Emma Marín.Permanecí en las sombras del vestíbulo, observando cómo las figuras de la pareja que había visto se movían con desenvoltura. Reina se fue, sin embargo, me obligué a quedarme allí.Había algo en la pareja que no me cuadraba, aunque no podía identificar qué era, la intuición me gritaba que no eran quienes decían ser.Esperé con paciencia, escondida, intentando no llamar la atención. Los minutos parecían horas, y los ecos de risas infantiles y pasos se mezclaban con los latidos de mi corazón, que golpeaban con fuerza en mi pecho. Finalmente, unos treinta minutos después, las puertas se volvieron a abrir y salieron.Primero lo hizo la mujer, alta y delgada, con Sandra de la mano. La pequeña lloraba desconsoladamente, con el rostro empapado en lágrimas y los hombros temblorosos. El hombre la seguía, su expresión severa y distante. Algo dentro de mí se rompió al ver a la niña así, tan vulnerable y desamparada.Mi instinto fue correr hacia ella, abrazarla y asegurarle que todo es
Emma Marín.Semanas despuésHabían pasado varias semanas y me sentía frustrada, porque no aparecía Gabriel y el caso de Sandra, estaba pasmado y eso me inquietaba.¿Dónde se habrá metido ese hombre?, estaba pensando, justo cuando mi teléfono repicó, al atenderlo la voz de la asistente el bufete de abogado que llevaba mi caso me informó.“Señora Uzcátegui, buen día, la llamaba para pedirle que pase por el bufete de abogados, mi jefe le tiene noticias sobre el caso”.La emoción que sentí explotó en mi pecho, estaba ansiosa por la noticia que me darían y en tiempo récord me arreglé, tomé un taxi y ahora estoy aquí, sentada en el mullido sillón de cuero y a libros viejo.No puedo evitar maravillarme de cómo este despacho grita «cobro por minutos». Enfrente de mí, el abogado no para de hablar del caso, sus palabras son una maraña de jerga legal que, imagino, debería tranquilizarme, pero en verdad lo que hacen es ponerme más nerviosa, si me hablara en chino creo que le entendería más.—Sra.
Emma Marín.Habían pasado apenas unos segundos desde que nuestras miradas se cruzaron, pero cada instante pareció eterno. Sandra, de pie a unos pasos de mí, con esa mezcla de inocencia y desconfianza en sus ojos, me miraba fijamente. Su sonrisa inicial se había desvanecido al descubrir mi vientre abultado, y el silencio entre nosotras era tan pesado que podía sentirlo aplastándome.—¡Hola, Sandra! —Intenté que mi voz sonara ligera, alegre, incluso, pero en mi interior la ansiedad crepitaba como una tormenta.La pequeña ladeó la cabeza, como si intentara decidir si yo era de confianza o no. Sus manitas se aferraron al borde de su vestido, y su voz, cuando finalmente habló, fue apenas un murmullo.—Yo no sé quién eres… no te conozco, nunca te había visto —dice con voz quebrada, pero yo sé que está mintiendo, porque apenas me había visto. Me llamó por mi nombre, solo había cambiado de idea al verme embarazada.—Pensé que tu papá te había enseñado, que son malas las mentiras —respondí en
Emma Marín.Al fin la pequeña extiende su mano, y yo respiro aliviada. Me levanto con dificultad, sintiendo el peso de mi vientre como un recordatorio constante de mi embarazo, y luego camino con Sandra hacia un banco cercano. Allí me siento, tratando de enviar aire a mis pulmones y recuperar el aliento.—Lo siento, es que me siento como un pez globo… estoy muy gorda —dije, intentando aliviar la tensión con una sonrisa.Sandra me mira con curiosidad, una pequeña sonrisa asomando en la comisura de sus labios. Por un momento, veo un destello de la niña alegre que debe ser cuando no está cargando el peso del mundo sobre sus pequeños hombros.—No estás gorda, —dijo con una seriedad que me arrancó una risa espontánea. —Solo tienes un bebé adentro.El sonido de mi risa pareció romper algo de la tensión entre nosotras, creando un espacio más cálido y seguro.—Tienes razón, —respondí, acariciando mi vientre. —Pero a veces se siente como si hubiera un elefante aquí dentro.Sandra se acercó un
Emma MarínEl abogado me miraba fijamente desde detrás de su escritorio, evaluando cada palabra que decía mientras yo hablaba con un fervor que ni siquiera sabía que tenía.—Acabo de ver a Sandra —repetí, mi voz cargada de emoción—. Esa niña no puede quedarse con esos supuestos tíos. Algo no está bien con ellos, y lo único que quiere es estar conmigo y con Gabriel. ¿Qué podemos hacer para evitar que se la lleven?El abogado asintió lentamente, procesando lo que le acababa de contar.—Señora Uzcátegui, entiendo perfectamente su preocupación, pero estos casos de adopción, siempre son complicados, especialmente cuando hay familiares biológicos reclamando la tutela. Necesitamos pruebas sólidas para argumentar que estar con usted es lo mejor para Sandra.—¿Pruebas? —pregunté, confundida y ansiosa.—Sí, cualquier evidencia que demuestre que esos supuestos tíos no son quienes dicen ser o que no son aptos para cuidar a Sandra. También debemos reforzar su vínculo emocional con la niña. ¿Tiene
Gabriel Uzcátegui.Días antes.Veo cómo el teléfono se desliza por el asfalto, un ballet de tecnología que está a punto de llegar a su gran final. Es casi cómica la forma en que gira y baila antes de que el gran estruendo de los neumáticos de un camión haga añicos mi última esperanza. Me paso una mano por el pelo con desesperación, resistiendo el impulso de patear el suelo como un niño al que le niegan un caramelo. En lugar de eso, exhalo un largo chorro de frustración que escapa de mis labios. Ahí va la amiga de Emma, su paradero es ahora tan evasivo como la supuesta respuesta directa de un político.—Genial —, murmuro molesto, echando un vistazo a los rostros indiferentes que pasan a mi lado, absortos en sus propios mundos. —¿Y ahora qué, Gabriel? ¿Cómo harás para encontrar a la amiga de Emma? ¿Qué harás para poder encontrar a tu mujer?Y así, con un encogimiento de hombros mental, me meto en el bolsillo los restos de mi tecnología, un chip aquí, un fragmento allá, recuerdos de la
Gabriel Uzcátegui.El aire acondicionado me golpeó como una bofetada en la cara cuando entré en la oficina, dejando atrás el abrazo húmedo de la ciudad. Aquí todo son luces fluorescentes, zumbando y el chasquido de los teclados. De los cubículos asoman cabezas que parecen suricatos y los ojos giran en mi dirección. Supongo que no encajo muy bien con mi traje desaliñado, mis sombras oscuras debajo de los ojos.—¿Puedo ayudarle? La recepcionista suena más recelosa que acogedora, mirándome por encima del borde de sus gafas.—Buenas tardes, busco a la señorita Emma Uzcátegui —me doy cuenta de que digo su apellido de casada y corrijo —, Emma Marín —, suelto, con la voz demasiado alta en el silencio del vestíbulo. —Necesito hablar con ella, urgentemente.Me mira de arriba abajo, con el escepticismo grabado en las líneas de la frente. Hay una pausa lo bastante larga como para que me plantee la idea de gritar el nombre de Emma hasta que aparezca o hasta que los de seguridad me echen, lo que
Emma Marín.La pesada puerta del orfanato chirrea en sus bisagras, como si se estuviera despidiendo de nosotros de forma dramática y prolongada. No puedo evitar poner los ojos en blanco ante la teatralidad de todo aquello. Aquí estoy, Emma, adentrándome en lo desconocido con un pequeño manojo de optimismo agarrado a mi mano. Sandra me agarra con firmeza, sus pequeños dedos se enredan con los míos en una promesa de aventura compartida. El sol proyecta un resplandor dorado a su alrededor, coronándola con una luz que parece hacerse eco de la esperanza en su mirada de ojos abiertos.—¡Mira, Em! Estoy tan feliz de haber salido de allí otra vez.La emoción de Sandra se desborda y es contagiosa, con su risa haciendo cosquillas en el aire. Me trago el grumo de ansiedad que amenaza con empañar este momento. —Yo también, es como si el día nos estuviera poniendo la alfombra roja —, respondo, forzando una sonrisa mientras mi corazón baila nervioso, porque hasta ahora no me había dado cuenta de