuerza de la mano y, con una sonrisa siniestra, le advirtió:

—Ni lo pienses, Amira. Sé lo que tramas, pero recuerda: eres mi esposa, mi propiedad. Nadie te salvará. Si lo intentas, mataré a quien osé ayudarte. Dime, ¿podrás soportar otra muerte en tu conciencia, además de la de Emilio y su familia? Si es así, huye ahora.

Asintió con una sonrisa frívola.

Amira apretó los puños para contener las lágrimas.

—No sé de qué hablas —mintió, forzando una sonrisa— Solo admiraba este lugar. Después de tantos años encerrada, es... agradable.

Lo miró con una sonrisa forzada, conteniendo las ganas de llorar.

—¿Qué haremos aquí? —preguntó, confundida.

—Ya lo descubrirás — respondió él, besando su mano con fingido cariño — Es una sorpresa especial para ti.

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