Gabriel Uzcátegui.Me desperté sobresaltado. Al principio, mi mente no lograba procesar lo que estaba pasando. Pensé que tal vez algo había caído o que estaba soñando, pero el sonido era tan real, tan cercano... como un golpeteo en la oscuridad de la madrugada. Estaba a medio camino entre el sueño y la vigilia, y mi cuerpo estaba tan pesado que ni siquiera me di cuenta de que la cabeza me daba vueltas. Solo escuchaba ese ruido, un suave golpeteo constante, que me hizo abrir los ojos de golpe.Me incorporé rápidamente, pero algo me detuvo. Una pequeña mano, suave, tibia, me tocó la cara. Casi como si la niña estuviera diciendo: “Despierta, papá, es hora de comenzar el día”.Mi visión estaba borrosa, y por un segundo, no supe ni dónde estaba. ¿Qué demonios? Parpadeé, pero la confusión me envolvía. Todo me pareció tan ajeno, como si de alguna manera todo hubiera cambiado sin que yo me enterara.Fue entonces cuando vi esos ojos enormes mirándome fijamente. Mis ojos intentaron enfocar, y a
Gabriel Uzcátegui.La puerta se cierra con un golpe mientras Gladys y Lucía caminan hacia mí, mi hermana, como si fuera la dueña del lugar, lo cual, en su mente, probablemente sea así. Me mira fijamente con esos penetrantes ojos verdes, tan parecidos a los de Glenda, su gemela, pero carentes de toda calidez. Con una postura tan rígida como sus opiniones, avanza a grandes zancadas, cada paso una declaración silenciosa de su prepotencia.—¿En serio, Gabriel? ¿Adopción? —Las palabras salen de su lengua, cada sílaba mezclada con incredulidad y una generosa dosis de condescendencia. —De todos los disparatados planes que has urdido, este se lleva la palma. ¿En qué momento te volviste loco? —La voz de Gladys resonó, cada palabra saliendo de su boca con una mezcla de incredulidad y enfado—. ¿Qué necesidad tienes de adoptar una niña? ¿De verdad crees que esto es lo que debes hacer? Tienes un futuro por delante, cualquier mujer estaría dispuesta a casarse contigo y darte hijos biológicos. Sien
Gabriel Uzcátegui.El aire crepita con tensión, del tipo que prácticamente se puede masticar. Gladys se planta delante de mí, con una postura tan rígida como sus ojos verdes entrecerrados. —¿Te das cuenta, Gabriel? —, empieza, su tono se afila como la hoja de un cuchillo, nuestros padres nunca aceptarán esto—nuestros padres Exigirán que devuelvas a Sandra al lugar de donde la sacaste.Casi puedo oír cómo mi paciencia se deshilacha, como una cuerda vieja que soporta demasiado peso. Aprieto la mandíbula y cuento en silencio hasta diez, ¿o eran veinte? Es difícil llevar la cuenta cuando cada tic es interrumpido por las suposiciones entrecortadas de Gladys.—Mira, Gla —digo, forzando la voz para mantener el nivel —, no soy un niño que necesita la aprobación de sus padres para cada movimiento. Soy adulto, capaz de tomar mis propias decisiones.En mi interior, mis pensamientos se agitan como un animal enjaulado. Fastidio, así es como mi abuela llamaría a esta sensación que se me hace un nud
Gabriel Uzcátegui.El agua cae en cascada sobre mí, a un ritmo relajante que ahoga el zumbido de un mundo demasiado ansioso por invadir mi soledad. Es el único momento en que puedo relajarme, sobre todo desde que tengo una hija.Pero entonces, la tranquilidad se rompe. Suena el timbre. Una, dos veces, reclamando insistentemente atención. —¿En serio? —murmuro, enjuagándome el último resto de jabón de un manotazo.El timbre no cesa. ¿Quién puede estar tan desesperado por invadir mi paz a estas horas intempestivas? Con un suspiro de resignación, salgo de la ducha, con las gotas de agua pegadas a la piel como restos de sueños que no consigo quitarme de encima. Me doy prisa en secarme con la toalla, salgo a la habitación, busco ropa interior y me pongo los vaqueros y una camiseta sobre el pelo húmedo.—Ya voy, ya voy —, refunfuño, aunque está claro que mi visitante tiene la paciencia de un niño con un subidón de azúcar. Mis pies descalzos golpean el fresco suelo de madera mientras me dir
Gabriel Uzcátegui.—No va a ser necesario Reina, porque yo renuncio a todo, un nuevo trabajo puedo conseguir donde sea.—¿No puedes estar hablando en serio, Gabriel? —La voz de Reina atraviesa la tensión de la habitación como un cuchillo frío. Su incredulidad es casi palpable mientras me mira fijamente, con los ojos entrecerrados en rendijas verdes que me lanzan dagas. —¿Arrojarías tu carrera, nuestro legado, por... por esto?Noto cómo mi hija me agarra la mano, cómo sus pequeños dedos se aferran a mí como si yo fuera el ancla en esta tormenta. Aprieto la mandíbula cuando miro a Reina de frente, con el peso de su decepción en el aire.—Sí, ese es el plan —, digo, y hay audacia en mi —Porque, ¿sabes qué, mamá? El mundo no gira en torno a Uzcátegui Enterprises.—¡Tienes responsabilidades con la familia!—¿Responsabilidades con la familia? —Hago eco, mi voz goteando incredulidad—, no mamá mi responsabilidad está conmigo mismo y ahora con Sandra que es mi hija, con más nadie. Soy un hombr
Emma Marín.Mi pulgar se cierne sobre el botón de llamar. El corazón martilleándome contra las costillas como si intentara liberarse. Entrecierro los ojos para ver el número de Gabriel en la pantalla, los dígitos se desdibujan a través del sudor nervioso que se acumula en mis sienes. —Es una mala idea, Emma —, murmuro, nerviosa, tengo miedo de que de pronto la familia de Gabriel salga diciendo que no es suyo, sobre todo por el tiempo que ha pasado.Suspiro profundo, pero debo dar este paso. Gabriel tiene derecho a saberlo y que sea él quien tome la decisión. Además, estoy segura de que será un buen padre. Así que, sin perder un minuto más, pulso el botón de llamada, su celular, pero sale apagado. Intentó un par de veces con los mismos resultados.Decido marcar a su celular. Mientras espero que me atienda, no puedo evitar pedir que me atienda.—Vamos, vamos —, repito en voz baja, con cada sonido resonando en el hueco de mi estómago. La voz de Gabriel, mi canción favorita, es ahora u
Emma Marín. Enseguida comienzo a preparar mi viaje, tomó la laptop, reservo un vuelo de regreso, y preparo las maletas, así me encuentra mi mamá cuando llega a la casa, con la mitad del armario esparcida por todas partes y una maleta a medio llenar sobre la cama. —¿Qué es esto? —pregunta mi madre, sus ojos recorriendo el caos que he creado. —Emma, ¿qué está pasando? Me giro para mirarla, una camiseta arrugada aún en mis manos. —Mamá… necesito viajar de regreso, tengo que hablar con Gabriel —digo tratando de sonar más segura de lo que me siento. Mi madre frunce el ceño, y se queda en silencio, aunque con una expresión interrogativa en su cara. Suspiro antes de dar la noticia, y aunque esperaba que Gabriel fuera el segundo en enterarse, sé que mi madre no se quedará tranquila hasta que le diga las razones repentinas de mi viaje. —Estoy embarazada, mamá —confieso, con la voz apenas por encima de un susurro. —De ocho semanas. El silencio que sigue es tan denso que pare
Emma MarínEl silencio de mi habitación se sentía casi ensordecedor. Cada tanto, el leve tic-tac del reloj rompía esa calma tensa, recordándome que el tiempo avanzaba, aunque pareciera haberse detenido desde aquella madrugada en que llegué al hospital. Las palabras del doctor seguían repitiéndose en mi mente: “reposo absoluto, medicación, tranquilidad”. Tres cosas que parecían tan simples, pero que, en mi caso, requerían un esfuerzo monumental.Había tenido que cancelar el viaje. No habría encuentro con Gabriel por ahora, no habría explicaciones ni confrontaciones. La vida de mi bebé era ahora mi prioridad, y cualquier cosa que pudiera ponerlo en peligro estaba fuera de la ecuación.Mi madre, fiel a su estilo, había tomado las riendas de todo. Había llenado la casa de frutas frescas, caldos y todo tipo de alimentos nutritivos. También había instaurado una rutina de meditación que, aunque al principio me parecía absurda, empezaba a encontrarle sentido. Los ejercicios de respiración me