Ella es la elegida

El consejo de ancianos estaba reunido en la sala principal del castillo Valtor, una enorme estancia de piedra oscura iluminada por la luz trémula de las antorchas. Las sombras de los miembros más viejos de la manada se proyectaban en las paredes como figuras fantasmales, un recordatorio de las decisiones que habían tomado durante generaciones para preservar nuestro linaje. Ahora me observaban con ojos acusadores, como si yo fuera el único culpable de que todo estuviera al borde del colapso.

—Debes elegir, Sech. —La voz de Tharok, el líder del consejo, resonó como un trueno en la sala—. No hay más tiempo para esperar. Sin un heredero, el linaje Valtor terminará, y con él, el poder de esta manada.

—¿Elegir? —gruñí, con un tono cargado de sarcasmo. Me levanté de la silla de piedra tallada en la que estaba sentado, un trono que parecía pesar el doble desde que la maldición cayó sobre mí—. ¿Elegir entre quiénes? ¿Quién de todas las lobas se ha presentado voluntaria?

El silencio fue tan absoluto que casi podía oír cómo el fuego crepitaba en las antorchas. Nadie dijo nada porque todos sabían la verdad: no quedaba nadie. Las lobas no se atrevían siquiera a mirarme. El rumor de mi maldición había corrido como un veneno entre todas las manadas. Mi compañera destinada había muerto en mis brazos, y todas las mujeres que el consejo trajo después de ella siguieron el mismo destino.

—Eso es lo que pensé. —Mi voz era un filo cortante mientras recorría la sala con la mirada—. Ya nadie quiere arriesgarse. Nadie quiere cargar con la muerte segura que implica acercarse a mí.

—No podemos permitirnos rendirnos —insistió Tharok, golpeando la mesa con un puño huesudo—. Somos los Valtor. Somos la línea que ha protegido este territorio durante siglos. Si tú no produces un heredero, Sech, la manada quedará vulnerable a los clanes enemigos.

—¿Y qué sugieren, entonces? —pregunté con amargura—. ¿Que arrastren a la próxima loba por los cabellos? ¿Que la obliguen a aceptar un destino que todos sabemos que terminará en su muerte?

—No se puede obligar a nadie —intervino Kael, mi beta, con un tono contenido, pero severo—. Pero la situación es desesperada.

—Desesperada. —Escupí la palabra, llena de veneno—. Esa palabra ha definido mi existencia desde el día que esa bruja lanzó su maldición sobre mí. Todo por rechazarla. Todo porque tuve la osadía de elegir el amor verdadero en lugar de su obsesión enferma.

El recuerdo me golpeó como un latigazo. La noche en que conocí a mi compañera destinada fue la más feliz de mi vida… y la más trágica. La bruja, cegada por los celos, había aparecido en medio de la celebración, jurando que pagaría con sufrimiento eterno por mi desprecio.

—“Si no eres mío, no serás de nadie. Y cada mujer que se acerque a ti morirá, maldiciendo tu nombre.”

Su risa aún resonaba en mi mente como una melodía infernal.

—El consejo tiene razón. —La voz de mi tía Sofía interrumpió mis pensamientos. Ella estaba sentada al fondo de la sala, con la postura elegante y la mirada fija en mí. Siempre había sido la figura más sensata en mi vida, incluso en medio del caos que la rodeaba.

—¿Ahora también tú, tía? —pregunté, sintiendo que la furia comenzaba a hervir en mi interior.

—Escúchame antes de explotar, sobrino. —Sofía se levantó con la misma gracia imponente que siempre la caracterizaba y avanzó hacia mí—. Sabes que las lobas no volverán. El rumor de tu maldición se ha extendido incluso a las manadas más lejanas. Por mucho que tengamos poder, influencia y riquezas, ningún líder pondrá en peligro a su gente.

—Entonces, ¿qué sugieres? —pregunté, cruzándome de brazos.

—Una humana —respondió, sin vacilar.

Las palabras cayeron como una bomba en la sala.

—¿Qué? —gruñí, incrédulo.

—Una humana pura —repitió Sofía, manteniendo la calma—. Si las lobas no pueden enfrentarse a la maldición, tal vez una humana pueda. Alguien cuya conexión con nuestro mundo sea tan tenue que la maldición no la alcance con la misma fuerza.

—Es una locura. —Me giré hacia el consejo, esperando que alguien la contradijera, pero todos parecían considerar la idea. Incluso Kael, normalmente mi aliado más firme, estaba en silencio.

—No tenemos otra opción —insistió Sofía—. Podríamos buscar entre los humanos. Hay formas… discretas de adquirir a una mujer pura.

Mi risa fue amarga.

—¿Y qué hace pensar que sobrevivirá? Ninguna de las lobas lo hizo. ¿Qué diferencia creen que hará una simple, débil humana?

—Tal vez sobrevivirá porque es diferente —dijo Sofía, con una determinación que no podía ignorar—. Y si no lo hace, al menos habremos intentado salvar a la manada.

Había una lógica cruel en sus palabras. El consejo asintió lentamente, y el peso de su decisión se apoderó de mí. Estaban dispuestos a condenar a otra mujer, esta vez a alguien que ni siquiera pertenecía a nuestro mundo, para preservar el linaje.

Me llevé una mano al puente de la nariz, intentando contener la ira y la desesperación que me consumían.

—Hagan lo que quieran. —Mi voz sonaba cansada, incluso para mí—. Pero no esperen que yo crea en esto.

Sofía puso una mano en mi hombro.

—Tú no necesitas creer, Sech. Solo necesitas intentarlo.

No dije nada. Me aparté de todos y salí al balcón. El aire frío de la noche golpeó mi rostro, pero no alivió el peso en mi pecho. Sabía que esta decisión solo traería más muerte, más sufrimiento.

Pero, como siempre, no tenía otra opción.

El mundo humano es una cloaca de ambición y desesperación. Cada rincón está manchado por la codicia, y cada alma parece dispuesta a venderse al mejor postor por un instante de gloria o poder. Es repulsivo, y a la vez fascinante, observar cómo estos mortales se destruyen entre sí sin necesidad de maldiciones o guerras. Todo lo que necesitan es dinero.

Desde las sombras de un callejón oscuro, observo el edificio donde se ha llevado a cabo la subasta. La luz parpadeante de un letrero apenas ilumina la entrada, pero lo suficiente para revelar las figuras que emergen. Kael camina hacia la salida, su postura erguida y confiada como siempre. A su lado, un hombre bajo y corpulento lleva una sonrisa desagradable en el rostro, la sonrisa de alguien que acaba de cerrar un trato sucio.

Y luego está ella.

Es pequeña, frágil, con los hombros caídos y el cabello oscuro enmarañado cayendo sobre su rostro. Apenas camina; sus pasos son vacilantes, y cada movimiento parece un esfuerzo monumental. Aun así, hay algo en ella que no puedo ignorar. Su silueta, envuelta en un vestido sencillo y gastado, no logra ocultar una belleza natural, una que parece casi fuera de lugar en este escenario grotesco.

El subastador se detiene a unos pasos de Kael y, con una reverencia burlona, le entrega a la chica.

—Se lleva usted a la joya de la noche, caballero. —Su voz es pegajosa, repugnante, y su risa posterior me provoca un profundo asco.

Kael no responde de inmediato. Lo observo tensar la mandíbula, claramente conteniendo el impulso de golpear a ese hombre. Finalmente, mete una mano en el bolsillo y saca un sobre, entregándoselo con un gesto brusco.

—Aquí está lo que acordamos. —Su voz es fría, cortante, y cuando el subastador toma el sobre con avidez, Kael añade con desdén—: Ahora lárgate.

El hombre frunce el ceño por un instante, pero al sentir el peso del dinero en su mano, su expresión cambia. Hace una inclinación teatral, como si estuviera agradeciendo un favor, y se aleja con pasos rápidos, desapareciendo en la penumbra.

Kael suspira, volviendo la mirada hacia la chica. Ella da un paso atrás, sus ojos bien abiertos y llenos de lágrimas.

—Por favor… no me hagan daño —suplicó con un hilo de voz, abrazándose a sí misma como si intentara protegerse.

Kael no responde de inmediato. En lugar de eso, la toma del brazo con firmeza, pero sin ser cruel. Ella tiembla bajo su agarre, como una hoja sacudida por el viento.

—Por tu propio bien, te sugiero que cooperes —le dice, deteniéndose un momento para mirarla directamente.

—¿A dónde me llevan? ¿Qué van a hacerme? —pregunta ella, con la voz quebrada por el miedo.

Kael suspira, evidentemente frustrado, pero su tono no es agresivo cuando responde:

—Lo sabrás a su debido tiempo. Y ahora vámonos, él nos está esperando.

Desde mi posición, veo cómo Kael la guía hacia el auto que espera al borde de la acera. Ella sigue temblando, sus pasos cada vez más lentos, como si intentara retrasar lo inevitable. Me esfuerzo por apartar la mirada, por no dejar que la visión de su vulnerabilidad me afecte. Pero algo en ella me atrae, como si un hilo invisible me estuviera jalando hacia su esencia.

Finalmente, Kael abre la puerta trasera del vehículo y la ayuda a entrar. Su rostro está pálido, sus labios tiemblan mientras mira alrededor como un animal atrapado. Me doy cuenta de que su fragancia llega hasta mí, dulce y cálida, como el aroma de las flores silvestres después de la lluvia.

Cuando Kael sube al auto y lo pone en marcha, salgo de las sombras y me acerco al vehículo. Me detengo junto a la puerta trasera, mirando a través del cristal oscuro. Ella no me ve, pero yo puedo observarla claramente. Sus manos están entrelazadas sobre su regazo, y las lágrimas siguen cayendo por sus mejillas, aunque ahora su rostro está inexpresivo, como si hubiera aceptado su destino.

Kael baja del auto y se para frente a mí.

—Aquí está la chica, alfa —dice, con su tono habitual de formalidad, pero hay algo en su expresión que no logro descifrar. Quizá aprobación, quizá curiosidad.

—¿Su nombre? —pregunto, aunque no debería importarme.

—Anastasia.

Mi mirada se encuentra con la suya por primera vez cuando Kael abre la puerta del auto. Nuestros ojos chocan, y por un instante, el mundo se detiene. No es algo físico, no es algo que pueda explicar con palabras. Es como si una energía antigua y poderosa se hubiera activado entre nosotros, un magnetismo que me obliga a seguir mirando.

Ella aparta la vista primero, bajando la cabeza mientras sus manos se aferran con más fuerza a su vestido.

—¿Es esta la mejor opción que pudieron encontrar? —digo, fingiendo indiferencia, aunque mi corazón late con una intensidad que me descoloca.

Kael no responde de inmediato. Finalmente, se limita a decir:

—Ella es diferente. Lo sientes, ¿verdad?

No respondo. No quiero responder. En cambio, doy un paso atrás, cerrando la puerta trasera del auto.

—Vamos. —Mi voz es baja, casi un gruñido. No sé si se lo digo a Kael, a ella, o a mí mismo.

El auto arranca, y mientras avanzamos hacia el bosque, mi mente no deja de repetirse una sola palabra. Diferente.

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