Emma Marín.Mi pulgar se cierne sobre el botón de llamar. El corazón martilleándome contra las costillas como si intentara liberarse. Entrecierro los ojos para ver el número de Gabriel en la pantalla, los dígitos se desdibujan a través del sudor nervioso que se acumula en mis sienes. —Es una mala idea, Emma —, murmuro, nerviosa, tengo miedo de que de pronto la familia de Gabriel salga diciendo que no es suyo, sobre todo por el tiempo que ha pasado.Suspiro profundo, pero debo dar este paso. Gabriel tiene derecho a saberlo y que sea él quien tome la decisión. Además, estoy segura de que será un buen padre. Así que, sin perder un minuto más, pulso el botón de llamada, su celular, pero sale apagado. Intentó un par de veces con los mismos resultados.Decido marcar a su celular. Mientras espero que me atienda, no puedo evitar pedir que me atienda.—Vamos, vamos —, repito en voz baja, con cada sonido resonando en el hueco de mi estómago. La voz de Gabriel, mi canción favorita, es ahora u
Emma Marín. Enseguida comienzo a preparar mi viaje, tomó la laptop, reservo un vuelo de regreso, y preparo las maletas, así me encuentra mi mamá cuando llega a la casa, con la mitad del armario esparcida por todas partes y una maleta a medio llenar sobre la cama. —¿Qué es esto? —pregunta mi madre, sus ojos recorriendo el caos que he creado. —Emma, ¿qué está pasando? Me giro para mirarla, una camiseta arrugada aún en mis manos. —Mamá… necesito viajar de regreso, tengo que hablar con Gabriel —digo tratando de sonar más segura de lo que me siento. Mi madre frunce el ceño, y se queda en silencio, aunque con una expresión interrogativa en su cara. Suspiro antes de dar la noticia, y aunque esperaba que Gabriel fuera el segundo en enterarse, sé que mi madre no se quedará tranquila hasta que le diga las razones repentinas de mi viaje. —Estoy embarazada, mamá —confieso, con la voz apenas por encima de un susurro. —De ocho semanas. El silencio que sigue es tan denso que pare
Emma MarínEl silencio de mi habitación se sentía casi ensordecedor. Cada tanto, el leve tic-tac del reloj rompía esa calma tensa, recordándome que el tiempo avanzaba, aunque pareciera haberse detenido desde aquella madrugada en que llegué al hospital. Las palabras del doctor seguían repitiéndose en mi mente: “reposo absoluto, medicación, tranquilidad”. Tres cosas que parecían tan simples, pero que, en mi caso, requerían un esfuerzo monumental.Había tenido que cancelar el viaje. No habría encuentro con Gabriel por ahora, no habría explicaciones ni confrontaciones. La vida de mi bebé era ahora mi prioridad, y cualquier cosa que pudiera ponerlo en peligro estaba fuera de la ecuación.Mi madre, fiel a su estilo, había tomado las riendas de todo. Había llenado la casa de frutas frescas, caldos y todo tipo de alimentos nutritivos. También había instaurado una rutina de meditación que, aunque al principio me parecía absurda, empezaba a encontrarle sentido. Los ejercicios de respiración me
Gabriel Uzcátegui.La imagen de Sandra, con sus ojitos llenos de miedo y su labio inferior temblando, no se iba de mi mente. Había pasado toda la mañana pensando en su pregunta.—¿No me traes para abandonarme aquí?Era un golpe directo al corazón. Sentía un nudo en el pecho cada vez que lo recordaba. Sabía que estos temores eran naturales después de todo lo que había vivido, pero me costaba aceptar que ella pensara que yo sería capaz de algo así. Demonios, Gabriel, no basta con darle una casa. Ella necesita saber que está segura contigo.Me quedé en el estacionamiento del colegio unos minutos más, mirando al edificio y pensando en Sandra, sin poder moverme con miedo a que me pudiera necesitar. Había logrado convencerla de entrar a su salón, pero su mirada seguía rondando en mi cabeza. Cuando finalmente encendí el auto para irme, tomé una decisión: no iba a permitir que el miedo la consumiera. Haría todo lo posible para que se sintiera amada, segura y parte de una familia.El resto del
Gabriel UzcáteguiMe quedé mirando a Sandra, asombrado por su persistencia y su lógica simple, pero contundente. Por un momento, me permití imaginar cómo sería si Emma estuviera aquí con nosotros, compartiendo este helado, riendo con Sandra, formando la familia que mi hija tanto anhelaba. El pensamiento me provocó una mezcla de anhelo y temor.—Sabes qué, tienes razón —dije finalmente, sorprendiéndome incluso a mí mismo—. Tal vez debería intentar hablar con ella y buscarla.Los ojos de Sandra se iluminaron como si le hubiera prometido la luna.—¿De verdad? ¿La vas a llamar? ¿Cuándo? ¿Puede ser ahora mismo?Reí suavemente ante su entusiasmo. —Tranquila, pequeña. Estas cosas llevan tiempo. Primero tengo que pensar bien qué voy a decirle.—Es fácil, papá —dijo Sandra con toda la sabiduría infantil—. Solo dile que la amas y que yo quiero conocerla.Suspiré, deseando que las cosas fueran tan sencillas como las veía mi hija, no podía evitar sorprenderme porque esa pequeña tuviera una mente
Gabriel Uzcátegui.Han pasado los meses, los días se suceden como acuarelas bajo la lluvia, y no hay noticia de Emma, es como si la tierra se la hubiera tragado entera, o tal vez sólo esté huyendo de mí.En cuanto a Sandra, no lleva mejor la guardería. Repasa el abecedario, los números y hasta las sumas y restas, tan deprisa que parece que están pasados de moda, y convierte los pasillos del colegio en su pista de carreras personal, después de hacer la tarea en menos de una hora.Las maestras no la soportan, porque como si su comportamiento no fuera suficiente para estresarlas, se le suma el hecho de que no les deja de señalar sus errores cuando se equivocan, avergonzándolas frente a todos. Me han citado para una charla el próximo lunes, estoy impaciente porque llegue ese momento y poner en sus sitios a varias de las docentes.Y como si mis angustias fueran pocas, la última supervisión de la trabajadora social para la adopción de Emma me fue fatal porque estoy, en paro, una forma educ
Gabriel Uzcátegui.Y allí vamos, en el auto hacia la ciudad natal de Emma, Sandra parloteando sobre el colegio mientras yo ensayo las preguntas que le haré cuando lleguemos. No sólo estoy persiguiendo fantasmas; necesito creerlo.Cuando llegamos a la ciudad, busco un hotel decente, dejo el auto en el estacionamiento y decido caminar, quizás así tenga suerte de encontrármela por el camino.—Emma solía pasear por esta calle —, murmuro más para mí misma que para Sandra mientras recorremos las calles que me resultan familiares y me traen tantos recuerdos de ella.El pueblo no ha cambiado mucho, lo que me reconforta pensar que quizá, sólo quizá, Emma también siga por aquí.—¿Le gustaba estar aquí? —La mano de Sandra se desliza entre las mías, apoyándome en ellas.—Sí, —respondo, sonriéndole — y a veces yo la acompañaba.—¿Y era feliz aquí? —sigue preguntando y es que mi hija es bastante curiosa.—Si claro que lo era —respondo y ella frunce el ceño.—Entonces no debiste sacarla de aquí si
Emma Marín.Me encuentro en medio de la habitación que será de mi bebé, pero aquí parece que ha explotado una boutique de bebés. Peluches y bodies de colores pastel crean una alfombra suave y desordenada sobre el suelo de madera. Estoy abrumada, pero extrañamente decidida, como una concursante de uno de esos reality shows en los que tienen que comer bichos o caminar sobre el fuego a organizar todo, la ropa del suelo colocada en una alfombra es la que debo lavar, y las de la cuna es la limpia que debo doblar y guardar en las gavetas.Esta tarea me parece interminable, cuando creo que voy a terminar siempre surge algo nuevo.Con un suspiro que es en parte exasperación y en parte grito de guerra, me sumerjo en la ropa diminuta. Doblo cada prenda con cuidadosa precisión, como si ese acto pudiera limar las arrugas de mi vida. Los pequeños pijamas con pies, los vaqueros en miniatura... casi puedo sentir los contoneos del pequeño ser humano que los habitará. Y mientras remuevo los bordes de