Gabriel Uzcátegui. Cuando llegamos a casa, su entusiasmo estalla como fuegos artificiales. Apenas abro la puerta, Sandra sale disparada como un cohete, recorriendo cada rincón como si estuviera en una misión de reconocimiento.—¡Guau! ¡Papá, es grande! —grita desde la sala mientras yo dejo las llaves sobre la mesa y recojo su pequeño bolso.La observo con una sonrisa que no puedo controlar. Es como un torbellino, tocando todo con sus pequeñas manos, explorando cada detalle como si fuera el tesoro más preciado. Su risa llena el espacio, y por primera vez en mucho tiempo, la casa no parece un lugar tan vacío.—¿Esta es mi casa? —pregunta, deteniéndose frente a una estantería llena de libros.—Sí, cariño. Es tu casa. —Las palabras salen de mi boca con una mezcla de ternura y firmeza. Quiero que lo entienda, que lo sienta como una promesa. Aquí estará a salvo.—¿Y dónde voy a dormir? —me pregunta con una mezcla de impaciencia y emoción.—Ven, te lo muestro. —Extiendo mi mano y ella la to
Emma Marín.Aunque los días se sucedieron uno tras otro, para mí la vida seguía como paralizada, sentía como si el tiempo se hubiera detenido, y el dolor y la tristeza se alojaban en lo más profundo de mi interior. Allí estaba sentada frente a una hoja de cálculo que parecía extenderse hasta el infinito, no es precisamente la idea que tengo de una mañana productiva. Miro fijamente la pantalla del ordenador, intentando hacer que los números tengan sentido, pero mi mente parece haberse ido de vacaciones sin avisar. Mis dedos flotan sobre el teclado, inseguros, mientras parpadeo rápidamente, intentando despejar la niebla que de pronto se ha instalado en mi cabeza.Y entonces llega la sensación. Primero, un leve mareo, como si la habitación empezara a balancearse de manera imperceptible. Luego, un remolino más intenso que hace que mi visión se nuble momentáneamente. Instintivamente, me agarro al borde del escritorio, buscando algo que me ancle a la realidad. Mi corazón late con fuerza,
Emma Marín.Mi mano se posa instintivamente sobre mi abdomen, mientras termino de arrojar en el inodoro todo lo que comí, al mismo tiempo que una sensación desagradable se enrosca en mi interior, creciendo con cada segundo."Vamos, Emma. ¡Cálmate!," pienso, mientras intento mantener la compostura.Respiro hondo y me lavo las manos, dejando que el agua fría me devuelva algo de claridad. Una idea se forma en mi mente, absurda y ridícula al principio, pero gana fuerza con cada segundo que pasa. Me enjuago la boca y me echo agua en el rostro, mientras me miro al espejo, pero el mareo regresa, esta vez acompañado de un sudor frío que me cubre la frente. Trago saliva y obligo a mi cuerpo a permanecer quieto, aunque todo dentro de mí parece moverse a su propio ritmo desquiciado.La palidez de mi rostro no ha mejorado, y aunque intento convencerme de que estoy exagerando, hay algo en mis ojos, en la forma en que evito mi propio reflejo que me dice que esto no es simplemente un día malo.—Emm
Emma Marín.Me levanto de la bañera, mi mente comienza a girar con pensamientos sobre citas médicas, vitaminas prenatales y todas las cosas que necesitaré hacer en los próximos meses. Pero primero, necesito estar segura. Me cuesta creer que después de tanto esperar el milagro en mi vida, este se hiciera justo cuando no lo esperaba.Saco mi teléfono y comienzo a buscar ginecólogos para pedir citas, hasta que consigo uno y lo marco con dedos temblorosos. Mientras espero que contesten, mi corazón late con fuerza en mi pecho.“Consultorio de la Dra. Esperanza Duarte, ¿en qué puedo ayudarle?”, responde una voz amable al otro lado de la línea.—Hola, soy Emma Marín. Necesito una cita urgente con la doctora, por favor —digo, tratando de mantener la calma en mi voz.—Por supuesto, Sra. Marín. Déjeme revisar la agenda... —Hay una pausa que parece eterna—. Tenemos una cancelación para mañana a las diez de la mañana. ¿Le viene bien?—Sí, perfecto. Gracias —respondo, sintiendo una mezcla de alivi
Gabriel Uzcátegui.Me desperté sobresaltado. Al principio, mi mente no lograba procesar lo que estaba pasando. Pensé que tal vez algo había caído o que estaba soñando, pero el sonido era tan real, tan cercano... como un golpeteo en la oscuridad de la madrugada. Estaba a medio camino entre el sueño y la vigilia, y mi cuerpo estaba tan pesado que ni siquiera me di cuenta de que la cabeza me daba vueltas. Solo escuchaba ese ruido, un suave golpeteo constante, que me hizo abrir los ojos de golpe.Me incorporé rápidamente, pero algo me detuvo. Una pequeña mano, suave, tibia, me tocó la cara. Casi como si la niña estuviera diciendo: “Despierta, papá, es hora de comenzar el día”.Mi visión estaba borrosa, y por un segundo, no supe ni dónde estaba. ¿Qué demonios? Parpadeé, pero la confusión me envolvía. Todo me pareció tan ajeno, como si de alguna manera todo hubiera cambiado sin que yo me enterara.Fue entonces cuando vi esos ojos enormes mirándome fijamente. Mis ojos intentaron enfocar, y a
Gabriel Uzcátegui.La puerta se cierra con un golpe mientras Gladys y Lucía caminan hacia mí, mi hermana, como si fuera la dueña del lugar, lo cual, en su mente, probablemente sea así. Me mira fijamente con esos penetrantes ojos verdes, tan parecidos a los de Glenda, su gemela, pero carentes de toda calidez. Con una postura tan rígida como sus opiniones, avanza a grandes zancadas, cada paso una declaración silenciosa de su prepotencia.—¿En serio, Gabriel? ¿Adopción? —Las palabras salen de su lengua, cada sílaba mezclada con incredulidad y una generosa dosis de condescendencia. —De todos los disparatados planes que has urdido, este se lleva la palma. ¿En qué momento te volviste loco? —La voz de Gladys resonó, cada palabra saliendo de su boca con una mezcla de incredulidad y enfado—. ¿Qué necesidad tienes de adoptar una niña? ¿De verdad crees que esto es lo que debes hacer? Tienes un futuro por delante, cualquier mujer estaría dispuesta a casarse contigo y darte hijos biológicos. Sien
Gabriel Uzcátegui.El aire crepita con tensión, del tipo que prácticamente se puede masticar. Gladys se planta delante de mí, con una postura tan rígida como sus ojos verdes entrecerrados. —¿Te das cuenta, Gabriel? —, empieza, su tono se afila como la hoja de un cuchillo, nuestros padres nunca aceptarán esto—nuestros padres Exigirán que devuelvas a Sandra al lugar de donde la sacaste.Casi puedo oír cómo mi paciencia se deshilacha, como una cuerda vieja que soporta demasiado peso. Aprieto la mandíbula y cuento en silencio hasta diez, ¿o eran veinte? Es difícil llevar la cuenta cuando cada tic es interrumpido por las suposiciones entrecortadas de Gladys.—Mira, Gla —digo, forzando la voz para mantener el nivel —, no soy un niño que necesita la aprobación de sus padres para cada movimiento. Soy adulto, capaz de tomar mis propias decisiones.En mi interior, mis pensamientos se agitan como un animal enjaulado. Fastidio, así es como mi abuela llamaría a esta sensación que se me hace un nud
Gabriel Uzcátegui.El agua cae en cascada sobre mí, a un ritmo relajante que ahoga el zumbido de un mundo demasiado ansioso por invadir mi soledad. Es el único momento en que puedo relajarme, sobre todo desde que tengo una hija.Pero entonces, la tranquilidad se rompe. Suena el timbre. Una, dos veces, reclamando insistentemente atención. —¿En serio? —murmuro, enjuagándome el último resto de jabón de un manotazo.El timbre no cesa. ¿Quién puede estar tan desesperado por invadir mi paz a estas horas intempestivas? Con un suspiro de resignación, salgo de la ducha, con las gotas de agua pegadas a la piel como restos de sueños que no consigo quitarme de encima. Me doy prisa en secarme con la toalla, salgo a la habitación, busco ropa interior y me pongo los vaqueros y una camiseta sobre el pelo húmedo.—Ya voy, ya voy —, refunfuño, aunque está claro que mi visitante tiene la paciencia de un niño con un subidón de azúcar. Mis pies descalzos golpean el fresco suelo de madera mientras me dir