Emma Marín.Los días se sucedían como una cadena interminable de nubes grises, cada uno arrastrando consigo un peso insoportable. Me levantaba solo porque la luz del sol insistía en colarse por las rendijas de las cortinas, y a veces ni siquiera eso era suficiente. Permanecía en la cama durante horas, inmóvil, mirando al techo con la mente llena de ecos. Gabriel. Su sonrisa, su voz, sus ojos que parecían desnudarte el alma. ¿Cómo había llegado a este punto? Me sentía como una sombra de mí misma.El dolor era un nódulo permanente en mi pecho, un recordatorio constante de lo que había perdido. Apenas comía, y cuando lo hacía, era por insistencia de mi madre. Ella traía bandejas con comida que luego retiraba intactas, sus ojos cargados de preocupación que ella intentaba disimular con palabras suaves y gestos cariñosos. Pero no podía engañarla. Sabía que estaba cayendo en un abismo.En varias ocasiones tomé el teléfono para llamarlo. Mis dedos marcaban su número casi por inercia, como si
Gabriel UzcáteguiLa casa estaba sumida en una penumbra cálida, con la única luz proveniente de la pantalla del teléfono que descansaba en mi mano. Otro día más sin ella, otro día pensando que el alcohol y las fiestas me harían olvidarla. La lista de contactos abierta, con su nombre resaltado, era un recordatorio de la lucha interna que libro cada día. Emma. Las yemas de mis dedos acarician la pantalla como si eso pudiera acercarme a ella, pero la línea entre lo que quería y lo que debía hacer se desdibujaba cada vez más.¿Debería llamarla? ¿Y si contestaba? ¿Qué podría decirle? Las palabras se agolpaban en mi mente, una mezcla de reproches, disculpas y un anhelo desesperado que no podía controlar. Pero, ¿y si no contestaba? Esa posibilidad me consumía más que cualquier otra cosa. La incertidumbre de su silencio era peor que cualquier rechazo.La pantalla del teléfono se apagó, reflejando mi rostro cansado. Un suspiro pesado escapó de mis labios mientras me dejaba caer hacia atrás en
Gabriel Uzcátegui.Sus manos me tocan la cintura y yo debería responderle, corresponderle, hacer cualquier cosa que no sea quedarme aquí como una de las estatuas caras del hotel. Sin embargo, sólo puedo pensar en lo mal que me siento, en que no es justo ni para ella ni para mí, y en que ninguna distracción física llenará el vacío que Emma ha dejado en mi vida.—Quizá deberíamos relajarnos —, sugiero, esperando que no oiga la desesperación en mi voz.—Relájate —, repite ella, con una pizca de picardía, claramente malinterpretando mi intención.Y cuando pasa sus manos en mi cuello, llevándonos hacia la cama, sé que estoy a punto de cometer un error del que no puedo retractarme. Porque la verdad es que no estoy aquí por Nubia; estoy aquí persiguiendo a un fantasma, y esa no es forma de empezar, ni de acabar, nada.Los dedos de Nubia recorren mi brazo, provocando una corriente que debería encender algo, cualquier cosa. En lugar de eso, es como si estuviera pasando las páginas de un álbum
Reina Uzcátegui.El reloj marcaba las ocho de la noche, pero la opulenta sala de estar de mi casa permanecía iluminada como si fuera mediodía. La luz cálida de las arañas de cristal se reflejaba en los muebles lujosamente tapizados y en las cortinas de terciopelo. Me paseaba lentamente, los tacones resonando en el piso de mármol, mientras el peso de mis pensamientos me mantenía inquieta. Había algo en el aire, una tensión latente que no podía ignorar.Mi mente estaba atrapada entre la preocupación y la frustración, principalmente por Gabriel. Desde que firmó esos malditos papeles, mi hijo se había convertido en una sombra de sí mismo; temía que se perdiera en el camino.Creí que podía tener un poco más de control sobre él con la partida de Emma, pero no era así, Gabriel no era de quienes confrontaba de frente, o que se negara a cumplir mis sugerencias a través de discusiones. Él era pasivo, me hacía creer que me escuchaba que estaba de acuerdo conmigo, pero al final terminaba haciend
Emma Marín.El aire del aeropuerto me golpeó con una mezcla de frialdad artificial y promesas de algo nuevo. Había algo extraño en la forma en que las luces blancas del techo hacían que todo pareciera más brillante de lo que realmente era, como si intentaran compensar la opacidad de mis pensamientos. Con la maleta tirando de un lado y mi mochila clavándose en el otro, me sentía como una tortuga moderna cargando mi vida a cuestas, al lado de mi madre.—Bienvenida a lo desconocido —, murmuro, mientras miro los carteles con direcciones en un idioma que apenas entiendo.La ansiedad y la emoción se estrellan como olas en mi pecho. Estoy aquí por un nuevo comienzo, pero también porque no tengo idea de cómo seguir adelante. Y eso, supongo, es lo que lo hace tan emocionante y aterrador al mismo tiempo. El bullicio del aeropuerto no ayuda a calmar mis nervios. Los anuncios constantes y el sonido de las ruedas de las maletas sobre el suelo pulido crean una cacofonía que me obliga a concentrarm
Gabriel Uzcátegui.Me paseo por el salón con el teléfono apretado en la mano como si fuera un detonador. Me siento como una bomba a punto de estallar. No he parado de caminar en círculos, y el ruido de mis propios pasos sobre el suelo de madera ya me está volviendo loco.—Por Dios, Gabriel, si sigues así, vas a hacer un cráter en el piso —murmuro, dirigiéndome a mí mismo. Y es que el día anterior, me habían preguntado si seguía interesado en adoptar a Sandra, porque iban a emitir una decisión provisional, para que pudiera irse conmigo, y que el día siguiente me llamarían a primera hora para confirmarme toda la información si estaba de acuerdo.Sin embargo, El teléfono sigue silencioso, maldito aparato. Lo miro de reojo, como si fuera una criatura caprichosa que no piensa darme lo que necesito. El orfanato dijo que llamarían “a primera hora”, pero al parecer mi definición de “primera hora” y la suya no coinciden.—Seguro que se retractaron —murmuro—. "Miren a este pobre tipo, ahora qu
Gabriel Uzcátegui. Cuando llegamos a casa, su entusiasmo estalla como fuegos artificiales. Apenas abro la puerta, Sandra sale disparada como un cohete, recorriendo cada rincón como si estuviera en una misión de reconocimiento.—¡Guau! ¡Papá, es grande! —grita desde la sala mientras yo dejo las llaves sobre la mesa y recojo su pequeño bolso.La observo con una sonrisa que no puedo controlar. Es como un torbellino, tocando todo con sus pequeñas manos, explorando cada detalle como si fuera el tesoro más preciado. Su risa llena el espacio, y por primera vez en mucho tiempo, la casa no parece un lugar tan vacío.—¿Esta es mi casa? —pregunta, deteniéndose frente a una estantería llena de libros.—Sí, cariño. Es tu casa. —Las palabras salen de mi boca con una mezcla de ternura y firmeza. Quiero que lo entienda, que lo sienta como una promesa. Aquí estará a salvo.—¿Y dónde voy a dormir? —me pregunta con una mezcla de impaciencia y emoción.—Ven, te lo muestro. —Extiendo mi mano y ella la to
Emma Marín.Aunque los días se sucedieron uno tras otro, para mí la vida seguía como paralizada, sentía como si el tiempo se hubiera detenido, y el dolor y la tristeza se alojaban en lo más profundo de mi interior. Allí estaba sentada frente a una hoja de cálculo que parecía extenderse hasta el infinito, no es precisamente la idea que tengo de una mañana productiva. Miro fijamente la pantalla del ordenador, intentando hacer que los números tengan sentido, pero mi mente parece haberse ido de vacaciones sin avisar. Mis dedos flotan sobre el teclado, inseguros, mientras parpadeo rápidamente, intentando despejar la niebla que de pronto se ha instalado en mi cabeza.Y entonces llega la sensación. Primero, un leve mareo, como si la habitación empezara a balancearse de manera imperceptible. Luego, un remolino más intenso que hace que mi visión se nuble momentáneamente. Instintivamente, me agarro al borde del escritorio, buscando algo que me ancle a la realidad. Mi corazón late con fuerza,