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Capítulo 3: Luna de hiel

ISABELLA RODRÍGUEZ

No sé cuánto tiempo estuve viendo los camisones frente a mí, los que no eran demasiado cortos, eran escotados y los que no eran escotados ni cortos, estaban casi transparentes. ¿No había alguna pijama holgada de franela que cubriera más mi cuerpo?

En ese momento la mano de Gabriel agarró la tela y sonrió. ―Buena elección para nuestra primera noche juntos.

Mi cerebro explotó y mi corazón colapsó. ¿En qué momento salió del baño, que ni lo había escuchado? Tragué saliva en cuanto lo vi usando solo unos pantalones holgados. ¿Pensaba dormir con el torso descubierto, mostrándome esos horribles tatuajes y esos desagradables pero fuertes y firmes músculos, forrados de esa piel asquerosamente tersa y cálida? ¡Carajo! ¿En qué momento había comenzado a morderme el labio? ¡Vamos! ¡Concéntrate, Isabella!

―¿No piensas cambiarte? ―preguntó tranquilamente mientras paseaba sus manos por la mesa de noche, organizando sus cosas con solo su tacto―. Puedes hacerlo aquí, no te veré, creo que es obvio.

―Sí… eso haré… ―¡Auxilio! ¡Mi cerebro explotará!

Comencé a retirarme la ropa mientras él se recostaba en la cama. Volteé un par de veces para verlo por encima de mi hombro. Sus hermosos ojos castaños parecían perdidos en el vacío. ¿En verdad me sentía incómoda por cambiarme frente a un ciego que aparte de todo, era mi esposo? ¡Vamos! ¡Sabías que esto pasaría, Isabella! ¡Piensa en tu papá! ¡No, pésimo momento para pensar en él! ¡Qué vergüenza!

Cuando terminé de vestirme, me recosté del otro lado de la cama, pegada al borde, dejando un espacio abismal entre él y yo. Lo vi de reojo y de nuevo tenía esa molesta sonrisa. Sentía que se burlaba de mí.

―No pienso hacerte nada esta noche… ­―dijo con esa voz divertida―, pero no puedo prometer nada las siguientes noches. Tengo pensado que este matrimonio dé frutos.

―¿Frutos? ―mi voz salió tan raquítica y débil que me avergoncé.

―Quiero hijos, Isabella…

―¿Hijos? ―Tragué saliva. ¿Hablaba en serio? Esto iba demasiado rápido. Apenas nos habíamos conocido hoy y ya estábamos casados y hablando de descendencia―, pero… no me siento lista para ser mamá.

―Isabella… esto no se trata de estar lista o no, mucho menos de amor, no tiene nada que ver. Tú estás aquí para funcionar como mi compañera, estar al pendiente de mí y darme hijos. No hay más. Necesito alguien a quien heredarle todo lo que tengo… así que no aspires a más.

¡Auch! Un golpe en el abdomen hubiera dolido menos. No soy una mujer que se caracterice por ser romántica, pero tanta frialdad me hirió. No creí que fuera tan insensible.

―¿Ese es el trato? ¿Un hijo a cambio de la salud de mi padre?

―No lo tomes a mal. Velo como un mero trabajo, eso es todo. Cuando el niño crezca y no necesite de una madre, podemos divorciarnos y seguir cada uno con su vida.

―¿Para qué quieres un hijo? Parece que es solo un requerimiento… ¿Si sabías que un niño es un ser vivo sintiente que necesita más que solo dinero y un padre arrogante?

Su sonrisa me irritó. De pronto me encontraba odiándolo, ni siquiera su perfecto abdomen me distrajo de mis ganas de golpearlo. Sabía que no era capaz de verme, aun así, me senté frente a él, queriendo ver sus gestos. ¿En verdad hablaba en serio?

―Isabella… Sabía que quien tenía que llegar a mis manos, era tu hermana y no tú. De seguro ella lo entendería mejor, pero tu madre te ofreció a ti, lo creyó justo, además… ¿quién podría aceptar a un ciego como yo? Solo una deforme como tú. Por más que cubras tu rostro con ese trapo, yo sé que la mitad está quemado. ¿Me equivoco?

―Qué hijo de puta… ―dije entre risas, pues la indignación era tanta que era la mejor forma de desahogarme sin llorar―. Ella era tu elección, yo solo fui el plan B.

―Si tu madre me daba a la hermosa Valentina, pude haber puesto el mundo a sus pies, pero… aquí estás, tienes suerte. Solo dame un hijo y serás libre. No suena tan difícil o ¿sí? ―dijo con una gran sonrisa―. Como ya dije, no pienso presionarte esta noche, pero si deseas no perder el tiempo, podemos empezar hoy mismo.

―Vete a la m****a… ―dije iracunda. ¿Cómo podía hablar así? Lo que tenía de guapo lo tenía de imbécil―. No cabe duda, con dinero o sin dinero, hay hombres que simplemente son unos idiotas engreídos y vacíos.

Me levanté de la cama con el corazón queriendo salir del pecho.

―¿A dónde crees que vas? ―preguntó confundido como si todo lo que dijo no lo considerara motivo suficiente para ahuyentarme.

―A dormirme en otro lado que no sea aquí… ―contesté molesta y tomé mi guitarra colgándola de mi hombro―. Si tanto quieres un hijo, adivina ¿qué? Podemos optar por la inseminación artificial, en lo personal, me agradaría más que sentir tus asquerosas manos encima de mí.

―¿Mis asquerosas manos? ¿En verdad me lo estás diciendo tú, con ese horrible rostro deformado por el fuego?

―¿Sabes algo? Tienes suerte de estar ciego, porque mientras tú no puedes ver mi «rostro deformado por el fuego», yo si puedo ver la clase de basura adinerada que eres. Créeme… me das más asco tú a mí de lo que yo a ti.

Salí enfurecida de la habitación, pero fue un grave error. La oscuridad me jugó una mala broma y mi pésima orientación remató el chiste. Terminé cayendo por las escaleras, eso sí, protegiendo mi guitarra, cuidando de que no se fuera a dañar.

En el suelo, con el tobillo punzando y mi dignidad escondida en el fondo de mi corazón, me quedé por un largo rato viendo el techo. ―Esto no puede ser posible ―dije desilusionada de mi misma. Mi caída le había restado fuerza a mi ataque de ira y me sentía tan patética.

¤

―Señora, ¿segura que no quiere ir al doctor? ―dijo una de las sirvientas más jóvenes después de vendar mi tobillo.

Recargado en una de las encimeras de la cocina, Gabriel esperaba pacientemente. No le iba a dar el gusto de que me escuchara llorar.

―No es necesario, gracias… ―contesté tranquila, aunque me punzaba el pie.

―Orgullosa… ―agregó Gabriel con media sonrisa.

―Idiota… ―siseé llena de coraje.

―¿Por qué no te quitas ese trozo de tela? Por lo menos aquí en la casa a nadie le importa tu vanidad…

―¿Seguro que no te molesta mi lesión? ¡Ah, qué eres ciego! Se me olvidó ―contesté con ironía. Lo admito, quería herirlo, lograr que sintiera un poco de lo que él me hacía sentir.

En cuanto la sirvienta abandonó la cocina, Gabriel se acercó lentamente hacia mí, enredó sus dedos en mis cabellos y me mantuvo firme cerca de su rostro. ―¿Qué clase de noche de bodas sería esta, sin nuestro primer beso?

Antes de que pudiera reclamar, estampó sus labios contra los míos, besándome a la fuerza, dominándome con un solo brazo mientras golpeaba su pecho, queriendo alejarlo de mí. Al final, al no conseguir que mis labios danzaran con los suyos. Salió de la cocina, aparentemente molesto.

―¡Prepárenle a mi esposa una habitación! Dormiremos separados mientras se le pasa su berrinche… ―gritó con arrogancia, llenándome el pecho de coraje. ¡Maldito ciego!

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