Emma Marín.Las paredes de la habitación de Gabriel parecían mirar, como si fueran testigos mudos de lo que acababa de encontrar. Mis manos seguían temblando, sosteniendo los papeles de adopción. Había algo absurdo y aterrador en ver mi propia firma al final de los documentos. Mi mente se tambaleaba entre la incredulidad y el desconcierto.—Esto no puede ser cierto —, susurró, más para convencerme a mí misma que para encontrar una respuesta.Mi firma estaba ahí, perfecta, con el trazo inconfundible de alguien que cree saber lo que está firmando. Pero yo no recordaba haber firmado esos papeles, ni siquiera tenía idea de que Gabriel había adoptado a una niña.Retrocedí unos pasos y me senté en el borde de la cama. Mi corazón latía con fuerza, y el aire en mis pulmones parecía haberse transformado en plomo. Las palabras en los documentos eran claras: Sandra, de dos años y medio, proceso de adopción por parte de Gabriel Uzcátegui y... Emma Marín. Iniciado justo hace siete meses con una s
Emma Marín.El silencio de la recepción del orfanato era un contraste abrumador con el torbellino de emociones que sentía en mi interior. Algo debió haber pasado para que Gabriel tomara esa decisión.—No sé por qué está diciendo eso, pero Gabriel no sería capaz de regresar a la niña… algo está pasando aquí, por favor, permítame ver a Sandra —exigí, aunque al final escuché mii voz quebrarse.La recepcionista me miró con una mezcla de compasión y duda.—Señora Uzcátegui, normalmente no permitimos visitas, especialmente en casos como este. Pero dado que usted figura como solicitante de la adopción, puede entrar a conversar con la directora.Sin pérdida de tiempo me guió hacia un pasillo, mientras pasábamos en medio de niños que corrían de un lado a otro y jugaban, los miré fijamente, esperando ver que alguno fuera Sandra, porque su carita se quedó grabada en mi mente y si la veía la reconocería, pero ninguna era de ella.La asistente tocó la puerta de la oficina de la directora, y entró
Emma Marín.Permanecí en las sombras del vestíbulo, observando cómo las figuras de la pareja que había visto se movían con desenvoltura. Reina se fue, sin embargo, me obligué a quedarme allí.Había algo en la pareja que no me cuadraba, aunque no podía identificar qué era, la intuición me gritaba que no eran quienes decían ser.Esperé con paciencia, escondida, intentando no llamar la atención. Los minutos parecían horas, y los ecos de risas infantiles y pasos se mezclaban con los latidos de mi corazón, que golpeaban con fuerza en mi pecho. Finalmente, unos treinta minutos después, las puertas se volvieron a abrir y salieron.Primero lo hizo la mujer, alta y delgada, con Sandra de la mano. La pequeña lloraba desconsoladamente, con el rostro empapado en lágrimas y los hombros temblorosos. El hombre la seguía, su expresión severa y distante. Algo dentro de mí se rompió al ver a la niña así, tan vulnerable y desamparada.Mi instinto fue correr hacia ella, abrazarla y asegurarle que todo es
Emma Marín.Semanas despuésHabían pasado varias semanas y me sentía frustrada, porque no aparecía Gabriel y el caso de Sandra, estaba pasmado y eso me inquietaba.¿Dónde se habrá metido ese hombre?, estaba pensando, justo cuando mi teléfono repicó, al atenderlo la voz de la asistente el bufete de abogado que llevaba mi caso me informó.“Señora Uzcátegui, buen día, la llamaba para pedirle que pase por el bufete de abogados, mi jefe le tiene noticias sobre el caso”.La emoción que sentí explotó en mi pecho, estaba ansiosa por la noticia que me darían y en tiempo récord me arreglé, tomé un taxi y ahora estoy aquí, sentada en el mullido sillón de cuero y a libros viejo.No puedo evitar maravillarme de cómo este despacho grita «cobro por minutos». Enfrente de mí, el abogado no para de hablar del caso, sus palabras son una maraña de jerga legal que, imagino, debería tranquilizarme, pero en verdad lo que hacen es ponerme más nerviosa, si me hablara en chino creo que le entendería más.—Sra.
Emma Marín.Habían pasado apenas unos segundos desde que nuestras miradas se cruzaron, pero cada instante pareció eterno. Sandra, de pie a unos pasos de mí, con esa mezcla de inocencia y desconfianza en sus ojos, me miraba fijamente. Su sonrisa inicial se había desvanecido al descubrir mi vientre abultado, y el silencio entre nosotras era tan pesado que podía sentirlo aplastándome.—¡Hola, Sandra! —Intenté que mi voz sonara ligera, alegre, incluso, pero en mi interior la ansiedad crepitaba como una tormenta.La pequeña ladeó la cabeza, como si intentara decidir si yo era de confianza o no. Sus manitas se aferraron al borde de su vestido, y su voz, cuando finalmente habló, fue apenas un murmullo.—Yo no sé quién eres… no te conozco, nunca te había visto —dice con voz quebrada, pero yo sé que está mintiendo, porque apenas me había visto. Me llamó por mi nombre, solo había cambiado de idea al verme embarazada.—Pensé que tu papá te había enseñado, que son malas las mentiras —respondí en
Emma Marín.Al fin la pequeña extiende su mano, y yo respiro aliviada. Me levanto con dificultad, sintiendo el peso de mi vientre como un recordatorio constante de mi embarazo, y luego camino con Sandra hacia un banco cercano. Allí me siento, tratando de enviar aire a mis pulmones y recuperar el aliento.—Lo siento, es que me siento como un pez globo… estoy muy gorda —dije, intentando aliviar la tensión con una sonrisa.Sandra me mira con curiosidad, una pequeña sonrisa asomando en la comisura de sus labios. Por un momento, veo un destello de la niña alegre que debe ser cuando no está cargando el peso del mundo sobre sus pequeños hombros.—No estás gorda, —dijo con una seriedad que me arrancó una risa espontánea. —Solo tienes un bebé adentro.El sonido de mi risa pareció romper algo de la tensión entre nosotras, creando un espacio más cálido y seguro.—Tienes razón, —respondí, acariciando mi vientre. —Pero a veces se siente como si hubiera un elefante aquí dentro.Sandra se acercó un
Emma MarínEl abogado me miraba fijamente desde detrás de su escritorio, evaluando cada palabra que decía mientras yo hablaba con un fervor que ni siquiera sabía que tenía.—Acabo de ver a Sandra —repetí, mi voz cargada de emoción—. Esa niña no puede quedarse con esos supuestos tíos. Algo no está bien con ellos, y lo único que quiere es estar conmigo y con Gabriel. ¿Qué podemos hacer para evitar que se la lleven?El abogado asintió lentamente, procesando lo que le acababa de contar.—Señora Uzcátegui, entiendo perfectamente su preocupación, pero estos casos de adopción, siempre son complicados, especialmente cuando hay familiares biológicos reclamando la tutela. Necesitamos pruebas sólidas para argumentar que estar con usted es lo mejor para Sandra.—¿Pruebas? —pregunté, confundida y ansiosa.—Sí, cualquier evidencia que demuestre que esos supuestos tíos no son quienes dicen ser o que no son aptos para cuidar a Sandra. También debemos reforzar su vínculo emocional con la niña. ¿Tiene
Gabriel Uzcátegui.Días antes.Veo cómo el teléfono se desliza por el asfalto, un ballet de tecnología que está a punto de llegar a su gran final. Es casi cómica la forma en que gira y baila antes de que el gran estruendo de los neumáticos de un camión haga añicos mi última esperanza. Me paso una mano por el pelo con desesperación, resistiendo el impulso de patear el suelo como un niño al que le niegan un caramelo. En lugar de eso, exhalo un largo chorro de frustración que escapa de mis labios. Ahí va la amiga de Emma, su paradero es ahora tan evasivo como la supuesta respuesta directa de un político.—Genial —, murmuro molesto, echando un vistazo a los rostros indiferentes que pasan a mi lado, absortos en sus propios mundos. —¿Y ahora qué, Gabriel? ¿Cómo harás para encontrar a la amiga de Emma? ¿Qué harás para poder encontrar a tu mujer?Y así, con un encogimiento de hombros mental, me meto en el bolsillo los restos de mi tecnología, un chip aquí, un fragmento allá, recuerdos de la