Una esposa de remplazo para el alfa maldito
Una esposa de remplazo para el alfa maldito
Por: Miranda
Atrapada en el dolor

El orfanato Clifford era un agujero en el que las almas iban a perderse. Sus muros de piedra gris, cubiertos de musgo, parecían tragarse la poca luz que el sol lograba arrojar sobre este rincón olvidado del mundo. Dentro, el ambiente no era mejor: frío, oscuridad y el constante eco de gritos y llantos.

—¡Levántense de una vez, pequeñas inútiles! —vociferó la señora Clifford, su voz ronca rebotando en las paredes del dormitorio.

Abrí los ojos con pesadez y me senté en la cama, frotándome las sienes. No importaba cuánto me acostumbrara a sus gritos; siempre despertaban esa punzada de rabia en mi pecho. A mi alrededor, las otras niñas ya se movían rápido, colocándose los harapos que usábamos como uniforme. Sabían que cualquier retraso traía consecuencias, y nadie quería enfrentarse al palo de madera que la señora Clifford solía llevar en la mano.

Me puse de pie y ayudé a Lucy, una de las más pequeñas, a abotonar su desgastada camisa. Cuando terminamos, me apresuré al comedor junto con las demás. Pero una ausencia era evidente.

Emily no estaba.

Fruncí el ceño y giré en la puerta. La señora Clifford estaba parada frente a las filas de niñas, su figura regordeta y autoritaria bloqueando el paso hacia la cocina.

—¡No las quiero ver holgazaneando! Si no están en sus lugares en diez segundos, se quedan sin desayunar.

El corazón me latía con fuerza, pero no podía quedarme quieta. Emily era mi responsabilidad. Desde que llegó al orfanato hace seis meses, había sido mi sombra, mi hermana adoptiva en este infierno. Corrí de vuelta al dormitorio, ignorando los murmullos de las demás.

La encontré allí, acurrucada en un rincón, temblando como una hoja.

—Emily —susurré, arrodillándome frente a ella—. Tienes que levantarte. Si la señora Clifford te encuentra aquí…

Ella negó con la cabeza, sus ojos azules brillando con lágrimas.

—No puedo, Ana. Me duele mucho…

Aparté su cabello rubio del rostro y noté las marcas en su cuello: moretones frescos, como si alguien la hubiera agarrado con demasiada fuerza.

—¿Quién te hizo esto? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Emily bajó la mirada, incapaz de responder. Apreté los puños y respiré hondo. No podíamos quedarnos allí.

—Escucha, tienes que venir conmigo. Si no te ven en el comedor, pensarán que estás enferma… y ya sabes lo que pasa con las enfermas.

Mi voz se quebró al final. Todas sabíamos qué ocurría cuando una niña enfermaba. Un día estaban allí, y al siguiente desaparecían. Los Clifford nos decían que habían muerto, pero las excusas siempre eran débiles, inconsistentes.

Emily me miró con miedo, pero asintió. La ayudé a ponerse de pie y la guié fuera del dormitorio.

—Si alguien pregunta, di que te caíste por las escaleras —le susurré antes de entrar al comedor.

La señora Clifford nos observó con su mirada de halcón cuando cruzamos la puerta.

—Llegan tarde. Eso les costará el desayuno —anunció con una sonrisa maliciosa.

—Fue mi culpa, señora Clifford —intervine de inmediato, tratando de desviar su atención de Emily—. Me retrasé y ella se quedó a ayudarme.

—¿Ah, sí? —La mujer levantó una ceja y se acercó, su olor a sudor y perfume barato llenándome la nariz—. Muy noble de tu parte, Anastasia. Pero ya sabes que no tolero excusas.

Tragué saliva, esperando el golpe que sabía que venía.

—¡A desayunar! —interrumpió el señor Clifford desde la cocina, y la mujer retrocedió con un bufido.

Me senté con Emily en la última mesa, sintiendo sus manos temblar bajo la mesa mientras nos servían aquella mezcla aguada que llamaban avena. En el fondo, sabía que esto era solo el comienzo de un día más en el infierno. Pero no podía sacarme de la cabeza una cosa: ¿cuánto tiempo más podríamos resistir aquí? ¿Y cuánto faltaba para que fuera nuestro turno de desaparecer? 

Emily apenas había tocado su avena. Sus manos temblaban tanto que la cuchara resbalaba entre sus dedos. Yo sabía que no era su culpa. Estaba débil, asustada, pero eso no cambiaría nada si la señora Clifford se daba cuenta.

—Emily, por favor —le susurré, inclinándome hacia ella—. Tienes que comer. Solo un poco.

Ella negó con la cabeza, su rostro pálido y sus ojos llenos de lágrimas.

—No puedo, Ana. Me duele todo.

Miré alrededor, asegurándome de que la señora Clifford estuviera ocupada. Por un momento pensé que podríamos pasar desapercibidas. Pero entonces oí el golpe seco de sus tacones contra el suelo.

—¿Qué es esto? —su voz era un rugido. La señora Clifford estaba de pie junto a nuestra mesa, con los brazos cruzados y una mirada de desprecio dirigida a Emily—. ¿No estás comiendo? ¿Crees que puedes desperdiciar comida, mocosa ingrata?

Emily intentó hablar, pero lo único que salió de su boca fue un sollozo ahogado.

—¡Responde! —exclamó la señora Clifford mientras agarraba a Emily del cabello, levantándola con brusquedad.

—¡No, por favor! —me interpuse rápidamente, sujetando la muñeca de la mujer—. Ella está enferma. No es su culpa.

La señora Clifford soltó a Emily con un movimiento brusco y me miró con una sonrisa cruel.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer tú, Anastasia? ¿Te vas a interponer por tu pequeña amiga? —Sus ojos se entrecerraron mientras su tono se volvía aún más venenoso—. ¿Qué tal si tú tomas su castigo, entonces?

Sabía lo que venía, pero no podía quedarme al margen.

—Sí —respondí en un susurro, bajando la mirada—. Yo tomaré el castigo.

La señora Clifford sonrió, claramente disfrutando el momento.

—Buena chica —dijo con un tono burlón antes de alzar la mano y propinarme el primer golpe.

El dolor fue instantáneo. Tragué un grito, apretando los labios, pero los golpes seguían llegando, cada uno más fuerte que el anterior. Mi cuerpo se sacudía con cada impacto, y aunque intentaba mantenerme en silencio, gemidos y sollozos escapaban de mi garganta.

—¡Esto te pasa por insolente! —gritaba ella mientras seguía golpeándome—. ¡Por meterte donde no te llaman!

El comedor quedó en completo silencio. Las niñas miraban desde sus mesas, inmóviles, con los ojos llenos de terror.

Sentí que mis piernas cedían, pero antes de que pudiera caer al suelo, una voz profunda y autoritaria detuvo todo.

—¡Ya basta!

El señor Clifford estaba de pie en el umbral, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó, caminando hacia nosotros.

La señora Clifford lo miró con enojo, pero él no le dio oportunidad de replicar.

—¿Estás loca? No puedes lastimar a la chica de esa forma.

—¡No me digas cómo manejar este lugar! —espetó ella, su rostro rojo de furia—. ¡Ella me desafió!

Él ignoró su berrinche y señaló hacia mí con frialdad.

—Ellos no van a quererla si está en tan mal estado. ¿Quieres perder ese dinero, mujer?

La señora Clifford abrió la boca para responder, pero él alzó una mano para silenciarla.

—Llévenla a la enfermería. Ahora. —Su tono era definitivo, sin espacio para protestas.

—¿Y qué hay de mi autoridad? —farfulló ella, su voz cargada de resentimiento.

—Tu autoridad no vale más que el dinero que podemos perder —replicó él con desdén—. Así que guarda tus tonterías y haz lo que digo.

Un silencio tenso llenó el comedor antes deque la señora Clifford chasqueara la lengua y girara sobre sus tacones, furiosa.

Dos de las sirvientas vinieron a levantarme.

Emily sollozaba en su lugar, inmóvil, mientras me llevaban fuera.

Con cada paso, mi cuerpo dolía más, pero lo único que cruzaba por mi mente era la voz del señor Clifford:

Ellos no van a quererla si está en tan mal estado.

¿Quiénes eran ellos? ¿Y qué querían de mí? 

Los días pasaron, y mi cuerpo, contra todo pronóstico, se recuperó con rapidez. Las heridas que deberían haberme dejado postrada durante semanas cicatrizaron en pocos días, y los moretones se desvanecieron como si nunca hubieran estado allí. Desde pequeña, siempre había tenido esa habilidad, pero nunca se lo había contado a nadie. Era mi secreto más preciado, uno que me salvaba del constante abuso en el orfanato.

La enfermera del orfanato, una mujer encorvada y de rostro arrugado como la corteza de un árbol, no tardó en notar mi recuperación. —Esto no es normal, niña —murmuró una noche mientras cambiaba las vendas de mi espalda, que ya estaban innecesarias—. Tus heridas deberían estar infectadas, pero parece que nunca estuvieron allí.

La miré con cautela. Su expresión no era de acusación, sino de asombro. —No le diga nada a la señora Clifford, por favor —le pedí en un susurro.

Ella me observó en silencio durante un largo rato antes de asentir con un gesto lento. —No diré nada. Conozco a esa mujer y al demonio que tiene por esposo. No quiero que te pase lo que les pasa a las otras chicas.

Quise preguntarle qué significaba eso, pero algo en su mirada me hizo quedarme callada. Ella sabía más de lo que decía, pero también entendí que no se atrevería a contarme.

Una semana después me dieron el alta y regresé al dormitorio. Emily me recibió con un abrazo tembloroso, y por unos días, las cosas volvieron a la misma rutina insoportable. Sin embargo, el aire se sentía más denso, más pesado. Las miradas de las niñas mayores estaban llenas de miedo, y los susurros en los pasillos hablaban de cosas que yo no entendía.

Entonces ocurrió.

Era de noche, y las demás niñas dormían profundamente. Yo estaba despierta, mirando el techo y repasando en mi mente todas las formas en las que podría escapar de este lugar, cuando de repente la puerta de la habitación se abrió con un chirrido. Unos hombres entraron, altos, con rostros duros y vestidos de negro. Antes de que pudiera gritar, una mano gruesa cubrió mi boca, ahogando cualquier sonido. —No hagas ruido, o será peor para ti - susurró una voz áspera en mi oído.

Intenté luchar, pero eran demasiado fuertes. Me levantaron como si no pesara nada, y cuando una de mis compañeras se despertó y vio lo que pasaba, su rostro palideció. Quiso gritar, pero otro hombre la agarró y le cubrió la boca también.

Nos llevaron fuera del dormitorio, arrastrándonos por los pasillos oscuros del orfanato. Mi corazón latía con fuerza mientras trataba de zafarme, pero cada intento era inútil.

Cuando salimos al patio trasero, vi el viejo camión. Tenía un aspecto destartalado, pero lo más aterrador era la trampilla abierta en la parte trasera, que parecía llevar a un compartimento secreto. -¡Déjenme ir! —grité, aunque la voz me salió entrecortada.

Uno de los hombres me abofeteó con fuerza, haciendo que mi cabeza girara hacia un lado. -Quédate quieta, perra. Si no fuera porque los clientes pagan una fortuna por ustedes, me divertiría un poco contigo - escupió, sus palabras llenas de desprecio.

Mis mejillas ardían, pero no dije nada más. Solo miré a mi alrededor, buscando desesperadamente una forma de escapar. Nos empujaron al compartimento, donde ya había otras chicas. Reconocí a varias de ellas: eran las mayores y más hermosas del orfanato. Sus rostros estaban llenos de terror, y algunas lloraban en silencio mientras nos amontonaban en el pequeño espacio.

—Buena mercancía esta vez —dijo uno de los hombres mientras cerraban la trampilla. —Sí especialmente esta —respondió otro, señalándome con una sonrisa  siniestra

antes de desaparecer de mi vista.

El silencio en el compartimento era sepulcral. Las chicas se miraban unas a otras, susurrando entre sollozos.

—¿Qué está pasando? —preguntó una de ellas, con los ojos llenos de lágrimas.

—No lo sé —respondió otra, temblando de miedo—. 

Pero no es bueno.

Yo no podía dejar de pensar en las palabras del hombre: "los clientes pagan una fortuna por ustedes."

¿A dónde nos llevaban? ¿Y quiénes eran esos "clientes"?

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