Destino incierto

El coche avanzaba por un camino oscuro y serpenteante, y el rugido del motor era el único sonido que llenaba el silencio opresivo. Mis manos temblaban sobre mi regazo, y mis dedos se apretaban con fuerza, como si aferrarme a algo pudiera evitar que el miedo me consumiera por completo.

No sabía adónde iba. No sabía qué me esperaba. Pero lo que más me atormentaba era lo que había dejado atrás.

Emily…. Su rostro apareció en mi mente, con esa mirada de inocencia que intentaba mantener, incluso en el infierno en el que vivíamos. La había dejado sola, rodeada de monstruos que se alimentaban del sufrimiento de los débiles. No me había despedido de ella, no había tenido tiempo de decirle que lo sentía, que nunca quise abandonarla.

Una lágrima silenciosa rodó por mi mejilla, pero la limpié rápidamente, intentando ocultarla de los hombres que viajaban conmigo. Uno de ellos, el que me había comprado, estaba sentado a mi lado. Su presencia era como una sombra fría y pesada que me hacía encogerme sobre mí misma.

El otro hombre, el conductor, hablaba en susurros con él. Sus palabras eran bajas, casi inaudibles, pero por su tono y postura, estaba claro que ambos estaban acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos.

―Por favor… ―logré murmurar, rompiendo el silencio. Mi voz apenas era un susurro. El hombre a mi lado, de cabello oscuro y mirada cortante, giró la cabeza hacia mí lentamente.

―¿Qué dijiste? ―su tono era helado, intimidante.

Tragué saliva y bajé la mirada.

―Quiero saber adónde me llevan.

Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.

―Eso no te incumbe ―respondió, como si mis palabras no tuvieran peso alguno―. Tú aquí no tienes ni voz ni voto. Ahora eres mía, y haré contigo lo que quiera.

Su respuesta me hizo estremecerme. Su voz tenía algo, un tono autoritario y despiadado que no admitía discusión. Pero, en el fondo de sus ojos oscuros, creí ver un destello de algo más… algo que desapareció tan rápido que no pude descifrarlo.

El coche avanzaba más y más hacia la espesura del bosque. La ciudad había quedado atrás, y todo lo que podía ver eran árboles altos que se retorcían como sombras vivientes bajo la luz de la luna. Había algo extraño en el aire, algo que me hacía sentir más pequeña y frágil de lo que ya me sentía.

De repente, el ambiente cambió. Una presión invisible cayó sobre mis hombros, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Mi pecho se apretó, y un mareo repentino me hizo llevarme una mano a la cabeza.

―¿Qué está pasando? ―pregunté, mi voz temblorosa.

El hombre que me había comprado no respondió. Sus ojos estaban fijos en el camino, y su expresión se endureció aún más.

―Estamos atravesando la barrera ―dijo el conductor sin mirarme.

―¿Qué barrera? ―pregunté, pero no obtuve respuesta.

Mi visión comenzó a oscurecerse, y sentí como si el mundo a mi alrededor se desvaneciera. Mi cuerpo se desplomó hacia un lado, y lo último que vi antes de perder el conocimiento fue la silueta del hombre a mi lado, con una expresión indescifrable en su rostro.

Cuando desperté, el coche se había detenido. Estaba frente a lo que parecía un castillo sacado de un cuento gótico. Las enormes torres se alzaban hacia el cielo, y las luces de las ventanas lanzaban sombras inquietantes sobre el terreno.

―Baja ―ordenó el hombre, su voz fría como el acero.

Mis piernas temblaban mientras obedecía. El aire era frío, y el suelo bajo mis pies parecía aún más helado. Miré alrededor, pero todo lo que veía era oscuridad y árboles que se mecían con el viento.

El hombre me tomó del brazo con fuerza, obligándome a caminar hacia las enormes puertas del castillo.

―Por favor… ―susurré, mi voz rota―. No me hagan daño.

Él se detuvo por un instante, girando su cabeza hacia mí. Su mirada era dura, pero había algo más, algo que no lograba descifrar.

―Deja de hablar ―dijo al fin―. Harás lo que se te ordene.

Mi corazón se hundió, y el poco valor que tenía se desmoronó. Pero algo en su tono me hizo pensar que no era tan indiferente como quería aparentar.

―Kael ―dijo el hombre, llamando al otro que estaba con nosotros―. Llévala a su habitación.

El conductor asintió y me tomó del brazo con menos brusquedad que el primero. Me condujo hacia las puertas, que se abrieron con un crujido pesado, revelando un interior aún más imponente que el exterior.

Mientras me alejaban, sentí su mirada sobre mí. No me atreví a girarme, pero sabía que estaba allí, observándome. Su presencia era como una sombra que no podía ignorar, y aunque su trato era cruel y distante, había algo en él que me perturbaba profundamente.

Cuando las puertas se cerraron detrás de mí, supe que mi vida nunca volvería a ser la misma.

El silencio en la habitación era opresivo, roto solo por los murmullos de las sirvientas que revolvían cajones y colocaban prendas sobre una silla cercana. Estaba sentada en el borde de una cama enorme, demasiado suave y lujosa, con las manos temblando sobre mi regazo.

Kael, ese hombre de expresión dura y fría, me había dejado aquí bajo las órdenes de “prepararme”. Lo había dicho como si fuera algún objeto que necesitaba pulirse antes de ser mostrado.

Dos chicas, jóvenes y delgadas, con el cabello recogido en trenzas apresuradas, entraron después de que él se fue. No dijeron nada al principio, limitándose a preparar agua tibia en un pequeño lavabo que estaba en la esquina. Sus movimientos eran rápidos, eficientes, pero había algo en sus gestos que me parecía extraño: evitaban mirarme directamente.

―Por favor… ―mi voz era apenas un susurro. Ambas se detuvieron por un momento, intercambiando miradas, pero ninguna respondió.

Una de ellas, más joven y con ojos oscuros, comenzó a cepillarme el cabello con manos temblorosas, mientras la otra arreglaba un vestido de tela suave y costosa que nunca había visto en mi vida.

―¿Dónde estoy? ―intenté de nuevo, esta vez más firme. La chica del cepillo se tensó, y la otra bajó la mirada, pero permanecieron en silencio.

Por un momento, pensé que no iba a obtener ninguna respuesta. Pero entonces, la más joven, la que parecía más asustada, levantó la mirada y me miró directo a los ojos. Había algo en su expresión que me desconcertó: una mezcla de lástima y miedo.

―¿Qué es este lugar? ―insistí, esperando que esa mirada significara que hablaría.

Pero, después de un largo instante, volvió a bajar la vista y continuó cepillándome el cabello como si no hubiera dicho nada.

La frustración y el miedo se acumulaban en mi pecho. ¿Por qué no hablaban? ¿Qué era este lugar tan extraño? ¿Y quiénes eran las personas que me habían traído aquí?

Cuando terminaron de asearme, una de ellas dejó un plato de comida frente a mí. La sola idea de comer me revolvía el estómago, pero mi cuerpo estaba débil y tembloroso. No había probado bocado desde… ni siquiera sabía cuánto tiempo había pasado.

―Come ―dijo una de las chicas en voz baja, casi como si tuviera miedo de que alguien la escuchara.

Miré el plato. Había pan recién horneado, un trozo de carne jugosa y algo que parecía sopa caliente. Mi estómago gruñó traicionándome, y aunque quería resistirme, el hambre fue más fuerte.

El primer bocado fue un golpe de sabor que casi me hizo llorar. Era delicioso, más de lo que había probado en años. Pero a medida que masticaba, un sentimiento de culpa comenzó a invadirme.

Emily… las niñas…. Pensé en los trozos de pan duro y los restos fríos que la señora Clifford solía repartirnos en el orfanato. Las veía peleando por algo que no era suficiente ni para un solo estómago, mientras yo estaba aquí, comiendo como si nada.

―Estoy lista ―dije al fin, apartando el plato después de comer solo lo necesario para no desmayarme.

Las chicas se apartaron, y una de ellas salió de la habitación. Cuando volvió, se quedó en la puerta y me miró con una mezcla de miedo y algo que no pude identificar.

―La señora Sofía quiere verte ―dijo, con un tono que hacía parecer más una orden que una invitación.

―¿Quién es ella? ―pregunté, intentando mantener la voz firme.

La chica dudó, como si buscara las palabras correctas.

―Es… la tía de Sech.

Fruncí el ceño. Ese nombre era nuevo para mí, pero no aclaraba nada.

―¿Qué quiere de mí? ―pregunté, aunque no esperaba una respuesta.

La sirvienta solo negó con la cabeza y me hizo un gesto para que la siguiera.

Mis pasos eran lentos, cada uno cargado con una mezcla de miedo e incertidumbre. Mientras caminaba por los pasillos oscuros y llenos de ecos, no podía evitar sentir que cada pared, cada sombra, guardaba un secreto que no estaba lista para descubrir.

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