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02. Cacería en Pueblo Plasmar.

El sol abrasaba la Plaza Central de Pueblo Plasmar, pero el calor sofocante no era lo más insoportable. Era la tensión en cada mirada furtiva, en los pasos apresurados y en las patrullas Plasmáticas que cruzaban las calles. Siete meses después de la batalla en la Usina Succina, el pueblo ya no era el mismo. Las sonrisas habían desaparecido, las conversaciones se susurraban, y cada día el control de Marta, la Mandataria, se hacía más evidente.

Antenas y cámaras cubrían cada esquina, observando cada paso de los habitantes; las miradas desconfiadas eran constantes y se multiplicaban. En el centro de la plaza, Marta se erguía sobre un estrado improvisado, su voz resonando con una fuerza inquebrantable entre los muros de piedra. Su implacable fervor no dejaba lugar a dudas: estaba instigando a la multitud.

—¡Escuchad, mortales, nuestro grito sagrado! —declaró, levantando los brazos con dramatismo—. ¡Los Sanguíneos son la verdadera amenaza de nuestra civilización! El Proyecto Purga Sanguínea ha comenzado.

Vítores y aplausos estallaron entre la multitud, aunque las caras de algunos presentes reflejaban más temor que fervor. Los Plasmáticos, con miradas frías y calculadoras, parecían ansiosos por comenzar la cacería. Marta había convertido la erradicación de los Sanguíneos en un deber patriótico; cualquier disidencia, incluso una palabra mal colocada, era aplastada sin piedad.

* * *

Cerca del borde de la plaza, Gwen avanzaba con la cabeza gacha, distraída en sus pensamientos, llenos de imágenes de una última confrontación. Gwen era una de ellos, una Sanguínea a la cual erradicar, y aunque su habilidad para ocultarlo la había salvado hasta ahora, cada día era una nueva apuesta por la supervivencia. 

Al cruzar una esquina, se alejó del bullicio, pero una sensación extraña la hizo detenerse. La calle desierta tenía un aire antinatural, como si algo estuviera fuera de lugar. Sus músculos se tensaron instintivamente. Cuando dobló otra esquina, su intuición se confirmó: Karola, delgada y peligrosa, estaba allí, sosteniendo un cuchillo con una sonrisa torcida. Detrás de ella, el imponente Krakatoa, un gigante de rostro hosco, bloqueaba cualquier ruta de escape.

—"Sanguíneos, vos seréis muertos si quedéis en Pueblo Plasmar..." —dijo Karola con tono burlón, y una sonrisa cargada de crueldad—. Si eres Sanguínea, tu tiempo terminó.

Antes de que pudiera reaccionar, una tercera figura emergió del callejón: Quinoa, pequeña pero letal, apuntaba con un "Arma de Municiones", un artefacto prohibido y mortal a los Sanguíneos. Gwen dio un paso atrás, tropezando con el borde de la acera. La voz en su mente, siempre presente, la urgió con insistencia: «¡Atácalos! ¡Usa tus habilidades o te descubrirán!». Pero algo dentro de ella se resistía. No había usado Habilidades Plasmáticas en meses y estaba decidida a seguir viviendo sin ellas. Sin embargo, sabía que si no actuaba, su secreto quedaría expuesto.

—Vengan si se atreven —gruñó Gwen, tratando de sonar más segura de lo que realmente estaba. 

Karola no esperó. Se lanzó hacia ella, rápida como una sombra. Gwen reaccionó instintivamente, tomó una piedra del suelo y la lanzó con precisión, golpeando el ojo derecho de Karola. El grito de dolor de esta resonó en el callejón, haciéndola retroceder.

—¡Karola! —exclamó Quinoa, alarmada, bajando momentáneamente el arma.

Gwen, con manos temblorosas, recogió más piedras. Sabía que era una defensa precaria, casi desesperada, pero no tenía otra opción. No debía usar Habilidades Plasmáticas, no después de lo que había pasado hace meses. El poder dentro de ella latía, pidiendo ser liberado, pero Gwen lo mantenía encadenado, temiendo lo que podría suceder.

—Den un paso más y terminarán igual —gruñó Gwen, su voz forzada, intentando convencerse tanto a sí misma como a ellos.

Pero Krakatoa avanzó, su figura colosal proyectando una sombra que parecía envolverla. El cuchillo en su mano brillaba bajo el sol. Gwen sabía que no podría detenerlo con simples piedras, pero tampoco estaba dispuesta a ceder.

—No importa cuántas piedras lances —gruñó Krakatoa, alzando el cuchillo—. Si te corto, veremos si realmente no eres una Sanguínea.

El cuchillo descendió en un arco mortal. Gwen apenas tuvo tiempo de reaccionar. Lo atrapó instintivamente, sintiendo cómo el filo mordía su palma izquierda. El calor de su sangre la hizo estremecerse. Por un instante, el tiempo pareció congelarse. Los ojos de Quinoa se abrieron de par en par al ver las gotas rojas en el suelo.

—¡Es sangre! —gritó Quinoa, su voz llena de pánico.

Krakatoa, con el rostro endurecido, alzó la voz:

—¡Es Sanguínea! ¡La tenemos! —su grito resonó como una sentencia en el callejón.

En ese instante, Gwen lo entendió. Su secreto estaba al descubierto. Ya no había vuelta atrás. Ahora, la caza, realmente había comenzado para ella.

* * *

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