— ¿Qué me estás contando, Gregory? Jamás en la vida me casaré con Elena. Si no fuera por todo el daño que me causó, encima está el hecho de que mi madre la odia. Jamás la aceptaría como nuera. —respondió Felipe exaltado. Primero la negación de Anastasia de casarse y luego semejante bomba.
—Es un vacío legal muy antiguo. La ley dice que en caso de que haya un nuevo rey que no haya obtenido el trono por herencia ni por la fuerza tiene que hacerse cargo de la antigua familia. Correr con sus gastos, con sus estudios. Y en caso de ser de géneros distintos tiene que casarse con esa persona.
—Es arcaico, Greg. Estamos en el siglo XXI. No hay alguna manera de rodear ese artículo sin desobedecerlo.
—Pues no —William se unió a la conversación. Él mismo se había pasado horas buscando salidas. No había encontrado ninguna— .Los reyes antiguos fueron claros y los muy puñeteros hicieron caso omiso a las curvas. No se puede hacer nada.
—Estamos sumergidos en la actualidad —continuó Gregory— pero, en ciertos aspectos seguimos siendo antiguos. La ley puede derogarse con el apoyo de todos los miembros del Consejo. Pero solo el rey puede sugerirlo. Es algo que puede tomar meses. Y no tenemos ese tiempo. Este pueblo siempre ha creído en el valor de la familia y nadie mejor para mantener los pies de un rey en el suelo que su propia esposa.
—Joder es que es el colmo. Con la mujer que detesto tengo que casarme. Esto es de locos ¡Maldición!
—No digas malas palabras, hijo. No es adecuado.
— ¿Adecuado? Adecuado mis timbales. Es que si hay un momento para vociferar es este. —replicó Felipe gritando.
William lo miró derrotado y Greg, compungido. Nadie habría adivinado esa carta que le tenía preparado el destino. Felipe tenía unos principios bien arraigados y amaba a su pueblo por sobre todas las cosas. Nada le impediría casarse con la mujer que había destrozado su vida. Esa decisión ya estaba tomada. No había vuelta atrás.
Felipe salió de la habitación con la cabeza gacha. Nada lo había preparado para semejante giró del destino. Se perdió en los pasillos y fue a uno de sus lugares preferidos de niño. El pequeño laberinto que había detrás del castillo. No quería recordar pero todo le traía recuerdos. La mano de Elena estaba en todo sitio y lugar al que mirara.
En ese mismo lugar él le había sacado una espina del interior de la mano. Le había dicho que era una niña muy valiente y había logrado que esos dos lagrimones que corrían por sus mejillas, se extinguieran.
La quería como su amiga. Y pudo ver como con catorce años era bien bonita. Le habían quitado ver sus otros cambios. Había vivido demasiados cambios en un corto período de tiempo.
Se encaminó a la zona rocosa de la isla. Esa que bordeaba un acantilado de unos cuantos metros. De ahí podía ver los pequeños botes y casas cercanas a la playa que estaban en el puerto. El aire puro calmó sus sentidos e hizo que su corazón recuperara su latido normal. Sus pasos se volvieron lentos y se dedicó a contemplar el paisaje. Esa breve caminata había sido muy provechosa. Había elaborado un plan.
En el momento que tocó la pequeña puerta de madera tenía todos los pasos conformados. Nada saldría mal. Si no, sería su ruina.
Había investigado donde estaban cada uno de esos crápulas. Lo menos que quería era perderlos de vista. Sabía que Elena e Iley se quedaban en una acogedora casa frente al mar propiedad de la anciana y que Emiliano iba de un lado a otro. Hotel tras hotel. Se veía que le gustaba el lujo.
La casa tenía descacarañada la pintura de los marcos de la ventana. Tenía un porche con dos sillones y se podían ver dos cuartos en la planta alta. Era pequeña pero, bien bonita. Con su cercado y completamente pintada de blanco.
Una brillante sonrisa lo recibió. Sonrisa que se fue apagando poco a poco cuando Iley comprendió quien estaba al otro. Lo invitó a pasar con una mueca que indicaba que no quería problemas. Que el podía ser el Rey supremo pero que de su puerta para dentro la que mandaba era ella.
— ¿Era Camilo con los pasajes? —preguntó una voz de la cocina— .Me muero de ganas de salir de este maldito país.
Felipe le hizo un gesto a Iley para que no admitiera quien era en realidad. Quería saber la opinión que tenía Elena. Le daba igual muchas cosas pero si esa mujer iba a ser su esposa, debía de conocer como era en la actualidad.
— ¿Te llevo la panetela con helado, viejuca? —volvió a preguntar Elena— .Me quedó para chuparse los dedos y comer otro pedazo más.
Ante el silencio a sus preguntas, Elena salió con dos platillos con pastel de chocolate, que tenía tremenda pinta. Sólo para que se le resbalaran de las manos y cayeran al suelo haciendo tremendo estruendo.
— ¿Y a mí no me brindas un pedazo princesa? —preguntó Felipe en burla— .Mejor que no. Con el odio que veo en tu mirada capaz de que me envenenes.
—Fuera de aquí. No eres bienvenido. Me sacaste de tu casa y lo hice con gusto pero aquí ni tiñes ni das color. Lárgate —dijo con furia señalando la puerta. Nadie sabía que esa casita frente al mar era suya. Estaba a nombre de Iley porque había querido evitar problemas pero con sus ahorros la había ido construyendo poco a poco. Se había demorado algunos años pues la quería a su gusto. Un lugar al que escapar. Un lugar al que volver.
—Tenemos que hablar, Elena. Ahora.
Y fue la simple orden lo que hizo que Elena se envarara. Ella no recibía órdenes de nadie. Menos de un mequetrefe que se creía que podía comerse el mundo por tener las cuentas bancarias a rebosar. Elena había hecho sus tareas. Había buscado a Felipe Rinaldi en Internet. Se había alegrado de sus logros. Pero había disfrutado más que no estuviera en Talovara. Que no viera como estaba su país natal.
—Nos deja a solas, señora. —Y no fue una pregunta fue una afirmación. Felipe estaba acostumbrado a mandar. Desde pequeño ese había sido su rol. Pero sabía que para que todo le saliera bien tenía que tener un poco más de tacto. Más de cuidado.
—No. Iley no se va. Lo que me digas me lo puedes decir delante de ella. De igual forma más tarde o más temprano se enterará.
—Está bien. Tienes que casarte conmigo.
Y la carcajada que le dio Elena le puso los pelos de punta pero él estaba preparado para todo. Nunca había amenazado a una mujer pero esa vez utilizaría esa carta. Y lo haría de ser necesario.
—Si no lo haces te envío a la cárcel. Dicen que para las muchachas bonitas como tú es un verdadero calvario. Y me encantaría darte una cucharada de tu propia medicina
La sonrisa de Elena se esfumó de su rostro. Palideció a tal punto que parecía un cadáver. Al ver el temblor de su labio, Felipe se arrepintió de sus palabras pero no le quedaba opción. Talovara era lo primero y si para el futuro de su reino tenía que convertirse en una persona cruel con esa mujer, lo haría. Esa situación él no la había buscado, ni siquiera le gustaba pero no había otra. Y si él tenía que sufrir ese matrimonio que no deseaba ni quería. Elena también lo haría. Era cierto que bajo peores bases no podían casarse pero, era lo que había.
—Nos vemos, princesa.
— ¿Y ahora que hacemos niña? No nos podemos marchar.
—Si lo haremos viejuca. Hay que cambiar los planes. Nos marcharemos antes. No vuelvo a estar encerrada en ese castillo de mala muerte nunca más. No recojas eso —le dijo a Iley cuando vio que iba a agacharse— .Lo haré yo. No quiero que te cortes.
—No puedes desobedecer una orden directa del Rey de Talovara, Elena.
—Felipe todavía no es rey. Y lo voy a aprovechar. Y si no puedo volver aquí, lo lamentaré en el alma pero que así sea. Quiero ser libre. Y un marido no va a destruir mis planes.
—Te puede castigar si se entera.
—Pero no va enterarse. No se lo dirás tú y yo menos. Y ojitos que no ven, corazón que no siente.
Ninguna se dio cuenta que la puerta había quedado entreabierta y que unos ojos oscuros habían escuchado toda la conversación.
Felipe había regresado para aclararle un punto cuando escuchó lo que tramaban. Dejaría que las piezas cayeran en su lugar y después actuaría. Quería ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar Elena. Y si algo conseguiría sería rendirla su voluntad. Elena Fonetti lo obedecería o él se dejaría de llamar Felipe Rinaldi. Y si algo tenía su carácter era que no soportaba las derrotas.
Felipe regresó al castillo con suficientes planes para evitar que Elena huyera. Decidió que lo mejor sería poner alguien de confianza que le dijera cada paso que diera. Pero ahí estaba el problema. Las personas en las que podría confiar ciegamente eran escasas. Fácilmente las podía contar con una mano. Ya encontraría alguien. Si algo había aprendido cuando había empezado a ganar dinero, era que un buen fajo de billetes podía mover las montañas. Al poner un pie en la entrada no sabía dónde dirigirse primero, si a la habitación de su madre o a la Anastasia. Eligió sabiamente. Los gritos de su madre le echarían a perder lo que restaba de día, así que mejor dejarlos para el final. Se encaminó al ala oeste mirando las muchas pinturas que había colgadas en la pared contraria a los ventanales. Uno daría un breve salto al pasado solo viendo esas magistrales obras de arte. Cada cuadro mostraba un pedazo de la historia de Talovara. Y con cada trazo del pincel parecía que la pintura estaba v
Felipe sintió como Elena se tensó. Se habia puesto rigida en cuestiones de segundos. Sin soltarla la jaló a una silla y después de sentarla se aculilló delante de ella. No se observó un maltratador pero ver ese rostro tan blanco como las paredes de alrededor y sus manos apretadas intentar controlar los temblores lo hicieron sentir el ser más miserable del planeta. Y no debería sentirse culpable cuando él jamás le había hecho daño a la mujer que tenía al frente y que evitaba mirarlo directamente a los ojos. Todo lo contrario. — ¿Te hice una pregunta, Elena? Y Me gusta que me respondan cuando pregunte. —A ningún lado que te importe. No quería verte nunca más en la vida. Eso debería ser suficiente. —Estoy intentando ser cordial. No me provocas. —Pues puedes meterte la amabilidad por el trasero. Soy una ciudadana libre y puedo hacer lo que me dé la real gana. No le debo explicar a nadie. A la única persona que se lo debió morir hace años. —Sí, eres una persona libre pero también mi pr
El doctor Mateo entró en la estancia minutos después. Sus ojos vieron a una pareja que estaba distanciada no solo físicamente sino también de forma mental. A pesar de estar en la misma habitación, Felipe y Elena estaban a años luz. Los había traído a ambos al mundo. Había querido escapar de la contaminación y el ruido de las grandes ciudades y nada mejor que el reino de Talovara. Le gustó de inmediato y debido a que le había salvado la vida al antiguo rey en una gala, tenía contrato por tiempo indeterminado en la casa real. — ¿Puedes sentarte, pequeña? —sugirió cuando se acercó a Elena y esta no se movió. Esa niña que había visto crecer siempre había sido una persona esquiva. Siempre apartada en un rincón. Siempre alejada de las multitudes. Y a pesar de llevar más de treinta años en palacio no había podido averiguar la razón. —Vete, Felipe. No te quiero aquí. —Debería marcharse, Alteza. Soy muy capaz de hacer mi trabajo. Y la señorita no lo quiere aquí. —La señorita es mi prometi
— ¿Niña podemos hablar? —preguntó Iley en voz baja nada más atravesar las puertas del cuarto. Felipe las había guiado a la habitación y se había marchado con premura. Como si no pudiera estar mucho tiempo respirando el mismo aire que Elena.—No. No podemos. Márchate y déjame sola. No quiero verte. Lo menos que quiero es insultarte y agravar más esta situación.—Estoy de tu lado, Lena. Espero que me permitas explicarte mis razones para hacer lo que hice.—Y yo espero que tus razones sean lo suficientemente buenas como para que tuviera que salir de mi casa. Vete ya. No es el momento de ponerse melancólicos conmigo. Tú elegiste. Y en tu elección no estoy yo. Iley no volvió a hablar. Salió cabizbaja de esa habitación demasiado fría. No pudo evitar que una lágrima se derramara por su mejilla. A Elena nunca le había gustado la soledad y en esos momentos estaba completamente sola. Y esa mujer de coraza de hierro tenía muchas heridas de gravedad en su alma. Elena no salió de su habitación e
Elena anduvo por el castillo el resto de la tarde. Se lo conocía de memoria. Había aprendido cada salida, cada pasadizo, cada maravilloso lugar que escondía esa edificación de piedra sólida. Había vivido muchos momentos tristes tras esas paredes pero amaba su hogar. A la hora de la cena pidió que le subieran la comida a la habitación excusándose tras un terrible dolor de cabeza. Lo menos que quería era comer con Teresa. Esa mujer destilaría veneno por todos sus poros y ella no iba a quedarse callada. El toque a la puerta hizo que se levantara del diván al lado de la ventana donde estaba contemplando el atardecer. No era la cena. Era su peor pesadilla. Felipe. —Vengo a informarte princesa que si no bajas a cenar con nosotros, tu futura familia, no comerás en absoluto. Tienes dolor de cabeza, tómate un analgésico. Pero te quiero en la mesa. A mi lado. Como te corresponde. Y ese tonito que expresó superioridad en cada sílaba hizo que Elena apretara los dientes. Felipe era capaz de
Elena no podía quedarse dormida. Sus pensamientos se sucedían a velocidad de vértigo y no tenía nada claro. No quería casarse con Felipe. De niña había anhelado una boda digna de cuentos de hadas pero al crecer se había dado cuenta que el amor no era más que una obra barata y que estaba hecho para los ilusos. Con diecinueve años había creído amar al hombre al que le había entregado su cuerpo. Solo para darse de bruces contra el suelo cuando ese mísero pescador aceptó el dinero de su padre para irse a estudiar una carrera a una de las universidades más prometedoras de Italia. No había dudado. No la había elegido. Y cuando había vuelto convertido en uno de los mejores abogados del país, Elena había hecho su elección también. Lucio podía meterse el título y el dinero por donde le pareciera. Pero un breve vistazo hacia Elena le había confirmado todo lo que necesitaba saber. No había vuelta atrás. Había comprendido que no se casaría por amor. Pero eso no significaba que tenía que casar
Las armaduras antiguas habían sido limpiadas hasta sacarle brillo. Los cuadros relucían y todas las ventanas estaban abiertas dejando pasar la claridad del día. Además había una gran alfombra roja que recorría el pasillo que la llevó a la sala del trono pero, Elena no notó nada de eso pues estaba concentrada en calmar los salvajes latidos de su corazón. Quería hacer la caso a su instinto y correr en la dirección contraria. Mandar todo a la basura y dejar que el mundo a su alrededor se fuera al infierno. Pero no podía y no quería. No dejaría a Iley atrás, no dejaría que pagara sus culpas cuando era la más inocente en esa historia, en ese juego de reyes. Entró con paso firme en la habitación y con la barbilla levantada. Las palabras de su madre hicieron eco en su memoria "Recuerda que eres una dama. Y las damas hacen lo que tienen que hacer con dignidad. No permitas que nadie te avasalle. Si vas a mirarte los pies que sea para ver lo lindo que te quedan los zapatos". Y aunque la últi
El baile continuó por media hora más. Hasta el momento que sirvieron unos canapés a base de pescados y mariscos. Elena estaba revolviendo la comida de un lado a otro del plato. Y la mueca que tenía su cara ya había levantado la curiosidad a más de uno.—Come, Elena. No querrás que piensen que estás triste por tu propia boda. —susurró Felipe. Para quien mirara vería como el rey acariciaba a su esposa. Nada más lejos de la realidad.—No me gusta el pescado. —refunfuñó de mal humor.—Estoy seguro que puedes hacer un esfuerzo. No le faltes el respeto a tu nación despreciando un producto típico de su tierra.—Así me gusta —dijo Felipe cuando vio que cortaba un pequeño trozo con el cuchillo y se lo introducía en la boca— .Ves como no está tan malo. Quizás hasta acabe gustando te. Elena obvió las palabras de su marido. Estaba concentrada en no sentir el sabor de lo que estaba comiendo y caía como grandes piedras en su estómago. Se llevó cuatro veces más el tenedor a los labios. Hasta que s