La noticia de que Leonardo White iría a hacer una visita a la empresa, había sido una de la cual no se había dejado de hablar en por lo menos dos semanas completas.
No había secretaría que no hablara de eso, o que no se encontrara intensamente contenta por el suceso. Emma, seguía sin comprenderlo del todo, en realidad, no lo comprendía en absoluto. Demasiadas eran las dudas que tenía con respecto a la visita de Leonardo, en primero lugar, ni siquiera sabía quien era Leonardo White, así de desorientada se encontraba.«Supongo que pronto lo conoceré», se dijo, mientras caminaba.Elevó la mano, para que así se le hiciera realizable ver la hora. Siete y diez de la mañana. Apretó el paso, casi corriendo, si se encontrara con unos zapatos un poco más cómodos, se permitiría a sí misma correr, lástima que aquellos tacones tan altos que exigían usar a las secretarias, no le permitían siquiera caminar de manera adecuada. Siempre le había parecido, injusto en el hecho de que se hiciera un hincapié tan molesto en que las mujeres fueran arregladas, sin una mecha despeinada siquiera, mientras que los hombres podían ir vestidos casi como quisieran.Siempre había considerado aquello mal, pero jamás había reunido el suficiente valor para decir nada, pues al fin y al cabo; solo era una simple secretaria que necesitaba el dinero y había tenido la suerte de trabajar allí. Saludó de manera cordial al guardia del lugar y apresuró su paso, la amonestación por llegar tarde, era horrenda, y si no llegaba antes de las siete y veinticinco, la recibiría. Ya tenía dos amonestaciones, la tercera, era la vencida: la despedirían. Maldijo en silencio al imaginarse a sí misma siendo echada. Aquello la motivó a seguir caminando con más rapidez.Un suspiro pesimista se escapó de sus labios trémulos al observar de nuevo la hora: las siete y diecinueve. Tragó saliva, subiendo las escaleras que la conducían al puesto que ejercía, eran unas escaleras tan extensas e incomodas de subir que, ella vio la posibilidad de quitarse los tacones como una vía, pero no lo ejerció, pues habían un montón de personas más subiendo tras ella.Sus pasos se apresuraron cuando se percató de que eran las siete y veintiuno. Apretó su bolsa cuando escuchó como era llamada.«Ahora no tengo tiempo para esto», pensó, subiendo con dificultad los últimos escalones. Su teléfono siguió timbrando. «¡Maldita sea!», chilló en su cabeza, viéndose obligada a contestarlo. Empezó a rebuscar en su bolso con una mano, mientras que con el otro sostenía el café que la había mantenido despierta, el trabajo en la oficina se volvía cada vez demasiado pesado, apenas conseguía soportarlo.—¿Quién habla? —preguntó, atendiendo al celular—. ¿Mamá?—Emma, preciosa, ¿podría pasar a comprar algo por mí?—Mamá…, estoy en la empresa, tarde… si no llego en seis minutos, me amonestarán. —Pero tu padre salió y…—Mamá, no puedo, estoy en la empresa. —Le dio un frenético sorbo a su café, agilizando el paso, corriendo, eran las siete y veintitrés, contaba con apenas dos minutos para llegar—. Tengo que colgar. —No esperó respuesta de su madre, empezó a guardar el teléfono en su bolso, y fue en aquel instante, en el que desvió por una fracción de segundo la mirada de su camino, que su cuerpo colisionó violentamente con el de otra persona.Emma, una muchacha de complexión demacrada y deleznable, se tambaleó tanto que atentó con caerse, pero fue la mano de la misma persona con la que había colisionado que evitó que ella tocara el suelo. Por un instante, todo en ella le dio vueltas, sentía una especie de ardor en todo el rostro, pocos segundos le tomó darse cuenta de que se trataba del café, el cual se lo había arrojado encima. De manera impulsiva, elevó su mano, siete y veintiséis. Tarde, ya estaba tarde, maldijo internamente, apretando sus puños e intentando regular su respiración, como si estar tarde no fuera lo suficientemente malo, la azúcar excesiva que le había añadido a su café —buscando así, energía— se empezaba a sentir en su rostro.—¿Te encuentras bien? —cuestionó el hombre con el que ella había colisionado. Se encontraba tan sumergida en sus culposas cavilaciones que fue incapaz de reaccionar en su instante de que había otra persona más, frente a ella, el hombre con el que había colisionado—. ¿Estaba caliente? —Cuando elevó sus ojos, fue cuando lo vio.Ojos sagaces, sonrisa ladeada, postura firme, hombros anchos, cabello rubio.—S-sí…, me encuentro bien, y no, no estaba demasiado caliente. —La mirada de Emma cayó en el traje del hombre, quien estaba manchado con gotas minúsculas de café—. Lo s-siento muchísimo, señor… no quise… ensuciarlo, es que… estaba distraída y…—No te preocupes —la tranquilizó, la voz de aquel sujeto era indescriptible, no había adjetivo que contara con la capacidad suficiente para describirlo—. Sé que fue un accidente…, a menos que quisieras arrojarte café a ti misma.Una risa débil salió de los labios de Emma, quien, una vez más observó la hora con un profundo sentimiento amargo de resignación. —Me tengo que ir… a mí… a mi oficina… disculpe… discúlpeme de nuevo… por lo del café…Se dio la vuelta, pisando firme, en realidad, no iría a su oficina, se dirigiría al baño a intentar sacarse aquel desastre que manchó su ropa. Supo que el infortunio estaba de su lado aquel día, en el que por primera vez se había puesto su camisa blanca, aquella costosa de una marca que ella era incapaz de pronunciar…, aquella camisa que se encontraba manchada por café.«Esa mancha no se le quitará ni aunque haga un maldito ritual para sacársela», pensó, furiosa. —Espera. —La mujer frenó sus pasos cuando escuchó la voz del hombre una vez más; deteniéndose una fracción de segundos a repasarlo, jamás había lo había visto por aquellos alrededores—. ¿Cómo te llamas?—Emma —pronunció ella, sin dudar en darle su nombre, aunque, luego terminó arrepintiéndose profundamente, ¿y si aquel era un supervisor y le había pedido su nombre para hacer la carga de su amonestación todavía peor? Se maldijo a sí misma en aquel instante.—Precioso nombre, Emma —halagó el sujeto, sacándole una sonrisa trémula a la mujer—. ¿A dónde vas ahora? —A mi…, bueno, voy al baño —admitió—. A aclararme estas manchas de café —aclaró, ante la mirada indescriptible del sujeto, una sonrisa se selló en el rostro de él.—¿Eres secretaría aquí?Aquellas preguntas solo confirmaban más las suposiciones de Emma: él era un supervisor que la iba a denunciar.—Sí —respondió, rendida, tal vez si se merecía ser amonestada—. Soy secretaría.—¿No se supone que las secretarias deben de estar en sus puestos a las siete y veinticinco?—Se supone, pero…—Llegaste tarde hoy —terminó por ella—. Si no me equivoco, existen amonestaciones por ello, ¿no?Ella tragó saliva.—Las hay.Él guardó silencio por unos segundos. Sus ojos cargaban una intensidad imposible de describir, como si quisieran transmitirle algo con una mudez completa que sus labios estaban indispuestos a romper. La repasó en silencio con la mirada, desde los pies, hasta la cabeza. Ella con torpeza, peinó su cabello hacia la derecha…, sin saber demasiado bien como reaccionar.—Ven conmigo —le demandó él tras unos minutos de sosegada meditación, sujetándola por el brazo—. Ven, te ayudaré.«¿Ayudarme?».Su cuerpo se convirtió en una masa rígida que no era demasiado capaz de moverse, pero terminó siendo arrastrada por aquel desconocido hacia el área en donde estaba la mujer que amonestaría a Emma una vez se diera cuenta de que ella había llegado tarde, viéndose cerca de allí, la mujer, sin ser capaz de entender nada, se frenó con brusquedad, resistiéndose a que él la siguiera guiando.—¿A dónde se supone que me lleva? —preguntó, cautelosa. En su cabeza hubo una voz que le dijo que debió de hacer esa pregunta hace unos diez minutos, antes de encontrarse allí, a pasos casi nulos del lugar al que menos quería ir.—Te salvaré el pellejo —le murmuró él, empujándola para que caminara—. Marian —llamó a la mujer, quien enarcó una ceja, de repente, su rostro cambió de uno apático a una completamente servicial, cosa que plantó una semilla de duda en Emma, quien observó en el más completo silencio.—Señor, ¿qué se le ofrece? —Emma quiso reír; Mirian era una mujer bastante grosera, apática como solo la palabra misma, tosca, brusca, cruel, amargada, su voz era ronca como la de alguien que tiene más de una década enfermo…, pero de repente, su voz había cambiado a una calada de dulzura, de repente había dejado de ser el ogro que siempre era.—Esta muchacha…, Emma. —La mencionada dio un paso trémulo hacia adelante, si el nerviosismo contara con piel y huesos, fuera ella, sus ojos no eran capaces de disimularlo, no podía recibir una amonestación más—. Por error, arrojé un café sobre Emma, eso provocó que se detuviera y por ende, llegara tarde a su puesto, sé que eso trae una amonestación, por eso, vine aquí… ahórrate la amonestación, por hoy, fue mi culpa —pidió, le dedicó una mirada indescifrable más a Emma, y terminó retirándose por donde mismo había llegado en completo silencio. Por primera vez, en el rostro de Mirian, no se vio prepotencia, enfado o crueldad; se vio perplejidad, la más profunda.La mujer se puso de pie con la urgencia de un enloquecido, corriendo hacia la puerta, luego mirando a Emma, como si fuese incapaz de comprender o de suministrarle explicación alguna a lo que acababa de ocurrir, tanta era la sorpresa en su rostro, que Emma se vio al borde de preguntarle que le sucedía, pero la regordeta mujer terminó adelantándose.—¿Sabes quién era ese?Emma negó.—¿Debería saberlo?Una mueca se marcó en el rostro de Marian, como si las palabras que decía aquella insolente muchacha de solo veinticuatro años eran una blasfemia. La más grande blasfemia.—¿Cómo no vas a saber quien es ese, Emma? Debes saber quien es ese.—¿Acaso es… alguien importante…?—¡¿Alguien importante?! —preguntó Mirian, ofendida—. ¡Es el hijo del dueño!Emma llevó las manos a su pecho, su ceño se plegó, su mirada tocó el suelo, por un segundo, repitiéndose las palabras de Marian en su cabeza.—¿Es… el hijo del dueño de… la empresa? —Llegar a la conclusión de que le había lanzado café al hijo del dueño de la empresa, y que este, en lugar de molestarse, le había salvado el pellejo, era… no había palabra para proporcionarle.—¡Sí! ¡Es Leonardo White! ¡Tu pellejo acaba de ser salvado por nada más y nada menos que el mismísimo Leonardo White! Emma corrió hacia la puerta con premura, intentando buscar con sus ojos al hombre, pero ya este había desaparecido. —Leonardo White —repitió con voz casi nula.Por un momento, su mirada se quedó posada en la absoluta nada.Leonardo White, el hijo del dueño de aquella empresa, le había salvado el pellejo…Si había una palabra capaz de describir a Leonardo White, la palabra sería: inalcanzable. Inaccesible. Aunque también habían un montón más de palabras con las cuales describirlo: arrogante, frío, déspota, cruel, derrochador… y la lista se extendía sin algún fin, pero, desde la experiencia de Emma, no lo consideraba como un mal hombre, al contrario: le parecía un hombre agradable.Cada vez que la mujer le decía a alguien que había sido salvado de ser despedida por Leonardo White, la primera reacción, era la incredibilidad. “¿Leonardo White, el hombre más frío de Canadá, salvando a alguien más que no sea el mismo?”, decían, como si fuese inconcebible que él hiciera un buen acto. “Ha de ser cuestión de suerte”, le habían dicho más de una vez.Emma se preguntaba a que se debía la reputación de Leonardo White, pero nadie parecía tener el valor de responderlo directamente, lo poco que sabía del sujeto, era que era hijo del dueño de la empresa en donde trabajaba, tenía veintisiete años, era
No terminaba de procesarlo, y tal vez no terminaría de hacerlo por los demás días que se acercaban. Dos semanas habían transcurrido desde que había pasado de ser una simple secretaria más a ser la secretaría exclusiva de Leonardo White, y seguía sintiendo la misma perplejidad de la vez en la que él se había anunciado.En su momento, había querido rechazarlo y decirle que no quería trabajar en su oficina, pero aquello sería colgarse una soga en el cuello; viendo con la crueldad con la que había despedido a Sofía, se había visto a sí misma casi imposibilitada para negarse a la orden que él le había dado. Porque no se lo había pedido, Leonardo White no le había pedido ser su secretaria exclusiva, él se lo había ordenado, y parecía haber ido a donde ella solo para decir eso, pero para la desgracia de su amiga, había escuchado sus palabras.Todos hablaban sobre eso, todos decían que Emma había pasado a ser una secretaría más cercana a Leonardo White, ni siquiera la misma Emma sabía lo que
Los días se volvían cada vez más difíciles, más pesados, no había instante en el que no se arrepintiera de haber tenido que ser la secretaría de Leonardo White.Podría decir: de “aceptar ser su secretaria”, pero justo ahí radicaba: ella no había aceptado ser su secretaria, él solo se lo había ido a ordenar, y como resultado tenía el triple de trabajo que cuando era un simple secretaria, un peón más en una enorme empresa.Tres semanas habían transcurrido desde que ella era secretaria de él, y la calma había sido su más peligrosa enemiga: no tenía un segundo de sosiego, unas enormes y atrapantes ojeras se dibujaban debajo de su demacrado rostro, por petición de él, tenía que llegar horas más temprano, ella ni siquiera comprendía la razón de aquella orden: llegaba a la empresa y solo estaban él y ella y muy pocos empleados, tan pocos que una mano era necesario para contarlos, durante el periodo en el que ambos se encontraban casi solos en la empresa, lo único que Emma recibía, era pregun
Era el auto más precioso que alguna vez sus desfallecidos y gastados ojos habían visto, ni siquiera estaba entre sus posibilidades imaginar que tan costoso había sido, tal vez era un número que ella ni siquiera podría pronunciar o escribir.Leonardo le había pedido que bajara delante de él, Emma así lo hizo, aunque cuando llegó al auto de su jefe, se frenó, dedicándole una mirada al rubio, quien le sonrió, fue un gesto apenas perceptible, tanto que así que se lo atribuyó a una alucinación a causa del profundo cansancio que sentía.—Esa falda te queda un poco corta, Emma, ¿no lo crees? —Las manos de la mujer temblaron cuando lo escuchó decir aquello, su rostro serio, agitado por un rubor se dirección de manera trémula hacia el hombre, el azul de los ojos de Leonardo parecía querer desnudar el alma de la secretaria, quien no dijo ni una sola palabra—. Te hice una pregunta.La mujer dudó que responder, recordó las veces en las que había pensado que aquella falda le quedaba un poco más aj
Su mirada se encontraba perdida, puesta en un lugar inexistente de la calle, ninguno de los dos había dicho demasiado, ella podía sentir como de vez en cuando Leonardo la miraba, pero no decía nada, aunque parecía hacerlo, parecía querer hablar, pero renunciaba cada vez que iba a ejecutar, ella por su parte, no hablaba por el dolor de garganta tan profundo que las náuseas le habían ocasionado, no podía sentirse más avergonzada, no solo había caído como un costal de tubérculos sobre los hombros de su jefe, sino que casi le había vomitado encima, quería eliminar su propia existencia.Él no parecía demasiado molesto —nada molesto en realidad—, o disgustado por lo que había ocurrido, aunque Emma no podía sacarse de la cabeza que solo fingía y que en realidad estaba asqueado por tener que lidiar con ella.—¿Vives sola, Emma? —le preguntó él, quebrando el extendido silencio que se había formado entre ambos.Ella lo miró, si no se equivocaba, él ya le había preguntado eso antes. Él estaba co
El lugar en donde vivía, era uno bastante humilde, no había demasiado con lo que presumir, y, como tenía muy mala suerte para los lugares en donde vivir —y por eso tenía que mudarse con mucha constancia—, nunca se preocupaba por la proporcionada decoración de su lugar de vivienda, de todas formas, casi nunca iba nadie, de hecho, Leonardo era una de las pocas personas que pisaban aquel lugar. Emma no tenía demasiados amigos, y los pocos que tenía, no eran invitados a su casa.—Perdón por el desorden —le dijo a su jefe, que lo miraba todo en el más completo silencio. Solo cuando quedó frente a Leonardo en ese momento, fue que se dio cuenta de lo pequeña que era en comparación con él. Y ella, no era una mujer pequeña, de hecho, sobresalía en estatura con el resto de sus amistades.—No hay ningún desorden aquí —observó él, riendo—. ¿Te sientes mejor, Emma?—Sí, señor —le respondió, sin saber muy bien como comportarse, nunca creyó que el no invitar a nadie a su apartamento, incluso ni a su
Por un instante, Emma se volvió ajena a todo lo que la rodeaba. Sus ojos se transformaron en dos circunferencias redondas y huecas que intentaba procesar las palabras que acababa de escuchar.Un temblor remeneó su cuerpo, sus labios fueron poco a poco abriéndose, tanto que el comienzo de sus dientes fue haciéndose visible. Por más que intentaba digerir lo que había escuchado, era algo sencillamente imposible, ¿ella? ¿Una simple secretaria saliendo con Leonardo White? ¿Qué clase de amarga broma era aquella?—¿Está h-hablando en s-serio, señor? —Apenas le salió la voz, sus ojos cargados por una profunda perplejidad no se alejaron ni un instante de su jefe. ¿Él? ¿Un hombre tan atractivo, pidiéndole una cita? Una risa nerviosa se escapó de los labios secos de Emma, todo debía de tratarse de una broma, a Leonardo le gustaba hacerle bromas, estaba segura de que esa era otra de las muchas que le había hecho en un tiempo tan corto.—¿De qué te ríes, Emma?La sonrisa de la mujer decayó hasta d
Él había acordado que la cena sería dentro de dos días que habían transcurrido con la rapidez de una bala atravesando el pecho de una persona para así arrancarle la vida. No había instante en el que Emma no se arrepintiera de haber aceptado salir con Leonardo White, sentía miedo, algo le decía que su vida no sería la misma desde aquella noche.Se asomó por la ventana, un suspiro se escapó de sus labios. La oscuridad cubría cualquier vestigio de luz, no había una sola estrella iluminando el cielo, era como si todas hubieran muerto de repente.No le había dicho a nadie que él la había invitado a una cena, tal vez porque todavía no terminaba de creérselo, había una parte de ella que elegía creer que se trataba todo de una broma que pronto tendría un final, que pronto él la llamaría y le diría que solo había sido un mal chiste.Durante cuarenta y ocho horas, solo había pensado en dos cosas: en Leonardo y en la cita con él. Era una muchacha algo tímida, cuando los nervios se apoderaban de