Daniel informó a Ileana sobre los últimos acontecimientos que involucraban a su hermana. No conciliaba con la idea de contar sus penas o sus problemas a las personas, su vida, antes y después de Katherine, siempre fue privada, aunque no lo pareciera por lo que se decía de su vida amorosa y libertina, lo cierto es que más se trataban de especulaciones que él alimentaba al no desmentirlas. Tras su desventura, algo que agradecía, vivió un ostracismo que lo alejó de todo, incluyendo a esas amistades que tenían en común. Amigos que desde entonces permanecieron en las sombras y que, ya querían conocer más de cerca a su hermosa esposa, «la joya Deveraux». «Así que tienes una lista grande de admiradores y un apodo muy tuyo, Ángel», pensó en cuanto recibió los halagos atribuidos a su esposa. —No sé qué decirte, Daniel. Esto se sale de mi control —Ileana afirmó mientras una lágrima se desplazaba por su mejilla. Él volvió a enfocarse en la conversación. Daniel buscó un pañuelo de papel y se lo
Katherine se disculpó con Marcelo, para esa vez, sí ir al tocador y también para intentar ver dónde se encontraba Daniel entre tanta gente. Entró al reservado y estaba lavándose las manos cuando escuchó una risa divertida. —¡Vaya, vaya! Pero si hasta aquí venimos a encontrarnos —Katherine sintió cómo se le encendía la sangre. Respiró hondo antes de contestar. —Eso sucede cuando los lugares y las personas no hacen uso del derecho de admisión. —Ella le devolvió con acidez y sacó de su bolso el labial para retocar sus labios. —Eres absurda…, tú eres la recién llegada. —Observó cómo Ivette se acercaba a ella, atravesándola con la mirada—. Daniel y yo tenemos hasta las amistades en común, en esta ecuación tú sales sobrando. —La mujer apuntó con el dedo índice su hombro y la empujó lo suficiente como para que Katherine se sintiera opacada y, sin duda, atacada. —No vuelvas a acercarte a mí ni a tocarme —le aclaró volteándose y viéndola sin intimidarse—. Tú, fuiste reemplazable… yo no lo s
Las semanas pasaron con rapidez. Las secuelas del accidente de Daniel habían desaparecido y todo volvió a la normalidad. El amor de la pareja estaba fortalecido, tanto, que a veces parecía una mentira y Katherine no podía evitar sentir que, de forma repentina, una nube gris se posaría sobre su cielo. Inclusive Alicia estaba siendo tolerable, eso era algo que agradecía, pues al parecer el enamoramiento que la muchacha tenía con su esposo acabó cediendo con el pasar de los días. Entre las clases de la universidad, las tareas por realizar y la rutina de Daniel en la hacienda transcurrió el primer mes, sin descubrir de dónde provino aquel disparo que provocó el accidente a caballo. Por otra parte, Daniel hubo reforzado la seguridad en la hacienda, tomando en cuenta las sugerencias que le diera Ferreira y las de Eduardo, con lo que el trabajo era más extenuante y agotador. Ivette estaba en aparente calma. Se había mantenido cerca de su hermana, aunque en ocasiones parecía más lejana y pe
Ivette se sentó en la cafetería del centro comercial con una extraña y macabra sonrisa adornando sus labios, sacó de su bolso el pequeño diario rojo, que guardó en casa de su hermana. Lo abrió y comenzó a hacer anotaciones, con aquel especial brillo demencial en la mirada. Si seguía uno a uno los pasos que tenía en su diario, las cosas comenzarían a caer como piezas de dominó, preparadas con estrategia e inteligencia para acorralar a su presa y entonces dar el zarpazo final. —Sí…, lo sé. Somos muy buenas en esto —murmuró a la vez que escribía oraciones sin sentido en aquel pequeño cuaderno rojo. Alicia salió corriendo de la casa para buscar a Daniel. Cuando hubo llegado hasta donde él se encontraba, le costaba respirar y todo su cuerpo, incluyendo la voz, le temblaba, no sabía cómo dar aquella noticia. Sin embargo, debía hacerlo. «Dios que no se convierta en tragedia», rezó. —¿Alicia? —Daniel la miró acuso y sin comprender la razón por la que la joven se veía tan agotada. Parecía
La joven se sostuvo la cabeza con ambas manos mientras lloró desesperanzada. Daniel tragó con dificultad y sus ojos se tornaron en un hipnótico y nítido azul rey, evidenciando las pequeñas venas rojas en ellos. Colocó ambas manos en jarras y mirando al techo exhaló todo el aire contenido y las lágrimas apresadas comenzaron a correr, dejó caer su rostro en derrota y apretó el tabique de su nariz, como si de ese modo pudiera contener el llanto y ahogarlo dentro de su pecho. —¿Dónde la tienen? —se atrevió a preguntar al fin. —Los médicos están atendiéndola. No me han dejado verla —Marian respondió sollozante. —¿Qué han dicho? —Caminó impaciente hasta la puerta de madera, que la muchacha había señalado e intentó mirar, mas le fue imposible—. ¿Hace cuánto la tienen allí? M*****a sea. ¿Por qué demonios no dicen nada? ¿Por qué nadie sale? —¡Calma! En estos casos toca esperar. —Eduardo se acercó y colocó la mano en su hombro para alejarlo de la puerta. Él se volteó atravesándolo con la m
Ivette estaba feliz. Demasiado feliz para gusto de Ricardo y eso solo podía significar una cosa —que cualquier daño que hubiera querido causar, lo había logrado con éxito—, siguió observándola mientras devoraba un desayuno a media mañana en su departamento. De repente, había aparecido con lo que presumía un apetito renovado. Supo que no se estaba alimentando bien, cuando Ileana lo llamó para preguntar por ella el día anterior. Su hermana se encontraba preocupada por los problemas de Ivette. Siempre le pareció que aquella forma de preocuparse por su hermana menor, era demasiado raro, aun cuando era cierto que, Ileana se hubo encargado de ella cuando sus padres murieron, siendo la menor muy una adolescente. Las conoció dos años después de la muerte de su tía, la madre de Daniel, y su padre en aquel accidente, justo cuando Dante Gossec las presentase ante todos como la mujer con quien volvería a casarse y su pequeña hermana. En ese entonces, Ivette entraba en la adolescencia. Era tímida
Katherine soñó. Soñó, eso si podía decirse que alguien en su condición era capaz de hacerlo. Se percibió vagando entre una densa neblina, no escuchaba nada, sus ojos intentaban adaptarse a la tenue luz que traspasaba un manto en su rostro. Estiró sus brazos, buscando asirse a algo, tenía miedo de caer, de dar un paso en falso. De pronto, lo que más temía sucedió. Cayó en una especie de pantano, sus pies se atascaron, el pavor se apoderó de su cuerpo, nublando por completo su razón. Aquello no podía estar ocurriéndole, estaba soñando. Era una pesadilla, solo eso. Movió sus pies para encontrar el fondo y tomar impulso, no lo encontró. Volvió a intentarlo y su cuerpo cayó hacia adelante, contuvo la respiración para no terminar tragando lodo. Agitó los brazos con desesperación. «Tienes que salir de aquí, por favor». Justo cuando se sentía más desesperanzada, se encontró frente a la puerta de su casa; sin embargo, esa puerta era enorme y ella se sentía pequeña, como si fuera Alicia en el
Ivette leyó rápido la noticia y dirigiendo la mirada hasta las últimas líneas, terminó perdiendo los estribos que sujetaban su cordura. —¡M*****a sea! —pronunció con rabia cortando la llamada—. ¿Por qué no te mueres, m*****a mocosa? ¿Qué debo hacer, ir al hospital y acabar con todo lo que empecé? M*****a sea, ¿por qué no me puede salir todo como deseo? Se levantó echa una furia, arremetió contra el espejo en la habitación. Ricardo escuchó todo el ruido cuando atravesó el umbral de la puerta. —Te odio…. Te odio —escuchó los vituperios provenientes de su recámara. —Ivette, ¿qué demonios te sucede? —le dijo tomándola por detrás y aventándola sobre la cama, esperando contenerla antes de que acabara con sus cosas. —¡Déjame, imbécil! —gritó vuelta una furia, su rostro estaba rojo y en su mirada el brillo depredador y desesperado se podía notar, el respirar acelerado de la joven le indicaba que no se apaciguaría pronto. —No voy a dejar que destruyas mi casa, solo porque te dieron tus ar