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Capítulo 2: Matrimonio forzado

ISABELLA RODRÍGUEZ

Sentada en el asiento trasero de ese lujoso Maybach color plata, movía mi pierna con nerviosismo. El chofer era como un fantasma silencioso que casualmente me veía por el espejo retrovisor. Tal vez curioso por la tela de encaje negro que cubría mis ojos y por supuesto, mi piel quemada.

Valentina me había prestado uno de sus vestidos. Tuve que escoger el más conservador, pues todos eran brillosos, escotados y cortos. Al no querer verme vulgar, escogí ese negro que parecía digno de usar en un velorio, consideré que era el más adecuado para la ocasión.

No hubo celebración, solo un acta de matrimonio en la mesa del comedor y el abogado del señor Silva, práctico y rápido para formalizar mi unión con su jefe. Me entregó la caja de terciopelo que guardaba mi anillo de matrimonio, y durante todo el camino no dejé de darle vueltas en mi dedo.

La mansión a la que llegué era enorme e imponente, con amplios jardines y una arquitectura que presumía de riqueza y elegancia. El chofer me abrió la puerta y me ofreció su mano para ayudarme a bajar del auto, manteniendo su mirada prendada del encaje que cubría mi rostro.

El mayordomo me recibió con una reverencia antes de abrir la puerta para mí. El recibidor estaba oscuro, pues tenía todas las luces apagadas, ¿era porque mi esposo estaba ciego? Entonces me di cuenta: ¿qué sentido tenía arreglarme? ¡¿Qué sentido tenía esconder mi rostro?! Era obvio que no lo vería jamás.

Completamente quieta e intentando agudizar la mirada, quise ver más allá de lo que la oscuridad me permitía, hasta que una voz grave y firme me tomó por sorpresa: ―Bienvenida a mi hogar, Isabella… ―Escuché desde lo alto de las escaleras.

Para ser sincera, me esperaba a un hombre desagradable, tal vez deforme por el accidente en el que perdió la vista, por lo menos alguien muy viejo como lo hacía ver mi madre, pero, por el contrario, me encontré un hombre atractivo, pulcro y elegante. Portaba unos lentes negros y redondos que cubrían sus ojos mientras sus manos largas y delgadas, como las de un pianista, descansaban sobre su bastón. Tenía una actitud segura y autoritaria, su presencia no era diezmada por su discapacidad.

No supe cuánto tiempo permanecí en silencio, viéndolo fijamente entre la penumbra, pero me puse nerviosa, ¡tenía que contestar algo ya! ―Gracias ―mi voz salió temblorosa, como si tuviera un gallo desafinado atorado en la garganta.

Descendió las escaleras, guiado por mi voz. Se plantó delante de mí y tuve que alzar la cara para poder verlo. Era más alto de lo que esperaba. Me percaté de que era un hombre que no rebasaba los cuarenta, pero tampoco estaba tan cerca de los veinte.

Le entregó su bastón al mayordomo que permanecía como una estatua entre la oscuridad, y sus manos se acercaron a tientas. Me sentí cautivada por los ángulos de su cara, ese mentón fuerte y barba corta. Sus manos se posaron en mis hombros y se inclinó lentamente hacia mí. Tragué saliva, nerviosa, en cuanto su nariz comenzó a acariciar la piel de mi cuello, olfateándome, terminando en el ángulo de mi mandíbula.

Agradecía su ceguera, porque sabía que mis mejillas sonrojadas se podían ver a través de la oscuridad, como si mi vergüenza fuera fluorescente.

Sus manos subieron por mis mejillas y al notar la tela en mi rostro, noté como sus espesas cejas se fruncieron, desconcertado. Entonces toda la magia se derrumbó. Retrocedí, temerosa de que quisiera descubrir mi rostro marchito y sus manos recorrieran mi piel retorcida. Esta herida estaba acabando con la poca autoestima que aún me quedaba.

―No te haré daño… ―dijo apretando los dientes, molesto por mi rechazo―. ¿Cómo podría herirte? Ni siquiera puedo verte.

―Yo… No… No quise…

―Te llevarán a nuestra habitación, desde ahora este será tu hogar. Sé una buena chica, compórtate con prudencia y todo saldrá bien.

Eso sonaba a una amenaza. ¿A qué se refería con «ser una buena chica»? No era una mascota, era su esposa. No tenía que hablarme así… o ¿sí? ¿En qué me había metido?

¤

La habitación estaba en penumbras como toda la casa, el mayordomo dejó mi pequeña mochila y mi guitarra en un rincón. Amaba la música gracias a mi padre y, como regalo de bodas, mi madre accedió a comprarme lo que yo quisiera antes de partir. No tuve que pensarlo, esa guitarra negra de caoba con cuerdas de acero ultrafinas me sedujo.

―Por favor, señora Silva, le voy a pedir que sea prudente con usar eso ―dijo el mayordomo apenado. No parecía tener el afán de molestarme―. Al señor Silva le gusta el silencio.

¿Hablaba en serio? Yo, amante de la música, ¿me había casado con un hombre que prefiere el silencio? Mi suerte empeoraba.

Después de que el mayordomo me dejara a solas con mi frustración, me dediqué a inspeccionar la habitación. La cama era enorme y cómoda, el clóset estaba lleno de ropa de marca, demasiado cara para mi gusto. Al lado de la ropa que suponía era para mí, se encontraban los trajes de Gabriel, ordenados meticulosamente.

El golpeteo de su bastón me avisó que ya estaba en la puerta, entró con la frente en alto y ese gesto frío. ―Necesito que me ayudes a tomar un baño…

Se me fue el aire, se me cayó el corazón, se me retorció el estómago y casi me desmayo. ¡¿Hablaba en serio?! Bien… era discapacitado y yo su nueva esposa, era de esperarse que le ayudara a algunas cosas, pero… ¿bañarse? ―Ah… ¿cómo…?

No terminé de hablar cuando ese hombre comenzó a quitarse el saco y desanudar su corbata. Palidecí, ¿no era muy pronto para verlo desnudo? Desvíe la mirada queriendo ser educada, pero… ¿tenía sentido? Después de todo él no me vería, podía verlo sin sentir remordimiento.

Me mordí el labio inferior y me animé a echar un vistazo. Tenía el torso desnudo y lucía una piel tersa que cubría cada músculo. Me sentí maravillada por su conformación, era atlético y de nuevo me tropecé con otra discordancia. ¡Odiaba a los hombres tatuados! No me gustaba ver la piel llena de tinta y en el caso de Gabriel, tenía el pecho tatuado. Tenía una brújula sobre el corazón y lo que parecía una feroz pantera rugiendo.

Tenía que admitir que, sin esa ropa, parecía más un motociclista rebelde que un ejecutivo importante. Tragué saliva, el calor en la habitación era apabullante o ¿solo se trataba de mí? En cuanto desabotonó sus pantalones, tuve que cubrir mi rostro con ambas manos, esto se estaba volviendo una misión imposible.

―¿Isabella? ―preguntó con voz firme y me hizo brincar―. El baño es la puerta negra de la izquierda…

Empecé a hiperventilar mientras me acercaba hacia él, con la mirada clavada en el techo, luchando por no verlo desnudo. Estiré mi mano para alcanzarlo y mis dedos tocaron algo caliente y suave que me hizo sonrojar aún más. Cuando su mano se posó encima de la mía me di cuenta de que estaba apoyada sobre su pecho. Con gentileza me hizo girar hasta darle la espalda y posó su mano sobre mi hombro, esperando a que lo guiara.

Llevarlo hacia el baño hubiera sido pan comido si su mano no se hubiera deslizado hacia mi cintura. Quería llorar y gritar, mis nervios estaban destrozados.

―¿Necesitas algo más? ―pregunté nerviosa después de ayudarlo a entrar en la tina, manteniendo la mirada en su rostro y luchando por no bajarla. Me percaté de su estúpida sonrisa, ¡Estaba disfrutando hacerme sufrir! ¡Maldito!

―Puedo solo… ―contestó con tranquilidad.

¡Si podía bañarse solo, ¿no podía llegar al baño también solo?! ¡Maldito perro desvergonzado! Di media vuelta con el rostro completamente enrojecido no sin antes arrugar mi nariz y mostrarle mi lengua. Justo al llegar a la puerta lo volví a escuchar, su voz sonaba divertida. ¡¿Qué le parecía tan gracioso?!

―En el clóset hay algunos camisones de seda, escoge el que quieras. Toda la ropa es para ti ―dijo con la mirada perdida.

―Gracias… ―refunfuñé antes de dejarlo solo en el baño.

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