Jaula de oro

Las puertas altas y ornamentadas se abrieron con un crujido pesado, como si el castillo mismo estuviera advirtiéndome que no había marcha atrás.

Fui conducida al interior de una habitación amplia y majestuosa, iluminada por el fuego de un gran candelabro colgante. Todo en ella era imponente: los muebles de madera oscura, los ventanales altos cubiertos con gruesas cortinas de terciopelo, los tapices bordados con emblemas dorados. Pero nada llamaba más la atención que la mujer que estaba de pie en el centro de la sala.

Era alta, de porte elegante, vestida con una túnica negra que resaltaba su piel pálida y sus ojos severos. A pesar de la edad que seguramente cargaba sobre los hombros, no había ni un rastro de debilidad en su presencia. Era hermosa, pero en una forma fría y calculadora.

Mis piernas temblaban. Algo en ella me decía que no debía mostrarme vulnerable, pero ya era demasiado tarde. Todo en mi expresión gritaba miedo.

―Bienvenida al castillo de los Valtor ―su voz era firme, sin rastro de amabilidad ni compasión.

Mis labios estaban secos, pero logré tragar saliva y juntar valor suficiente para hablar.

―No quiero estar aquí ―dije, con la poca determinación que me quedaba.

Sofía Valtor apenas levantó una ceja, como si mi respuesta le pareciera irrelevante.

―No importa lo que quieras ―replicó con frialdad―. Desde el momento en que fuiste adquirida, nos perteneces.

Nos perteneces.

La frase se hundió en mi pecho como una daga helada.

Negué con la cabeza, luchando contra el pánico que amenazaba con consumir cada parte de mí.

―¿Por qué? ¿Por qué estoy aquí?

Sofía dio un par de pasos hacia mí. A pesar de la distancia que aún nos separaba, su sola presencia era abrumadora.

―Has sido traída al castillo de los Valtor para cumplir una misión muy importante.

Sus palabras hicieron que mi estómago se revolviera.

―¿Qué misión?

Ella me observó con detenimiento, como si estuviera evaluando cada rasgo de mi rostro, cada pequeño gesto que pudiera delatar lo que pensaba.

―Lo sabrás cuando llegue el momento.

Ese no era el tipo de respuesta que quería escuchar. Mi desesperación creció, mis manos se cerraron en puños.

―¡Dígamelo ahora! ―exigí, mi voz quebrándose entre la angustia y la frustración.

Pero Sofía no se inmutó. Su expresión no cambió ni un ápice, como si mi sufrimiento le resultara tan insignificante como el viento que golpeaba las ventanas.

―Por ahora, lo único que debes saber es que tendrás que prepararte ―dijo con un tono que no dejaba lugar a protestas.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

―¿Prepararme para qué?

Sofía ignoró mi pregunta.

Con un leve movimiento de su mano, las puertas se abrieron de golpe, y un par de sirvientas entraron.

―Llévenla a su habitación ―ordenó sin mirarme.

―¡No! ―Intenté dar un paso atrás, pero unas manos firmes me sujetaron por los brazos―. ¡Dígame qué quieren de mí! ¡Déjenme ir!

Mi súplica se ahogó en la inmensidad del castillo. Nadie me escuchó. O peor aún, a nadie le importó.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas mientras me arrastraban fuera de la habitación.

Mientras cruzábamos los pasillos sombríos, mi mente no dejó de pensar en Emily, en sus grandes ojos llenos de miedo, en su frágil cuerpecito temblando de hambre y frío.

¿Qué estará pasando con ella ahora? ¿Estará llorando mi ausencia?

El dolor en mi pecho se intensificó.

Mientras me llevaban a la habitación que sería mi prisión, solo un pensamiento cruzó mi mente:

¿Cómo voy a salir de aquí?

No sabía cuánto tiempo había dormido. Podían haber sido minutos, horas o incluso un día entero. El agotamiento y el llanto habían logrado lo que mi mente se negaba a permitir: caer rendida.

Pero cuando desperté, un miedo visceral me recorrió de pies a cabeza.

Me incorporé abruptamente en la cama, con la respiración entrecortada. La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por la tenue luz de la luna que se filtraba por las gruesas cortinas. Todo allí era lujoso, elegante… y aterradoramente silencioso.

La idea me golpeó con fuerza: No puedo quedarme aquí.

Mi instinto gritaba que lo que me esperaba en este lugar no sería diferente a todo lo que ya había vivido. ¿Cuándo en mi vida algo había salido bien? Nunca. Siempre había sido sufrimiento, siempre abuso, siempre cadenas. Y aunque este castillo fuera una jaula de oro, no dejaba de ser una jaula.

Me levanté de la cama con cautela, sintiendo la alfombra suave bajo mis pies descalzos. No tenía idea de dónde estaba ni qué querían de mí, pero si no escapaba ahora, tal vez nunca volvería a tener la oportunidad.

Me acerqué a la puerta y traté de girar la manija.

Cerrada con llave.

Era de esperarse.

No me di por vencida. Comencé a inspeccionar la habitación con rapidez, buscando algo, cualquier cosa que pudiera servirme para forzar la cerradura. No sería la primera vez que lo hacía. En el orfanato aprendí a ser sigilosa, a encontrar formas de escabullirme cuando la necesidad lo requería, ya fuera para buscar algo de comer para las niñas o para escapar del frío sótano en el que nos encerraban como castigo.

Después de revolver algunos cajones, mis manos encontraron un pequeño alfiler decorativo olvidado en el tocador.

Servirá.

Me arrodillé frente a la puerta y, con paciencia, comencé a manipular la cerradura. Mi pulso estaba acelerado, y el miedo hacía que mis dedos temblaran, pero me obligué a concentrarme.

Un chasquido sordo resonó en la habitación.

La cerradura cedió.

Contuve el aliento mientras abría la puerta con el mayor sigilo posible y asomaba la cabeza por el umbral.

El pasillo estaba oscuro, iluminado solo por la tenue luz de los faroles de pared. A lo lejos, el sonido de pasos resonaba de forma intermitente. Guardias.

Por supuesto, este lugar debe estar lleno de vigilancia.

Deslicé los pies con cuidado, pegándome a las sombras de las paredes y avanzando lo más silenciosamente posible. Cada latido de mi corazón era un estruendo en mis oídos.

Las enormes dimensiones del castillo hacían que cada pasillo pareciera interminable. En varias ocasiones tuve que ocultarme tras columnas o estatuas cuando algún guardia pasaba demasiado cerca.

Después de lo que parecieron siglos, mis ojos captaron algo al fondo del pasillo: una puerta diferente a las demás, de aspecto más sencillo.

Debe ser la salida de servicio.

Me acerqué con rapidez y la empujé con suavidad. Para mi alivio, estaba abierta.

El aire fresco de la noche golpeó mi rostro cuando salí al jardín.

El cielo era inmenso, lleno de estrellas brillantes, y la luna, enorme, se alzaba en lo alto como un centinela silencioso.

El jardín se extendía como un mar de vegetación, y más allá… el bosque.

Mi corazón latía con fuerza. Si lograba cruzarlo, tal vez podría encontrar un camino a la civilización, algún pueblo, cualquier cosa que me alejara de aquí.

Tomé aire y corrí.

El césped húmedo acariciaba mis pies mientras avanzaba, atravesando el jardín y adentrándome en la espesura del bosque.

El miedo y la desesperación me impulsaban, pero también una sensación que no había sentido en mucho tiempo: libertad.

A pesar del frío, del peligro desconocido que me esperaba en la oscuridad, cada paso me llenaba de determinación.

Podía hacerlo.

Podía escapar.

O al menos eso pensé… hasta que unos brazos fuertes y firmes me atraparon por la cintura en un solo movimiento.

Un jadeo de terror escapó de mis labios cuando mi cuerpo quedó atrapado en aquel agarre férreo.

Antes de que pudiera gritar, una voz profunda y varonil se deslizó contra mi oído, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera.

―¿A dónde crees que vas?

Mi sangre se heló.

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