Felipe durmió como hace mucho que no dormía. Se sentía lleno. La luna creciente que mostraba el amplio ventanal de su cuarto le daba idea de un nuevo comienzo. Un comienzo para bien. Le habían acomodado un cuarto de forma muy parecida al suyo de niño. Alguien había guardado todos sus trofeos y medallas y estaban perfectamente colocados. Y agradecía el gesto enormemente.
Se levantó temprano. Había muchas cosas para preparar y faltaba tiempo. Ya habría momento para dormir después de muerto. La noticia que no quedaba ningún Fonetti en el castillo lo llenó de dicha pero, al conocer que Iley se había marchado con Elena se entristeció un poco. Esa señora de casi cincuenta años que portaba en sus hombros muchísima sabiduría, había sido la doncella de Anabelle. Y estaba seguro que a su hermana le encantaría volver a verla. Desconocía que le veía de bueno a Elena que se había mantenido a su lado durante tantos años.
La llegada del resto de los miembros de la familia fue grandemente celebrada. Los criados hicieron una fiesta por todo lo alto. Felipe no sabía en que momento lo habían hecho. Pues la noche anterior cuando se había acostado en la amplia cama, no se había escuchado ningún sonido. Pero el salón de eventos estaba lleno de cintas y flores. Los rayos del sol iluminaban los cristales de la lámpara del techo creando un ambiente extraordinario.
—No llores, mamá —expresó Felipe compungido al ver la tristeza que mostraba el rostro de su progenitora— .Es un momento de alegría y no de lamento. Recuperamos lo que es nuestro.
—Y me llena de orgullo. Me complace inmensamente saber que eres un rey de carácter y corazón. Y estoy segura al cien por cien que si tu padre te viera en estos momentos se sentiría muy feliz al ver el hombre en que te has convertido.
Cuando acabó de hablar abrazó a su hijo mayor fuertemente y extendió una mano para que su hija se uniera a ellos. La emoción cruzó por el rostro de Gregory al contemplar tan emotiva escena. Pero en ese cuadro faltaban personas y él se encargaría de ayudar al destino para que todas las piezas cayeran en su sitio. Si no se dejaría de llamar Gregory Agustino Ubaldo.
—Papá está aquí, mamá —habló Anabelle cuando el abrazo concluyó señalándose el corazón— .Él nunca nos ha abandonado. Su recuerdo sigue con nosotros.
La matriarca Rinaldi asintió en confirmación aunque le faltaba convicción a su gesto. Como mujer podría perdonar muchas cosas. Como madre jamás olvidaría el daño que les hicieron a sus hijos. Y Emiliano se las debía. Pero Elena Fonetti las tenía contadas. Ella le haría pagar todas las lágrimas derramada. Si algo sabía con certeza era que el destino podía estar en contará pero muchas veces estaba a favor y ella tenía mucha paciencia.
Felipe la conocía demasiado bien. Su hijo sabía perfectamente que si se encontraba cara a cara con esas sanguijuelas, no podría controlarse. Había aprendido a base de golpes y caídas que todo tenía su tiempo. Y el de ella llegaría. Y cuando lo hiciera, estaría lista para que esa mala mujer se arrepintiera de haber nacido.
Había pasado una semana desde que Felipe Rinaldi había llegado a Talovara. Estaban preparando las cosas para una rueda de prensa para el día siguiente donde anunciarán su próxima coronación. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Gregory, William y el mismo Felipe se habían dejado hasta las pestañas montando una estrategia. Nadie diría que su antiguo rey había vendido al país y provocar una crisis interna. Las cosas estaban demasiado delicadas. Y en ese momento más que nunca debían estar unidos.
Un breve toque los interrumpió. A Felipe se le iluminaron los ojos cuando vio a su novia. No había aguantado y la había mandado a buscar antes. Su chica era lo que le faltaba para ser feliz. No podía decir que estaba enamorado de Anastasia. Ese revoleteo de mariposas en el estómago nunca lo había sentido pero, se sentía bien con ella. Esa mujer era una luz brillante en su mundo.
Se levantó y fue a su encuentro. Perdió la compostura y olvidó que estaba con otras personas. La atrajo hacia sí y la besó profundamente. Sólo cuando estuvo saciado se apartó. Y ver ese rubor en las mejillas de Ana y su mirada pérdida, lo satisficieron mucho.
—Prepara una boda después de la coronación, Greg. Esta mujer será mi esposa.
Y la cogió de la mano y se la llevó, olvidándose de su reino por un tiempo y dejando la sala sumida en un profundo silencio. A William desconcertado por esa pedida de mano tan poco romántica y a Gregory confuso pues Felipe desconocía completamente las leyes de Talovara y una en específica que le cambiaría la vida.
Anastasia no sabía que decir. La majestuosidad de su alrededor era impresionante pero no era sólo ese asunto el que la había dejado sin palabras. Amaba al hombre que la llevaba de la mano. Como no amarlo cuando era todo un caballero de esos de antes. De los que te abrían la puerta al entrar y al descender de un auto. De los que te despertaban con una rosa roja y te mandaban un ramo con dos docenas cuando se equivocaban. De esos que te daban una caja de bombones en San Valentín y te llevaban a conocer París por que nunca lo habías hecho. Pero ahí faltaba algo. Felipe Rinaldi no la miraba como ella lo miraba a él. Y el sexo no era una buena base para formar un matrimonio.
—Felipe, espera. Detente un momento, por favor. Necesitamos hablar.
— ¿Qué pasa, preciosa? Quiero mostrarte el lugar donde nací. —Y eran detalles como esos los que hacían que Elena quisiera decir te amo. Pero no eran suficientes. No para ella. Quería a parte de respeto, amor. Como de esos de los culebrones románticos. Y sabía que no sería ella si se conformaba con menos.
— ¿De verdad quieres casarte conmigo? ¿Quieres compartir tu vida a mi lado?
—Claro que sí, Ana. Ya se me está pasando el arroz. Y quiero ver a mis hijos crecer mientras soy joven.
Y fue esa respuesta la que hizo que el castillo de ilusiones que Anastasia se había montado, se cayera sin remedio al suelo. A ninguna mujer le gustaría escuchar semejante frase después de que le pidieran matrimonio. Pero él no te lo pidió, le recordó su mente, él ordenó que organizaran la boda.
—Mi respuesta es no —expresó con firmeza separando sus manos— .Cómprame un anillo decente, hazme una proposición como Dios manda y dame motivos más convincentes que esos y entonces consideraré mi respuesta. Mientras tanto, no seré tu esposa.
— ¿Pero que dices, Ana? No seas absurda. El amor de los finales felices solo existe en los cuentos de los niños. La vida real está muy lejos de ser así. Quiero tenerte a mi lado. Que importa que sea hoy, mañana o pasado y que importa la forma.
—Si importa, Felipe. Y un día te darás cuenta. Solo espero que no sea demasiado tarde. No quiero discutir. Muéstrame tu casa. Esa de la que me has hablado tantas veces.
Palabras certeras que calmaron a la bestia y que le confirmaron a Anastasia que había tomado la decisión correcta. Ella no iba a ser desdichada.
Felipe le mostró cada habitación de ese lugar. Cada torre. Cada lugar. La llevó por los amplios pasillos y por las estrechas escaleras que utilizaba el servicio. La paseó por las cocinas y por los jardines. Le enseñó la fuente que el palacio tenía detrás y como se perdía la vista cuando uno miraba el mar.
Recorrió el bosque en el que se escondía cuando era pequeño y le enseñó su árbol favorito. Ese que guardaba todos los secretos en sus ramas. Pues según la leyenda a ese cedro viejo iban los Reyes a llorar sus penurias y contar sus alegrías. Le habló de como su padre nunca le dejó construir una casa en el pues estaba seguro que destruiría su historia. Sin embargo sus palabras se entrecortaron al ver un tallado en una de las raíces que sobresalían del suelo.
Una letra F enlazada con una E dentro de un corazón, mientras amigos por siempre estaba un poco más apretado. Los años lo habían desgastado un poco pero se podía leer claramente el mensaje.
— ¡Oh que bonito! —dijo Anastasia al seguir la dirección de su mirada— .Debieron ser muy amigos si se atrevieron a inmortalizar su amistad.
—Sí, lo fueron. Fueron grandes amigos —Sin embargo sus palabras no escondieron las emociones que cruzaron por su rostro— .Es mejor que volvamos.
El regreso fue en silencio. La alegría se había ido. Felipe no quería actuar así pero tenía sentimientos encontrados. Dejó a Anastasia en su habitación y se marchó. Y aunque sabía que un maratón sexual haría que sus recuerdos se esfumaran, no quiso mezclar una cosa con la otra.
Regresó a su despacho sólo para ser partícipe de más malas noticias. Las caras de sus amigos así lo atestiguaban. No presagiaban nada bueno.
—No puedes casarte con esa muchacha, Felipe. Si lo haces, perderás el reino —fueron las palabras de Gregory— .La ley es irrevocable. O te casas con Elena o perderás este país para siempre.
— ¿Qué me estás contando, Gregory? Jamás en la vida me casaré con Elena. Si no fuera por todo el daño que me causó, encima está el hecho de que mi madre la odia. Jamás la aceptaría como nuera. —respondió Felipe exaltado. Primero la negación de Anastasia de casarse y luego semejante bomba.—Es un vacío legal muy antiguo. La ley dice que en caso de que haya un nuevo rey que no haya obtenido el trono por herencia ni por la fuerza tiene que hacerse cargo de la antigua familia. Correr con sus gastos, con sus estudios. Y en caso de ser de géneros distintos tiene que casarse con esa persona.—Es arcaico, Greg. Estamos en el siglo XXI. No hay alguna manera de rodear ese artículo sin desobedecerlo.—Pues no —William se unió a la conversación. Él mismo se había pasado horas buscando salidas. No había encontrado ninguna— .Los reyes antiguos fueron claros y los muy puñeteros hicieron caso omiso a las curvas. No se puede hacer nada.—Estamos sumergidos en la actualidad —continuó Gregory— pero, en
Felipe regresó al castillo con suficientes planes para evitar que Elena huyera. Decidió que lo mejor sería poner alguien de confianza que le dijera cada paso que diera. Pero ahí estaba el problema. Las personas en las que podría confiar ciegamente eran escasas. Fácilmente las podía contar con una mano. Ya encontraría alguien. Si algo había aprendido cuando había empezado a ganar dinero, era que un buen fajo de billetes podía mover las montañas. Al poner un pie en la entrada no sabía dónde dirigirse primero, si a la habitación de su madre o a la Anastasia. Eligió sabiamente. Los gritos de su madre le echarían a perder lo que restaba de día, así que mejor dejarlos para el final. Se encaminó al ala oeste mirando las muchas pinturas que había colgadas en la pared contraria a los ventanales. Uno daría un breve salto al pasado solo viendo esas magistrales obras de arte. Cada cuadro mostraba un pedazo de la historia de Talovara. Y con cada trazo del pincel parecía que la pintura estaba v
Felipe sintió como Elena se tensó. Se habia puesto rigida en cuestiones de segundos. Sin soltarla la jaló a una silla y después de sentarla se aculilló delante de ella. No se observó un maltratador pero ver ese rostro tan blanco como las paredes de alrededor y sus manos apretadas intentar controlar los temblores lo hicieron sentir el ser más miserable del planeta. Y no debería sentirse culpable cuando él jamás le había hecho daño a la mujer que tenía al frente y que evitaba mirarlo directamente a los ojos. Todo lo contrario. — ¿Te hice una pregunta, Elena? Y Me gusta que me respondan cuando pregunte. —A ningún lado que te importe. No quería verte nunca más en la vida. Eso debería ser suficiente. —Estoy intentando ser cordial. No me provocas. —Pues puedes meterte la amabilidad por el trasero. Soy una ciudadana libre y puedo hacer lo que me dé la real gana. No le debo explicar a nadie. A la única persona que se lo debió morir hace años. —Sí, eres una persona libre pero también mi pr
El doctor Mateo entró en la estancia minutos después. Sus ojos vieron a una pareja que estaba distanciada no solo físicamente sino también de forma mental. A pesar de estar en la misma habitación, Felipe y Elena estaban a años luz. Los había traído a ambos al mundo. Había querido escapar de la contaminación y el ruido de las grandes ciudades y nada mejor que el reino de Talovara. Le gustó de inmediato y debido a que le había salvado la vida al antiguo rey en una gala, tenía contrato por tiempo indeterminado en la casa real. — ¿Puedes sentarte, pequeña? —sugirió cuando se acercó a Elena y esta no se movió. Esa niña que había visto crecer siempre había sido una persona esquiva. Siempre apartada en un rincón. Siempre alejada de las multitudes. Y a pesar de llevar más de treinta años en palacio no había podido averiguar la razón. —Vete, Felipe. No te quiero aquí. —Debería marcharse, Alteza. Soy muy capaz de hacer mi trabajo. Y la señorita no lo quiere aquí. —La señorita es mi prometi
— ¿Niña podemos hablar? —preguntó Iley en voz baja nada más atravesar las puertas del cuarto. Felipe las había guiado a la habitación y se había marchado con premura. Como si no pudiera estar mucho tiempo respirando el mismo aire que Elena.—No. No podemos. Márchate y déjame sola. No quiero verte. Lo menos que quiero es insultarte y agravar más esta situación.—Estoy de tu lado, Lena. Espero que me permitas explicarte mis razones para hacer lo que hice.—Y yo espero que tus razones sean lo suficientemente buenas como para que tuviera que salir de mi casa. Vete ya. No es el momento de ponerse melancólicos conmigo. Tú elegiste. Y en tu elección no estoy yo. Iley no volvió a hablar. Salió cabizbaja de esa habitación demasiado fría. No pudo evitar que una lágrima se derramara por su mejilla. A Elena nunca le había gustado la soledad y en esos momentos estaba completamente sola. Y esa mujer de coraza de hierro tenía muchas heridas de gravedad en su alma. Elena no salió de su habitación e
Elena anduvo por el castillo el resto de la tarde. Se lo conocía de memoria. Había aprendido cada salida, cada pasadizo, cada maravilloso lugar que escondía esa edificación de piedra sólida. Había vivido muchos momentos tristes tras esas paredes pero amaba su hogar. A la hora de la cena pidió que le subieran la comida a la habitación excusándose tras un terrible dolor de cabeza. Lo menos que quería era comer con Teresa. Esa mujer destilaría veneno por todos sus poros y ella no iba a quedarse callada. El toque a la puerta hizo que se levantara del diván al lado de la ventana donde estaba contemplando el atardecer. No era la cena. Era su peor pesadilla. Felipe. —Vengo a informarte princesa que si no bajas a cenar con nosotros, tu futura familia, no comerás en absoluto. Tienes dolor de cabeza, tómate un analgésico. Pero te quiero en la mesa. A mi lado. Como te corresponde. Y ese tonito que expresó superioridad en cada sílaba hizo que Elena apretara los dientes. Felipe era capaz de
Elena no podía quedarse dormida. Sus pensamientos se sucedían a velocidad de vértigo y no tenía nada claro. No quería casarse con Felipe. De niña había anhelado una boda digna de cuentos de hadas pero al crecer se había dado cuenta que el amor no era más que una obra barata y que estaba hecho para los ilusos. Con diecinueve años había creído amar al hombre al que le había entregado su cuerpo. Solo para darse de bruces contra el suelo cuando ese mísero pescador aceptó el dinero de su padre para irse a estudiar una carrera a una de las universidades más prometedoras de Italia. No había dudado. No la había elegido. Y cuando había vuelto convertido en uno de los mejores abogados del país, Elena había hecho su elección también. Lucio podía meterse el título y el dinero por donde le pareciera. Pero un breve vistazo hacia Elena le había confirmado todo lo que necesitaba saber. No había vuelta atrás. Había comprendido que no se casaría por amor. Pero eso no significaba que tenía que casar
Las armaduras antiguas habían sido limpiadas hasta sacarle brillo. Los cuadros relucían y todas las ventanas estaban abiertas dejando pasar la claridad del día. Además había una gran alfombra roja que recorría el pasillo que la llevó a la sala del trono pero, Elena no notó nada de eso pues estaba concentrada en calmar los salvajes latidos de su corazón. Quería hacer la caso a su instinto y correr en la dirección contraria. Mandar todo a la basura y dejar que el mundo a su alrededor se fuera al infierno. Pero no podía y no quería. No dejaría a Iley atrás, no dejaría que pagara sus culpas cuando era la más inocente en esa historia, en ese juego de reyes. Entró con paso firme en la habitación y con la barbilla levantada. Las palabras de su madre hicieron eco en su memoria "Recuerda que eres una dama. Y las damas hacen lo que tienen que hacer con dignidad. No permitas que nadie te avasalle. Si vas a mirarte los pies que sea para ver lo lindo que te quedan los zapatos". Y aunque la últi