Gabriel Uzcátegui La habitación está en penumbra, excepto por el suave resplandor de la lámpara de la mesilla de noche, que proyecta sombras que bailan por las paredes como si se balancearan al son de la música silenciosa de nuestros corazones. Recuesto a Emma en la cama, con sus ojos grises como charcos de luz de luna, y me sorprende cada maldita vez, cómo puede parecer tan fuerte y tan frágil al mismo tiempo.—¿Estás segura? —Mi voz apenas supera un susurro, áspera por todo lo que queda por decir entre nosotros. Es como si me hubieran rallado la garganta, pero necesito que sepa que ella lleva las riendas.Ella asiente, una suave sonrisa curva sus labios. —Lo estoy.Eso es todo lo que hace falta. Una palabra de Emma y siento como si me hubiera concedido un permiso sagrado. El mundo fuera de esta habitación, con todo su ruido y su caos, se desvanece hasta que no queda nada más que el sonido de mi corazón intentando salirse de mi pecho.Me tumbo encima de ella, con movimientos cuid
Gabriel Uzcátegui.Era extraño cómo algo tan simple como un pedazo de papel podía pesar tanto. Mis dedos lo sostenían con fuerza, aunque no hubiera viento que pudiera arrebatármelo. La caligrafía de Emma me resultaba inconfundible: esa inclinación ligera hacia la derecha, las letras que parecían fluir con la misma suavidad con la que solía hablar. Pero esas palabras… esas palabras no eran suaves. Eran definitivas.“Gabriel, anoche fue hermosa, pero también fue un adiós. Necesito este divorcio, no porque no te ame, sino porque no puedo darte lo que más quieres… me siento que no soy suficiente, sé cuánto deseas tener un hijo y yo no puedo dártelo. Amar es también dejar ir, para que puedas cumplir esos sueños que aunque yo soñaba contigo, no puedo dártelos. Seguir juntos nos seguirá haciendo daño y no quiero que el amor se agote y el día de mañana me odies, no podría soportarlo. Siempre te llevaré en mi corazón porque eres el único hombre que he amado, que seguiré amando y que amaré por
Gabriel Uzcátegui.Salí del despacho con pasos pesados. El frío del exterior me golpeó de inmediato, pero no lo sentía realmente. Mi mente era un torbellino de emociones, un caos de recuerdos y pensamientos que no podía ordenar. No quise conducir, porque no estaba en condiciones. Caminé sin rumbo, dejando que mis pies me llevaran mientras mi mente se llenaba de imágenes de Emma.Recordé nuestra última noche juntos, cómo había intentado aferrarme a lo que quedaba de nosotros. Las risas compartidas, los momentos de calma, incluso las discusiones, todo parecía tan lejano ahora. El peso de lo perdido era abrumador.Miré hacia el cielo gris, dejando que el frío mordiera mi rostro. Sabía que había llegado al final de algo importante, algo que nunca podría recuperar. Pero también sabía que la vida seguiría, aunque en ese momento pareciera imposible. Y con ese pensamiento, di un paso más hacia lo desconocido.Cada esquina de la ciudad parecía estar impregnada de ella. El café donde solíamos d
Gabriel Uzcátegui.La casa estaba vacía, pero cada rincón de ella seguía impregnado de Emma. Desde el perfume que flotaba en el aire hasta las marcas desgastadas en el suelo de madera, fruto de sus pasos inquietos, todo parecía gritar su ausencia. Me dejé caer en el sofá, dejando que mi cabeza cayera hacia atrás. Mis ojos recorrían el techo blanco, pero mi mente estaba atrapada en un torbellino de recuerdos.El silencio es ensordecedor, y aunque me había prometido no aferrarme, no podía evitarlo. No quería irme. Esta casa era todo lo que teníamos juntos, un refugio que construimos desde el primer día en que decidimos compartir nuestras vidas. Pero ahora, cada rincón era un recordatorio de lo que ya no existía. No quería dejarla, y al mismo tiempo, quedarme aquí era como arrancarme la piel a tiras.Me levanté con un movimiento brusco, buscando algo que adormeciera la tormenta en mi interior. De la despensa saqué una botella de whisky que había comprado para alguna ocasión especial, aun
Gabriel Uzcátegui.—Hola, Thomas —Logro sonreír mientras nos damos la mano.—¡Mírenlos! Los hermanos Uzcátegui, reunidos. ¿Cómo les va la vida?Los ojos de Thomas parpadean entre Gruber y yo, inconsciente del terremoto que acaba de provocar en mi pecho.—No me puedo quejar —, responde Gruber por mí, dándome una palmada en el hombro. —Gabriel acaba de volver al mercado después de un pequeño desvío.—Divorcio, ¿eh? —Thomas asiente con simpatía. —Mala suerte. Pero bueno, ahora tienes una segunda oportunidad de hacer todas esas cosas de las que hablabas hace tiempo, ¿no? A mí me ha ido muy bien, monté mi empresa, he viajado, me casé, tengo un hijo de cinco años y mi esposa está embarazad otra vez a Mi vida es exactamente como la planeé — dice orgulloso y no puedo evitar sentir un poco de envidia, porque es el tipo de hombre que realmente hizo todo lo que dijo que haría: viajar por el mundo, montar su propio negocio, vivir de forma aventurera—Claro —, le digo con un eco hueco. Mientras Th
Emma Marín.Los días se sucedían como una cadena interminable de nubes grises, cada uno arrastrando consigo un peso insoportable. Me levantaba solo porque la luz del sol insistía en colarse por las rendijas de las cortinas, y a veces ni siquiera eso era suficiente. Permanecía en la cama durante horas, inmóvil, mirando al techo con la mente llena de ecos. Gabriel. Su sonrisa, su voz, sus ojos que parecían desnudarte el alma. ¿Cómo había llegado a este punto? Me sentía como una sombra de mí misma.El dolor era un nódulo permanente en mi pecho, un recordatorio constante de lo que había perdido. Apenas comía, y cuando lo hacía, era por insistencia de mi madre. Ella traía bandejas con comida que luego retiraba intactas, sus ojos cargados de preocupación que ella intentaba disimular con palabras suaves y gestos cariñosos. Pero no podía engañarla. Sabía que estaba cayendo en un abismo.En varias ocasiones tomé el teléfono para llamarlo. Mis dedos marcaban su número casi por inercia, como si
Gabriel UzcáteguiLa casa estaba sumida en una penumbra cálida, con la única luz proveniente de la pantalla del teléfono que descansaba en mi mano. Otro día más sin ella, otro día pensando que el alcohol y las fiestas me harían olvidarla. La lista de contactos abierta, con su nombre resaltado, era un recordatorio de la lucha interna que libro cada día. Emma. Las yemas de mis dedos acarician la pantalla como si eso pudiera acercarme a ella, pero la línea entre lo que quería y lo que debía hacer se desdibujaba cada vez más.¿Debería llamarla? ¿Y si contestaba? ¿Qué podría decirle? Las palabras se agolpaban en mi mente, una mezcla de reproches, disculpas y un anhelo desesperado que no podía controlar. Pero, ¿y si no contestaba? Esa posibilidad me consumía más que cualquier otra cosa. La incertidumbre de su silencio era peor que cualquier rechazo.La pantalla del teléfono se apagó, reflejando mi rostro cansado. Un suspiro pesado escapó de mis labios mientras me dejaba caer hacia atrás en
Gabriel Uzcátegui.Sus manos me tocan la cintura y yo debería responderle, corresponderle, hacer cualquier cosa que no sea quedarme aquí como una de las estatuas caras del hotel. Sin embargo, sólo puedo pensar en lo mal que me siento, en que no es justo ni para ella ni para mí, y en que ninguna distracción física llenará el vacío que Emma ha dejado en mi vida.—Quizá deberíamos relajarnos —, sugiero, esperando que no oiga la desesperación en mi voz.—Relájate —, repite ella, con una pizca de picardía, claramente malinterpretando mi intención.Y cuando pasa sus manos en mi cuello, llevándonos hacia la cama, sé que estoy a punto de cometer un error del que no puedo retractarme. Porque la verdad es que no estoy aquí por Nubia; estoy aquí persiguiendo a un fantasma, y esa no es forma de empezar, ni de acabar, nada.Los dedos de Nubia recorren mi brazo, provocando una corriente que debería encender algo, cualquier cosa. En lugar de eso, es como si estuviera pasando las páginas de un álbum