Las lágrimas falsas de algunos hicieron que Felipe contuviera el aliento. La gente podía ser muy hipócrita. Esas mismas personas que ahora lloraban habían sido los primeros que habían festejado el destierro de su familia. Una de las primeras cosas que haría cuando la corona estuviera en su cabeza sería despojar el castillo. No soportaría convivir con personas de doble cara y moral.
—Lo lamento mucho, hijo. —Y Felipe sabía que el dolor que mostraba la expresión de Gregory era sincero.
—Fue hace mucho. No te preocupes. —contestó quitándole hierro al asunto. De más estaba decir que había causado la muerte de su padre. De más estaba comunicar que una niña de catorce años había tenido parcialmente la culpa. De más estaba mostrar tristeza delante de esa gente que no eran más que una partida de vagos, que lo juzgarían nada más darse la espalda.
Se demoraron conversando otro rato más. Mandaron a preparar sus habitaciones e hicieron los preparativos para cuando llegaran Teresa y Anabelle Rinaldi. Felipe pidió que le mostraran el despacho que ocuparía y los criados prácticamente corrieron a su mandato. Gran sorpresa que se llevó al ver una montaña de papeles inmensa. Emiliano hacía mucho rato que no atendía los asuntos del reino.
Sin embargo la parte económica estaba al día. Los registros de mercado, los balances financieros, los costes y ganancias. Era sumamente increíble que a pesar de la horrible situación que se encontraba esos detalles estuvieran tan bien. Emilio había utilizado los fondos del país pero si Talovara se había mantenido era en gran medida porque seguí generando ingresos.
Le enorgullecía saber que gran parte del dinero era destinado a la educación y otro porcentaje a la salud. Ambos sectores seguían siendo gratuitos. Incluso había becas para aquellos de bajos recursos.
—Necesito ver a quien está a cargo de está área, Greg. ¿Puedes localizarlo?
Gregory asintió aunque sus ojos escondían algo. Se encaminó a la puerta y dio un leve orden, de forma tan escueta que a Felipe le costó trabajo descifrar sus palabras.
—Joder —expresó William admirado— .Es un genio. Quien lleva esto es un genio. Es admirable. —Y mientras iba pasando hoja tras hoja sus ojos se abrían más hasta casi salírsele de las órbitas. Al llegar a las últimas páginas una mueca se fue extendiendo en sus facciones. Ante el cambio en la expresión de su amigo, Felipe se detuvo. Iba a preguntarle que le pasaba cuando un suave toque los interrumpió.
En el momento que Elena cruzó la puerta, Felipe se levantó airado. Para no querer verla le salía hasta en la sopa.
— ¿Qué demonios haces aquí? —No le dio tiempo a que respondiera y siguió hablando— .Supongo que tu papito te contó las buenas nuevas. Tienen el día de hoy para salir vagando leches de mi casa. No seré tan ruin de echarlos del país pero no los quiero ver. Si se van al fondo del mar, muchísimo mejor.
—Ya mi padre me informó. Dejé a Iley haciendo las maletas
—Por supuesto que sí —Volvió a interrumpir Felipe. No sabía de donde estaba saliendo esa ira pero no podía controlarse. Quizás tantos años guardando rencor tenían que salir pos alguna parte— .La princesita no puede hacer un trabajo tan simple. Al parecer Dios no le dio manos ¡Se te echará a perder la manicura si doblas unas cuantas camisas!
— ¿A ti te falta un tornillo o qué? —preguntó Elena de forma burlesca. Felipe le estaba tocando las narices y ella sabía muy bien como responder. Uno de sus mayores defectos era que no sabía quedarse callada. Siempre tenía una respuesta para todo- .Me parece que el exilio te dio problemas en el coco. —Y a esa última palabra se señaló la cabeza.
Gregory y William miraban de uno a otro como si fuera un partido de tenis.
—Sal de aquí.
— ¿Entonces para qué me llamaste? A parte de loco también tienes demencia. Deberías revisarte de verdad, te lo digo cómo un consejo sano.
Elena supo que se había pasado cuando vio como el labio de Felipe temblaba. Como entrecerraba los ojos y como levantó la mano para golpearla. Aguantó estoicamente. Quizás si él se la devolviera se le quitaría esa mala leche.
—Hazlo —Lo provocó— .Eso sería lo último que te faltaría para ser una rata de alcantarilla.
Felipe se contuvo. Las palabras de Maximiliano Rinaldi acudieron a su cabeza. "Un caballero jamás debería golpear a una dama, aunque se lo merezca. La dignidad de un hombre está por encima de la maldad de una mujer"
—Creo que deberías salir de aquí, señorita. Su presencia no es bienvenida —William habló con firmeza. Esa mujer se merecía unas nalgadas que le dejaran el trasero morado. Sabía de todo los males que le había causado a su amigo. Sólo por eso la odiaba. Pero como abogado estaba acostumbrado a escuchar las dos partes de la historia. Sabía que siempre había más de una versión. Y algo le decía que ahí había más de trasfondo.
—Es la que lleva la contabilidad —intervino Gregory. Había tenido muchas conversaciones con Elena. Le había pedido que fuera más comedida. Más correcta. Nunca le había hecho caso. Y por esa razón se había metido en tantos problemas. Pero era casualmente la misma razón que hacía que la quisiera como lo hacía.
—Pues le llamé para decirle que su labor ya no será necesaria. A partir de ahora es prescindible. Su mal trabajo hace que ya no se requieran sus servicios. —Felipe nunca había dicho tantas mentiras juntas. Pero quería humillarla.
Elena se encogió de hombros como si no le importara y se dispuso a salir del despacho.
—Tampoco lo aceptaría. Jamás trabajaría para un déspota. Tienes una cara de sinvergüenza que no puedes con ella.
En sus treinta y un años de vida a Felipe lo sorprendían pocas cosas. Había vivido tantas cosas malas en un periodo de tiempo tan corto que tenía el cupo lleno para toda la vida. La actitud de Elena lo dejó anodado. Sin palabras. La mujer de sus pesadillas salió con la barbilla alzada y la postura regía. Digna como una reina. Y lo era. Aunque él no quisiera admitirlo.
—Las pasarás canutas, jovencito —expresó Gregory con pesar moviendo la cabeza de un lado a otro— .Es una de las mejores.
—Ya vendrán otros. Necesito una secretaria Greg. Urgentemente. Tú no puedes con todo. Yo menos. Y no quiero a ningún Fonetti en el castillo.
La mañana dio paso a la tarde y la tarde a la noche. El tiempo voló de tan entretenidos que estaban organizando los papeles y las bases legales de la cesión. Estaban hambrientos cuando entraron al comedor familiar para cenar. No había ningún plato, copa o cubierto. Estaba completamente vacío.
Esa estancia que estaba en penumbras hacía mucho que no se utilizaba. La duda caló en su mente y se dirigió con paso firme al comedor principal. Sus pies iban solos como si tuvieran memoria propia. A pesar de todos los años que habían pasado, Felipe conocía ese lugar como la palma de su mano. Cada esquina. Cada rincón. Cada pasillo y cada habitación. Tú no olvidabas tú hogar. Casas podían haber muchas pero hogar era uno solo. Y para Felipe Rinaldi, el castillo de Talovara era su hogar.
Estaban sirviendo el segundo cuando Felipe llegó. No se molestó en echar a esa gentuza de su mesa pues un bocado de comida no se le negaba a nadie. Pero si paró a Emiliano de la silla de la cabecera y se sentó en su lugar. Si ellos querían seguir humillándose, él con gusto ayudaría. Que después no dijeran que su rey no era solidario.
La mirada de odio de su enemigo lo divirtió. Felipe decidió jugar también. Levantó la nueva copa de vino que le habían dado y brindó a su favor. Y aunque sus ojos nos se desviaban de la cara de Emiliano no le pasó desapercibido la pequeña sonrisa que hizo Elena.
—A tu salud, compañero. Vas a regresar a revolcarte con los cerdos.
No quiso seguir discutiendo pues el hambre que tenía pasó a ser algo primario. La espesa sopa de pollo estaba deliciosa y el pescado a la plancha con piña fue una delicia. Era raro compartir la mesa con las personas que habían destruido su vida. Pero él no se retiraría. Emiliano no aguantó más y salió dando un portazo. La carcajada de Felipe se escuchó en todo el ala este. Había ganado la batalla y de paso la guerra. Nunca una victoria le había sabido tan dulce.
—Puedes retirarte también, Elena. Que te sirvan la comida en tu cuarto. Disfruta de las comodidades ya que será la última vez que vivirás en palacio.
Nadie se imaginó que Felipe tendría que tragarse sus palabras.
Felipe durmió como hace mucho que no dormía. Se sentía lleno. La luna creciente que mostraba el amplio ventanal de su cuarto le daba idea de un nuevo comienzo. Un comienzo para bien. Le habían acomodado un cuarto de forma muy parecida al suyo de niño. Alguien había guardado todos sus trofeos y medallas y estaban perfectamente colocados. Y agradecía el gesto enormemente. Se levantó temprano. Había muchas cosas para preparar y faltaba tiempo. Ya habría momento para dormir después de muerto. La noticia que no quedaba ningún Fonetti en el castillo lo llenó de dicha pero, al conocer que Iley se había marchado con Elena se entristeció un poco. Esa señora de casi cincuenta años que portaba en sus hombros muchísima sabiduría, había sido la doncella de Anabelle. Y estaba seguro que a su hermana le encantaría volver a verla. Desconocía que le veía de bueno a Elena que se había mantenido a su lado durante tantos años. La llegada del resto de los miembros de la familia fue grandemente celebrad
— ¿Qué me estás contando, Gregory? Jamás en la vida me casaré con Elena. Si no fuera por todo el daño que me causó, encima está el hecho de que mi madre la odia. Jamás la aceptaría como nuera. —respondió Felipe exaltado. Primero la negación de Anastasia de casarse y luego semejante bomba.—Es un vacío legal muy antiguo. La ley dice que en caso de que haya un nuevo rey que no haya obtenido el trono por herencia ni por la fuerza tiene que hacerse cargo de la antigua familia. Correr con sus gastos, con sus estudios. Y en caso de ser de géneros distintos tiene que casarse con esa persona.—Es arcaico, Greg. Estamos en el siglo XXI. No hay alguna manera de rodear ese artículo sin desobedecerlo.—Pues no —William se unió a la conversación. Él mismo se había pasado horas buscando salidas. No había encontrado ninguna— .Los reyes antiguos fueron claros y los muy puñeteros hicieron caso omiso a las curvas. No se puede hacer nada.—Estamos sumergidos en la actualidad —continuó Gregory— pero, en
Felipe regresó al castillo con suficientes planes para evitar que Elena huyera. Decidió que lo mejor sería poner alguien de confianza que le dijera cada paso que diera. Pero ahí estaba el problema. Las personas en las que podría confiar ciegamente eran escasas. Fácilmente las podía contar con una mano. Ya encontraría alguien. Si algo había aprendido cuando había empezado a ganar dinero, era que un buen fajo de billetes podía mover las montañas. Al poner un pie en la entrada no sabía dónde dirigirse primero, si a la habitación de su madre o a la Anastasia. Eligió sabiamente. Los gritos de su madre le echarían a perder lo que restaba de día, así que mejor dejarlos para el final. Se encaminó al ala oeste mirando las muchas pinturas que había colgadas en la pared contraria a los ventanales. Uno daría un breve salto al pasado solo viendo esas magistrales obras de arte. Cada cuadro mostraba un pedazo de la historia de Talovara. Y con cada trazo del pincel parecía que la pintura estaba v
Felipe sintió como Elena se tensó. Se habia puesto rigida en cuestiones de segundos. Sin soltarla la jaló a una silla y después de sentarla se aculilló delante de ella. No se observó un maltratador pero ver ese rostro tan blanco como las paredes de alrededor y sus manos apretadas intentar controlar los temblores lo hicieron sentir el ser más miserable del planeta. Y no debería sentirse culpable cuando él jamás le había hecho daño a la mujer que tenía al frente y que evitaba mirarlo directamente a los ojos. Todo lo contrario. — ¿Te hice una pregunta, Elena? Y Me gusta que me respondan cuando pregunte. —A ningún lado que te importe. No quería verte nunca más en la vida. Eso debería ser suficiente. —Estoy intentando ser cordial. No me provocas. —Pues puedes meterte la amabilidad por el trasero. Soy una ciudadana libre y puedo hacer lo que me dé la real gana. No le debo explicar a nadie. A la única persona que se lo debió morir hace años. —Sí, eres una persona libre pero también mi pr
El doctor Mateo entró en la estancia minutos después. Sus ojos vieron a una pareja que estaba distanciada no solo físicamente sino también de forma mental. A pesar de estar en la misma habitación, Felipe y Elena estaban a años luz. Los había traído a ambos al mundo. Había querido escapar de la contaminación y el ruido de las grandes ciudades y nada mejor que el reino de Talovara. Le gustó de inmediato y debido a que le había salvado la vida al antiguo rey en una gala, tenía contrato por tiempo indeterminado en la casa real. — ¿Puedes sentarte, pequeña? —sugirió cuando se acercó a Elena y esta no se movió. Esa niña que había visto crecer siempre había sido una persona esquiva. Siempre apartada en un rincón. Siempre alejada de las multitudes. Y a pesar de llevar más de treinta años en palacio no había podido averiguar la razón. —Vete, Felipe. No te quiero aquí. —Debería marcharse, Alteza. Soy muy capaz de hacer mi trabajo. Y la señorita no lo quiere aquí. —La señorita es mi prometi
— ¿Niña podemos hablar? —preguntó Iley en voz baja nada más atravesar las puertas del cuarto. Felipe las había guiado a la habitación y se había marchado con premura. Como si no pudiera estar mucho tiempo respirando el mismo aire que Elena.—No. No podemos. Márchate y déjame sola. No quiero verte. Lo menos que quiero es insultarte y agravar más esta situación.—Estoy de tu lado, Lena. Espero que me permitas explicarte mis razones para hacer lo que hice.—Y yo espero que tus razones sean lo suficientemente buenas como para que tuviera que salir de mi casa. Vete ya. No es el momento de ponerse melancólicos conmigo. Tú elegiste. Y en tu elección no estoy yo. Iley no volvió a hablar. Salió cabizbaja de esa habitación demasiado fría. No pudo evitar que una lágrima se derramara por su mejilla. A Elena nunca le había gustado la soledad y en esos momentos estaba completamente sola. Y esa mujer de coraza de hierro tenía muchas heridas de gravedad en su alma. Elena no salió de su habitación e
Elena anduvo por el castillo el resto de la tarde. Se lo conocía de memoria. Había aprendido cada salida, cada pasadizo, cada maravilloso lugar que escondía esa edificación de piedra sólida. Había vivido muchos momentos tristes tras esas paredes pero amaba su hogar. A la hora de la cena pidió que le subieran la comida a la habitación excusándose tras un terrible dolor de cabeza. Lo menos que quería era comer con Teresa. Esa mujer destilaría veneno por todos sus poros y ella no iba a quedarse callada. El toque a la puerta hizo que se levantara del diván al lado de la ventana donde estaba contemplando el atardecer. No era la cena. Era su peor pesadilla. Felipe. —Vengo a informarte princesa que si no bajas a cenar con nosotros, tu futura familia, no comerás en absoluto. Tienes dolor de cabeza, tómate un analgésico. Pero te quiero en la mesa. A mi lado. Como te corresponde. Y ese tonito que expresó superioridad en cada sílaba hizo que Elena apretara los dientes. Felipe era capaz de
Elena no podía quedarse dormida. Sus pensamientos se sucedían a velocidad de vértigo y no tenía nada claro. No quería casarse con Felipe. De niña había anhelado una boda digna de cuentos de hadas pero al crecer se había dado cuenta que el amor no era más que una obra barata y que estaba hecho para los ilusos. Con diecinueve años había creído amar al hombre al que le había entregado su cuerpo. Solo para darse de bruces contra el suelo cuando ese mísero pescador aceptó el dinero de su padre para irse a estudiar una carrera a una de las universidades más prometedoras de Italia. No había dudado. No la había elegido. Y cuando había vuelto convertido en uno de los mejores abogados del país, Elena había hecho su elección también. Lucio podía meterse el título y el dinero por donde le pareciera. Pero un breve vistazo hacia Elena le había confirmado todo lo que necesitaba saber. No había vuelta atrás. Había comprendido que no se casaría por amor. Pero eso no significaba que tenía que casar