Emma Uzcátegui.Los ojos de Reina se entrecierran, afilados como puñales, y noto que la tensión aumenta. Es como ver un acto en la cuerda floja, en el que un paso en falso podría hacer que todo se viniera abajo. Los hombros de Gabriel están firmes, su postura es firme, pero incluso desde detrás de él, puedo ver el temblor de sus manos. Él la ama, que Dios le ayude, lo hace. Pero aquí está, enfrentándose a ella... por mí.—Gabriel, me estás echando por ella… no puedes defender... —La voz de Reina se interrumpe al contemplar la postura inflexible de su hijo, el desafío en su mirada que hace juego con el apretón de su mandíbula.—¿Defenderla? Sí, puedo hacerlo. Y lo haré, siempre porque es mi esposa, la mujer que amo —. Corta la indignación de Reina con una seguridad que roza la desesperación. Su lealtad hacia mí brilla, como un farol en la tensa oscuridad entre madre e hijo.Quiero tenderle la mano, tocarle la espalda, ofrecerle un apoyo silencioso, pero mis miembros se niegan a movers
Emma UzcáteguiLos días se arrastraban como si cada hora fuera un año, y mi mente no podía detenerse. Cada pequeño síntoma, cada cambio en mi cuerpo se sentía como una pista, una promesa o una advertencia. Las mañanas eran las peores. Abría los ojos con la sensación de un peso enorme aplastando mi pecho, una mezcla de esperanza y miedo que no me dejaba respirar con normalidad.Pasaba mucho tiempo tumbada en el sofá, mirando el techo o pasando los canales de televisión sin prestar atención a nada. Gabriel insistía en que debía descansar, en que no me estresara. ¿Cómo podía no hacerlo? Mi mente repetía en un bucle incesante la misma pregunta “¿Y si esta vez funciona? ¿Y si no?”La casa estaba silenciosa, demasiado silenciosa. Gabriel se esforzaba por estar conmigo, por distraerme, pero incluso sus esfuerzos eran como un eco en el vacío. Una y otra vez, intentaba convencerme de que todo estaría bien, que no importaba el resultado porque nos teníamos el uno al otro. Pero yo sabía que, en
Emma UzcáteguiSubimos al auto, mientras él conducía por las calles de la ciudad, la desolación se anidaba en mi pecho. Aprieto la frente contra el frío cristal de la ventanilla del coche y observo cómo el mundo se difumina en formas y colores indistintos.Es como uno de esos cuadros impresionistas, manchados y sentimentales, más o menos como me siento ahora mismo: manchada y demasiado emocional para ser cómoda. El sarcasmo que siempre me anima se está hundiendo rápidamente, sustituido por un dolor punzante en el pecho que no puedo quitarme de encima.«Podríamos haber estado felices de haber sido positivo», susurro en mi mente, a mi reflejo en el cristal. No a Gabriel, porque las palabras son demasiado frágiles y no estoy segura de querer que las oiga. Pero es verdad, ¿no? Podríamos haber sido nosotros riéndonos sin preocupaciones, nuestras manos entrelazadas despreocupadamente mientras paseábamos por algún bulevar, despreocupados por las grietas de nuestros cimientos.Suelto un suspi
Emma Uzcátegui.Pasaron un par de días como un borrón gris, con la monotonía como mi única compañía. Gabriel y yo habíamos coexistido en un silencio tenso, como si cualquier palabra pudiera ser el detonante de una explosión que ninguno de los dos quería provocar. Pero hoy era diferente. Hoy era el cumpleaños de Reina, la madre de Gabriel, la mujer cuya presencia siempre lograba desencadenar una tormenta en nuestras vidas.Gabriel se acercó a mí mientras tomaba un café. Su mirada era cautelosa, como si estuviera sopesando cada palabra antes de decirla.—Emma, es el cumpleaños de mi madre. Voy a pasar un par de horas allá. No quiero que sientas que debes ir. De verdad, puedo ir solo, sé que no la pasarías bien y, aunque yo también tendré que lidiar con los comentarios. Es mi madre, y no puedo evitar estar con ella aunque sea un momento este día.Le miré, evaluando su postura. Gabriel, el hombre que siempre intentaba protegerme, incluso de su propia familia. Pero esta vez, algo dentro d
Emma Uzcátegui.Me alegó, tomo un sorbo de mi refresco, la carbonatación chisporrotea contra mi lengua como fuegos artificiales en miniatura, mucho menos explosivos que los que detonan en mi cabeza. La voz de Reyna se repite en mi cabeza una y otra vez, mi monólogo interior sube el volumen. Oh, Emma, eres una comediante habitual, ¿verdad? Lástima que tu rutina de monologuista implique enfrentarte a matriarcas familiares con cuchillos verbales en lugar de lenguas.Ni siquiera estar en el jardín me da esa sensación de soledad y tranquilidad que añoro en ese momento.Así que finalmente, encuentro refugio en la antigua habitación de Gabriel y me apoyo en la fría solidez de la puerta una vez que se cierra tras de mí. La habitación es una cápsula de tranquilidad en medio del caos, con las paredes forradas de libros que han escuchado más secretos que un cura. Es curioso cómo el silencio puede ser tan ruidoso cuando estás a solas con tus pensamientos, pensamientos que en estos momentos está
Gabriel UzcáteguiEl sonido del despertador rompió el silencio de la madrugada, y, por una vez, no sentí el impulso de aplazarlo. Me levanté de la cama con un peso en el pecho y un destello de determinación en la mirada. Hoy era el día. Mientras me cepillaba los dientes, mi mente repasaba el plan una y otra vez. “¿Es una locura? ¿Debería hablar con Emma primero?” me pregunto mentalmente, pero sabía que ella estaba demasiado frágil, demasiado atrapada en su propio dolor para siquiera considerar esta opción. Así que me tocaba a mí. Al mirarme en el espejo, vi a un hombre dividido entre la ansiedad y la esperanza. —Vamos, Gabriel —, me dije en voz baja. —Si puedes sobrevivir a una cena con tu madre y su monólogo eterno sobre la perfección, puedes con esto. Una vez que me duché, me vestí de manera silenciosa para no despertar a Emma que dormía, tomé el listado de orfanatos que había anotado y decidí salir a visitarlos.El viaje al primer orfanato fue un desfile de pensamientos enc
Gabriel Uzcátegui.Las llaves tintinean en mi mano como si quisieran soltarse y bailar en la acera. Me las meto en el bolsillo, sintiendo el arrugamiento de los papeles de adopción disfrazados de contratos de compraventa de propiedades. El corazón me late como si tuviera su propia batería, y cada paso que doy hacia la puerta principal está cargado con el peso de lo que estoy a punto de hacer.—Hola, Emma —, digo con la mayor despreocupación posible una vez dentro, esperando que mi voz no delate el nudo de nervios que tengo en el estómago.—¡Aquí, Gabriel! —Su voz flota desde el salón, ligera y libre de la gravedad que me atenaza.La encuentro acurrucada en el sofá, perdida en un laberinto de hojas de cálculo y facturas que ensucian la mesita como confeti después de una fiesta de Año Nuevo que nadie se molestó en limpiar. Tiene el ceño fruncido por la concentración y muerde el capuchón del bolígrafo, señal inequívoca de que está muy preocupada. Levanta la vista y sus ojos se cruzan bre
Gabriel Uzcátegui.El día comienza con un aire espeso y cargado, como si la misma atmósfera estuviera conspirando para mantenernos atrapados en nuestras emociones no resueltas. Me despierto antes que Emma, escucho su respiración suave y pausada, pero incluso mientras duerme, su postura parece pesada, como si estuviera cargando con un peso invisible que no puedo aliviar.Mi mente no ha dejado de girar, repasando todo lo que hicimos, todo lo que no dijimos. Es como estar atrapado en un sueño lúcido, sabiendo que algo anda mal, pero sin poder hacer nada al respecto.Me levanto, preparo café y miro por la ventana mientras intento trazar un plan. Emma ha estado tan retraída estos días, que se siente como si viviéramos en dos planetas diferentes. Decido que necesito hacer algo para llegar a ella, un gesto que diga todo lo que las palabras parecen incapaces de expresar.“Un regalo”, pienso. Algo simbólico, algo que diga: “te veo, te entiendo, estoy aquí.” El sarcasmo en mi mente no tarda en