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Capítulo 2. Dos horas tarde, heredero

Santiago se desperezó en la enorme cama de una habitación de hotel.

A su lado, una rubia despampanante, completamente desnuda, le sonreía con satisfacción.

Nunca llevaba mujeres a su casa, para lo que siempre tenía disponible esa suite de lujo, a la que iba con tal frecuencia que ya se manejaba como en un segundo hogar, con ropa limpia y elegante en su vestidor.

Miró a la mujer junto a él, dudando ahora, a la luz del día, de que realmente tuviera veintiún años. Parecía menor.

No es que le molestara la juventud, pero no quería problemas con la ley, o su padre lo mataría.

Decidió no pensar en eso, de todos modos, nunca volvería a verla.

Y, considerando lo sucedido la noche anterior, no era ninguna niña inocente. Manifestaba una considerable experiencia.

Desde hace cinco meses, Eduardo Esquivel lo había puesto al frente de la empresa, como director general, en un voto de confianza que el joven no había honrado aún, mostrándose algo irresponsable.

Santiago se relajaba en el hecho de que su progenitor seguía en Esquivel Tech como asesor, y tomaba las decisiones cuando él no estaba.

La jovencita se incorporó un poco en la cama, luciendo sus curvas perfectas, haciendo que el cuerpo del hombre reaccionara de inmediato.

Sin embargo, descubrió con fastidio que hace casi una hora que debería estar en su oficina, y no tenía tiempo para dedicarle a la rubia, así que ignoró sus instintos, y se dirigió al cuarto de baño mientras le decía:

-Vístete. Fue maravilloso, pero debo irme.

Ella le dijo con voz algo chillona y una evidente decepción:

-¿Tan pronto? ¿Me llamarás, Santi?

Él le mintió:

-Sí, por supuesto, Clarisa…

Ella lo corrigió con sorpresa:

-Soy Camila.

-Claro… eso… Te llamaré… Ahora vete…

Se dio media vuelta y entró a ducharse, sin mirarla un minuto más.

Olvidaría su rostro, y jamás había agendado realmente su número telefónico.

Santiago Esquivel era así.

Un hombre de apenas treinta años que encandilaba con sus ojos verdes y cabello oscuro, alto, de músculos definidos a fuerza de gimnasio, con una billetera abultada, atributos impactantes que cortaban la respiración a sus amantes ocasionales, y un ego aún más grande que su riqueza.

No se comprometía con nada, ni nadie, aunque su padre estaba haciendo esfuerzos porque al menos se involucrara responsablemente en los negocios.

No era malo en su trabajo. Sólo inconstante.

Aunque cuando se enfocaba era un CEO feroz e inteligente, por lo general prefería dedicarse a sus aficiones, antes que a sus obligaciones.

Santiago se duchó largamente, despejando su mente de los efectos de la fiesta de la noche anterior, del alcohol, y de las mujeres que se le insinuaron sin disimulo.

El agua corría por su cuerpo perfecto, revitalizándolo.

Salió del hotel con una muda de ropa limpia que guardaba en el vestidor de la suite, que ya estaba vacía sin rastros de la rubia, se dirigió a su lujosa casa, donde eligió con cuidado un traje más acorde con su día y desayunó en la cocina junto a Edith, la anciana cocinera que lo adoraba como a un nieto, y con la que tenía justamente esa relación como de abuela, y una confianza única.

Aunque la mujer reprobaba su comportamiento errático, no dejaba de mimarlo y cuidarlo.

Después de un desayuno, una reprimenda y un analgésico, Santiago se fue a la oficina, llegando casi dos horas más tarde de lo que le había pedido su padre.

Subió a las oficinas sin prisa, sonriendo como un galán a la recepcionista y a las jovencitas que lo miraron casi babeando.

Entonces recordó que Eduardo le había hablado de contratar una secretaria para que lo ayudara a organizarse y enfocarse en el trabajo.

Observó a las mujeres con mirada de lobo hambriento, como si se tratara de un catálogo de sabores deliciosos, y pensó que, tal vez, con una de ellas en la oficina podría divertirse y quedarse más horas en la empresa, tal como su padre quería.

Su padre…

No dejaba de recordarle que, a su edad, él ya estaba casado, con un hijo y una empresa floreciente.

Que tenía que sentar cabeza y dejar de comportarse como un adolescente en celo, buscar una novia formal y comenzar una familia.

Según Eduardo, no le exigía mucho.

Pero Santiago no deseaba renunciar a la libertad.

No se había enamorado, descontando un amor pueril de su adolescencia, ni se imaginaba como padre, por lo que se cuidaba muy bien con sus conquistas.

Incluso se había planteado una vasectomía.

Admiraba y apreciaba mucho a su padre, pese a que no habían compartido mucho en su infancia a causa del trabajo.

Pero no estaba dispuesto a seguir sus pasos a rajatabla.

-Su padre está entrevistando ahora a "una" de las candidatas, señor Esquivel. Solicitó que no lo molestaran.- le dijo la recepcionista con un extraño gesto de disgusto que no supo identificar. Como si la "candidata" no fuera de su agrado.

"A lo mejor la mujer es demasiado bonita, y ella está celosa", pensó Santiago.

Esa idea lo hizo sonreír, y tomó la decisión de interrumpir, para ver si era más interesante que la docena que esperaba afuera, que, cuanto más las miraba, más idénticas entre sí le parecían.

Hermosas, pero todas tan igualmente peinadas, maquilladas y vestidas… que de pronto se sintió agobiado.

Así que, ignorando la advertencia, abrió la puerta de la oficina de su padre y entró sin golpear.

Ante sus ojos no estaba el ángel que había imaginado, sino una mujer madura y de vestimenta anticuada, cuyos ojos vivaces lo observaron con curiosidad, mientras su padre, quien le sonreía a ella gratamente satisfecho, sostenía el currículo en sus manos y luego lo miraba alzando una ceja, con una interrogación pintada en su rostro.

-Solicité que no me interrumpieran, hijo. Llegas dos horas demasiado tarde para elegir a tu secretaria, así que me estoy haciendo cargo.

El joven lo miró con fastidio.

-Sin embargo, afuera hay aún muchas candidatas para entrevistar. Puedo ocuparme de esto a partir de ahora.

-Me demoré más de lo esperado con la señorita Márquez, pero no será necesario seguir con las entrevistas. Ya lo he decidido. Claro, si ella acepta trabajar contigo...

Santiago lo miró sin entender. No era el único. Muriel también estaba sorprendida.

El hijo preguntó:

-¿Ya? ¿Cuántas entrevistas has hecho?

Eduardo Esquivel sonrió.

-Sólo una. Pero no necesito más.

Santiago miró a Muriel con más detenimiento.

No era fea, pero no era para nada su tipo, además de que podía ver claramente que esa mujer tenía veinte años más que las que esperaban afuera.

Sin duda esa mujer mayor no le daría el entretenimiento en el que había pensado al entrar a la recepción, ni la motivación para quedarse en la oficina.

Tenía un buen cuerpo, para su edad, bonitas curvas, labios sensuales… aunque ella también lo observaba ahora, y a él no le gustaba la forma en que lo hacía.

Había un brillo que lo confundía.

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