Hola, saludos lectores, espero sigan en este viaje junto con los protagonistas de esta historia. Pueden comentar qué les parece. Besitos.
La joven se sostuvo la cabeza con ambas manos mientras lloró desesperanzada. Daniel tragó con dificultad y sus ojos se tornaron en un hipnótico y nítido azul rey, evidenciando las pequeñas venas rojas en ellos. Colocó ambas manos en jarras y mirando al techo exhaló todo el aire contenido y las lágrimas apresadas comenzaron a correr, dejó caer su rostro en derrota y apretó el tabique de su nariz, como si de ese modo pudiera contener el llanto y ahogarlo dentro de su pecho. —¿Dónde la tienen? —se atrevió a preguntar al fin. —Los médicos están atendiéndola. No me han dejado verla —Marian respondió sollozante. —¿Qué han dicho? —Caminó impaciente hasta la puerta de madera, que la muchacha había señalado e intentó mirar, mas le fue imposible—. ¿Hace cuánto la tienen allí? M*****a sea. ¿Por qué demonios no dicen nada? ¿Por qué nadie sale? —¡Calma! En estos casos toca esperar. —Eduardo se acercó y colocó la mano en su hombro para alejarlo de la puerta. Él se volteó atravesándolo con la m
Ivette estaba feliz. Demasiado feliz para gusto de Ricardo y eso solo podía significar una cosa —que cualquier daño que hubiera querido causar, lo había logrado con éxito—, siguió observándola mientras devoraba un desayuno a media mañana en su departamento. De repente, había aparecido con lo que presumía un apetito renovado. Supo que no se estaba alimentando bien, cuando Ileana lo llamó para preguntar por ella el día anterior. Su hermana se encontraba preocupada por los problemas de Ivette. Siempre le pareció que aquella forma de preocuparse por su hermana menor, era demasiado raro, aun cuando era cierto que, Ileana se hubo encargado de ella cuando sus padres murieron, siendo la menor muy una adolescente. Las conoció dos años después de la muerte de su tía, la madre de Daniel, y su padre en aquel accidente, justo cuando Dante Gossec las presentase ante todos como la mujer con quien volvería a casarse y su pequeña hermana. En ese entonces, Ivette entraba en la adolescencia. Era tímida
Katherine soñó. Soñó, eso si podía decirse que alguien en su condición era capaz de hacerlo. Se percibió vagando entre una densa neblina, no escuchaba nada, sus ojos intentaban adaptarse a la tenue luz que traspasaba un manto en su rostro. Estiró sus brazos, buscando asirse a algo, tenía miedo de caer, de dar un paso en falso. De pronto, lo que más temía sucedió. Cayó en una especie de pantano, sus pies se atascaron, el pavor se apoderó de su cuerpo, nublando por completo su razón. Aquello no podía estar ocurriéndole, estaba soñando. Era una pesadilla, solo eso. Movió sus pies para encontrar el fondo y tomar impulso, no lo encontró. Volvió a intentarlo y su cuerpo cayó hacia adelante, contuvo la respiración para no terminar tragando lodo. Agitó los brazos con desesperación. «Tienes que salir de aquí, por favor». Justo cuando se sentía más desesperanzada, se encontró frente a la puerta de su casa; sin embargo, esa puerta era enorme y ella se sentía pequeña, como si fuera Alicia en el
Ivette leyó rápido la noticia y dirigiendo la mirada hasta las últimas líneas, terminó perdiendo los estribos que sujetaban su cordura. —¡M*****a sea! —pronunció con rabia cortando la llamada—. ¿Por qué no te mueres, m*****a mocosa? ¿Qué debo hacer, ir al hospital y acabar con todo lo que empecé? M*****a sea, ¿por qué no me puede salir todo como deseo? Se levantó echa una furia, arremetió contra el espejo en la habitación. Ricardo escuchó todo el ruido cuando atravesó el umbral de la puerta. —Te odio…. Te odio —escuchó los vituperios provenientes de su recámara. —Ivette, ¿qué demonios te sucede? —le dijo tomándola por detrás y aventándola sobre la cama, esperando contenerla antes de que acabara con sus cosas. —¡Déjame, imbécil! —gritó vuelta una furia, su rostro estaba rojo y en su mirada el brillo depredador y desesperado se podía notar, el respirar acelerado de la joven le indicaba que no se apaciguaría pronto. —No voy a dejar que destruyas mi casa, solo porque te dieron tus ar
Daniel no se detuvo demasiado en la casa. Estaba cansado y solo había vuelto porque Anna lo persuadió de hacerlo. Apenas si pudo pasar bocado, el hambre no era un mal que lo aquejase, siendo sincero, durante esas horas en el infierno, lo menos que sintió fue hambre; en su lugar, todo fue reemplazado por la ansiedad.Entrar a la habitación que ambos compartían solo le recordó el frío de la soledad, producto de la ausencia de Katherine. No podía estar allí sin sentir cómo su corazón se encogía y el aire comenzaba a faltarle. Respiró con calma y se sentó en el borde la cama para tener de qué sostenerse. Pronto los recuerdos se agolparon en su mente, imparables y nítidos. Su sonrisa, sus palabras, los días que pasaron encerrados en la habitación mientras estuvo convaleciente y ella leía libros, haciendo aquellas voces raras y extraños sonidos que no se parecían en nada a los reales. No pudo evitar sonreír, y enseguida las lágrimas nublaron sus ojos.Se sintió pequeño, perdido y solo. En p
Era febrero y ya el calor comenzaba a hacerse notar en la ciudad, aun así, nada tenía que ver el mes con el clima o lo que se iba a suscitar en ese momento con el mes. Las cosas muchas veces o en su mayoría suceden como no te las esperas, esa parecía ser una de las tantas leyes del universo que ese día se cumpliría. —No. No estoy segura, y tampoco pienso dar marcha atrás —Katherine dijo negada a reconocer que tomó una decisión por rebeldía. Ana Collins guardó silencio con la mirada puesta en la única persona que quería, como si fuera su hija. Recordó que la mujer que ayudaba a vestir y arreglar para su matrimonio, había llegado a esa enorme casa con apenas dos meses de nacida, aquellos grandes ojos grises cual plata sólida y espesas pestañas, piel pálida y mejillas sonrosadas. En aquel entonces, supo que de ella dependía en parte, la felicidad de esa pequeña niña con cabellos de camomila, cuyo destino estuvo regido por la apatía alguien que resultaba ser carne de su carne y sangre d
Después de los dieciséis años, la joven se ganó el apodo de: la rebelde e irreverente, Katherine Deveraux. Todos compadecían al padre por tan atolondrada hija, que lo tenía siempre con el alma en un hilo. Dos veces se escapó de casa, por desgracia para ella y por fortuna para Anna Collins, su padre logró dar con su paradero en ambas ocasiones. La última vez terminó localizándola, trabajando en una zapatería en otra ciudad a cinco horas de donde vivían.Guillermo amenazó con demandar al empleador por violar la ley y darle trabajo a un menor de edad sin permiso de su padre. Aquello la hizo avergonzarse a morir, a Dios gracias, no volvería a ver a su jefe ni compañeros. Esa vez hasta sus amigos salieron crucificados, su padre les prohibió de forma tajante volver a verse, sobre todo porque ellos siempre acababan avalando cada travesura de su hija.A pesar de eso, ella siempre le veía lo bueno a todo, aunque no tuviera pies ni cabeza, eso era con exactitud lo que hacía cuando pensaba que de
Debió estar loca, nunca ha debido escucharlo. Si él no le hubiera propuesto aquello, ella no lo habría considerado jamás, de haber mejorado las cosas, seguro se estuviera casando por amor, no por rebeldía. Respiró profundo y giró con nerviosismo el ramo sobre sus manos. —¡Que comience la función! —Titubeó antes de llegar a la puerta y con voz trémula dijo—: Anna, regálame un abrazo. Ambas mujeres se envolvieron en un cálido y esperanzador abrazo. No tranquilizaría su alma atribulada, su padre una vez más le quitaba el placer de conocer el amor, al ser condescendiente en su más reciente dislate con disfraz de decisión. De todo eso le quedaba una certeza, que su padre no sería su salvador. En su interior, se confesaba una enamorada empedernida de la idea de amar a alguien y ser correspondida con igual intensidad. Una cursi que creía en poemas y cartas de amor, que leía novelas románticas con finales felices. Quizá porque buscaba con determinaci