A Felipe se le cortó la respiración cuando miró la casa que lo vio nacer. Un lugar que había visto sus primeros pasos y cuando había salido su primer diente. Un sitio tan magnífico que había sido testigo de todas sus aventuras. Y desgraciadamente de unas cuantas lágrimas. Un lugar que lo había visto caerse pero, que jamás lo vio rendirse. Un lugar especial y único.
El palacio sobresalía sobre una planicie. Las torres en forma de cono parecían que tocaban el cielo. Cada ventana tenía las cortinas corridas para que entrara claridad y se podía vislumbrar los muebles que habían pertenecido a generaciones anteriores. Los jardines lucían hermosos actuando como guardianes de esa mansión de piedra sólida.
Felipe sabía que era una fortaleza inexpugnable. Jamás había sido derribado a pesar de los múltiples asedios que había sufrido con el paso de los años. Siempre se había mantenido en pie, cuidando a todos sus habitantes.
Pudo ver las nuevas tecnologías empleadas. Los paneles solares que se habían implementado para dar calor en tiempo de frío sin quitarle al castillo su majestuosidad. Sabía que las cocinas contarían con lo último de equipos y que el ambiente dentro sería sumamente fresco debido al aire acondicionado.
Una lágrima corrió sin rumbo por su mejilla al ser consciente de todo lo que había perdido. De todo lo que lo habían arrancado. William lo miró sorprendido. Nunca había visto a su amigo demostrar emociones de esa forma. Pero Felipe lo ignoró. Una de las mayores enseñanzas de su padre había sido que los hombres podían llorar, solo tenían que encontrar el lugar adecuado.
A medida que se fue acercando a las puertas revestidas de metal que habían sido cambiadas sólo dos veces a lo largo de los siglos, su corazón se aceleró. Doblando por una esquina del castillo estaba la mujer que había sido causante de sus desvelos.
Iba tan entretenida que no se fijó en él, lo que le permitió contemplarla. Elena había cambiado mucho. Atrás habían quedado sus dos trenzas con lazos y habían dado paso a un pelo ondeado casi a la cintura. Su cuerpo había crecido y tenía curvas en los lugares adecuados. Cintura estrecha, caderas redondeadas y unas piernas que cualquier hombre desearía que acabaran rodeándole. Sin embargo a pesar de lo formado de su cuerpo, Felipe se dio cuenta que estaba demasiado delgada. Demasiado para el uno con setenta que debía tener de estatura. Quizás la maldad le consumiera el alma fue su pensamiento antes de que sus ojos se alzaran por fin y se entrelazaran sus miradas.
Pero si algo no había cambiado era el color de esos ojos. El mismo tono de que se coloreaban los cielos de alrededor cuando llovía. Pudo percibir una sombra de miedo que rápidamente fue cambiada por una mirada fría. Felipe creyó que había sido su imaginación. La imagen de niña buena y dulce había cambiado en el mismo instante que había sentido las filigranas de la cuerda del látigo en su espalda.
Muchas veces se había preguntado como alguien tan pequeño pues en aquel entonces, Elena era casi una niña, había podido blandir algo que causaba dolor con tanta maestría. Nunca había encontrado respuesta. Y ahora que la tenía delante de sus ojos, no iba a preguntarle. Jamás iba a ser la víctima de nuevo de esa usurpadora. Primero muerto.
— ¿Qué carajos estás haciendo aquí, Felipe? Creo recordar que no te fuiste nada contento la otra vez. —La burla y el tono gélido que Felipe pudo percibir de trasfondo hicieron que apretara sus nudillos hasta ponerlos blancos. La mano que se colocó sobre sus hombros fue el calmante que sosegó su rabia. Para todo había tiempo.
—Ve preparando la maleta, princesa —Ante la mención de su última palabra Elena se envaró. Ese había sido el apodo que ese hombre le había dado cuando era una pequeña que no sobresalía una cuarta del piso. Sin embargo el cariño que siempre utilizaba para nombrarla había desaparecido, quizás en el momento que la empezó a ver con otros ojos. Con la misma expresión que la miraba todo el mundo. Con asco y repulsión.
—Mi padre no dejará que perdamos nuestro statu quo. Jamás permitiría que recuperaras el trono. Todavía no está tan loco.
—Que maravilloso será contemplar como se te cae la máscara y se derrumba tu castillo de naipes. Te quedan segundos con el título, princesa. —Y entró como si nada. Dejando a Elena en un mar de confusión.
Felipe nunca había sido cobarde. Le gustaban los riesgos. Pero se sintió intimidado cuando abrió la puerta donde estaba reunido el Consejo y Emiliano Fonetti le dedicó una mirada que presagiaba muerte. Se puso la máscara que había a aprendido a utilizar hace tantos años y a contar los hechos. Como su rey los había vendido por un puñado de monedas. Como había cambiado a su país por el bienestar personal. Ante cada palabra que salía de su boca, cada uno de los miembros fue callándose. Se podría escuchar el sonido de un alfiler al caer.
Emiliano fue poniéndose más pálido ante cada frase y Felipe le dio una sonrisa de victoria al ver que había comprendido a quien exactamente le había cedido el país.
—Guardias —gritó enfurecido—, saquen a este mentiroso de mi vista. Y recuérdenle, quien es quien manda.
—No quiero hacerles daño, señores —contestó Felipe al verse rodeado por personas con traje de chaqueta negra y gafas oscuras— .Mi abogado es testigo. Incluso tengo un video que verifica mis palabras. Soy el nuevo Rey de Talovara. Así que si no quieren perder el puesto que les da de comer a sus familias, retírense.
La vacilación cruzó por los rostros de la mayoría. Pero hubo un incauto que no escuchó sus consejos. Felipe lo marcó y antes de que pudiera dar un paso más, le dio un puñetazo en pleno rostro que lo dejó tendido en el suelo cuan largo era. Por el crujir del hueso le había roto la nariz.
No le gustaba la violencia pero, en esos años que había estado lejos de su país había aprendido unos truquillos. Sabía defenderse como nunca lo había hecho. Sabía boxeo y tenía cinturón rojo en karate. El negro se lo había dejado a William. Un hombre que a pesar de ser un abogado excelente, era un extraordinario luchador y un amigo, aún mejor.
Después de semejante desempeño, el área se fue vaciando poco a poco. Felipe tenía unas ganas inmensas de coger a ese traidor por el cuello de la camisa y sacarlo del amplio despacho pero había sido suficiente. Se consideraba mejor gobernante que el hombre que estaba frente a él y una persona mucho mejor.
—Entonces, ¿llegamos a un acuerdo o no? El futuro de Talovara está en sus manos. —El asombro de muchos no le causó impresión alguna. Se lo esperaba. Pero la mirada de inmenso orgullo y amor fraternal que mostraba el rostro más anciano le llegó al corazón.
Gregory siempre le había demostrado apoyo y lealtad a los Rinaldi. Había sido uno de los consejeros de su padre que tenía mayor influencia. Su carácter pasivo atraía a las personas y su verborrea los convencía. Había sido uno de los pocos que no estuvo de acuerdo con el golpe de estado. La única persona que se había atrevido a cuestionar la autoridad al sacarlo del Palacio aquella nefasta noche. Le maravillaba de forma ingenua quizás, el porqué de su lugar en esa reunión de personas.
Había pensado que Emiliano querría librarse de todo lo que le recordara que había robado la corona. Se había equivocado. O a lo mejor la razón era sumamente sencilla como no querer ponerse a todo un país en contra. Fuera como fuera, Felipe sabía que ya tenía un aliado. Y un aliado muy valioso.
Gregory además de todos sus talentos tenía un máster en cultura e historia de Talovara. Podía enseñarle a no cometer los mismos errores y a ser un buen maestro para sus futuros hijos. Pues había llegado el momento de que sentara cabeza y empezara a formar una familia propia. Aunque en cierta medida tenía que andar con pies de plomo. No podía olvidar que había sido una persona cercana a su padre quien los había traicionado.
La reunión duro media hora más. Felipe había sentido un júbilo que no le cabía en el pecho cuando Emiliano tuvo que salir con la cabeza gacha del recinto. Él le había pedido amablemente que saliera. Y ser testigo de la vergüenza de ese desecho de ser humano, que le faltaba mucho para ser un hombre con todas las de la ley, no tenía precio. Era un momento que le daría grandes sonrisas cada vez que lo recordara.
—Qué alegría verte, muchacho —dijo Gregory en alta voz. Dando por hecho de esa forma que le demostraba todo su apoyo— .Y ¿Maximiliano donde está? ¿Lo veré pronto?
Un balde de agua fría cayó sobre Felipe al entender que nadie sabía las amargas noticias. La vida había continuado su camino a pesar del dolor que su familia había experimentado.
—Mi padre murió, Greg. Le dio un infarto.
Las lágrimas falsas de algunos hicieron que Felipe contuviera el aliento. La gente podía ser muy hipócrita. Esas mismas personas que ahora lloraban habían sido los primeros que habían festejado el destierro de su familia. Una de las primeras cosas que haría cuando la corona estuviera en su cabeza sería despojar el castillo. No soportaría convivir con personas de doble cara y moral.—Lo lamento mucho, hijo. —Y Felipe sabía que el dolor que mostraba la expresión de Gregory era sincero.—Fue hace mucho. No te preocupes. —contestó quitándole hierro al asunto. De más estaba decir que había causado la muerte de su padre. De más estaba comunicar que una niña de catorce años había tenido parcialmente la culpa. De más estaba mostrar tristeza delante de esa gente que no eran más que una partida de vagos, que lo juzgarían nada más darse la espalda. Se demoraron conversando otro rato más. Mandaron a preparar sus habitaciones e hicieron los preparativos para cuando llegaran Teresa y Anabelle Rina
Felipe durmió como hace mucho que no dormía. Se sentía lleno. La luna creciente que mostraba el amplio ventanal de su cuarto le daba idea de un nuevo comienzo. Un comienzo para bien. Le habían acomodado un cuarto de forma muy parecida al suyo de niño. Alguien había guardado todos sus trofeos y medallas y estaban perfectamente colocados. Y agradecía el gesto enormemente. Se levantó temprano. Había muchas cosas para preparar y faltaba tiempo. Ya habría momento para dormir después de muerto. La noticia que no quedaba ningún Fonetti en el castillo lo llenó de dicha pero, al conocer que Iley se había marchado con Elena se entristeció un poco. Esa señora de casi cincuenta años que portaba en sus hombros muchísima sabiduría, había sido la doncella de Anabelle. Y estaba seguro que a su hermana le encantaría volver a verla. Desconocía que le veía de bueno a Elena que se había mantenido a su lado durante tantos años. La llegada del resto de los miembros de la familia fue grandemente celebrad
— ¿Qué me estás contando, Gregory? Jamás en la vida me casaré con Elena. Si no fuera por todo el daño que me causó, encima está el hecho de que mi madre la odia. Jamás la aceptaría como nuera. —respondió Felipe exaltado. Primero la negación de Anastasia de casarse y luego semejante bomba.—Es un vacío legal muy antiguo. La ley dice que en caso de que haya un nuevo rey que no haya obtenido el trono por herencia ni por la fuerza tiene que hacerse cargo de la antigua familia. Correr con sus gastos, con sus estudios. Y en caso de ser de géneros distintos tiene que casarse con esa persona.—Es arcaico, Greg. Estamos en el siglo XXI. No hay alguna manera de rodear ese artículo sin desobedecerlo.—Pues no —William se unió a la conversación. Él mismo se había pasado horas buscando salidas. No había encontrado ninguna— .Los reyes antiguos fueron claros y los muy puñeteros hicieron caso omiso a las curvas. No se puede hacer nada.—Estamos sumergidos en la actualidad —continuó Gregory— pero, en
Felipe regresó al castillo con suficientes planes para evitar que Elena huyera. Decidió que lo mejor sería poner alguien de confianza que le dijera cada paso que diera. Pero ahí estaba el problema. Las personas en las que podría confiar ciegamente eran escasas. Fácilmente las podía contar con una mano. Ya encontraría alguien. Si algo había aprendido cuando había empezado a ganar dinero, era que un buen fajo de billetes podía mover las montañas. Al poner un pie en la entrada no sabía dónde dirigirse primero, si a la habitación de su madre o a la Anastasia. Eligió sabiamente. Los gritos de su madre le echarían a perder lo que restaba de día, así que mejor dejarlos para el final. Se encaminó al ala oeste mirando las muchas pinturas que había colgadas en la pared contraria a los ventanales. Uno daría un breve salto al pasado solo viendo esas magistrales obras de arte. Cada cuadro mostraba un pedazo de la historia de Talovara. Y con cada trazo del pincel parecía que la pintura estaba v
Felipe sintió como Elena se tensó. Se habia puesto rigida en cuestiones de segundos. Sin soltarla la jaló a una silla y después de sentarla se aculilló delante de ella. No se observó un maltratador pero ver ese rostro tan blanco como las paredes de alrededor y sus manos apretadas intentar controlar los temblores lo hicieron sentir el ser más miserable del planeta. Y no debería sentirse culpable cuando él jamás le había hecho daño a la mujer que tenía al frente y que evitaba mirarlo directamente a los ojos. Todo lo contrario. — ¿Te hice una pregunta, Elena? Y Me gusta que me respondan cuando pregunte. —A ningún lado que te importe. No quería verte nunca más en la vida. Eso debería ser suficiente. —Estoy intentando ser cordial. No me provocas. —Pues puedes meterte la amabilidad por el trasero. Soy una ciudadana libre y puedo hacer lo que me dé la real gana. No le debo explicar a nadie. A la única persona que se lo debió morir hace años. —Sí, eres una persona libre pero también mi pr
El doctor Mateo entró en la estancia minutos después. Sus ojos vieron a una pareja que estaba distanciada no solo físicamente sino también de forma mental. A pesar de estar en la misma habitación, Felipe y Elena estaban a años luz. Los había traído a ambos al mundo. Había querido escapar de la contaminación y el ruido de las grandes ciudades y nada mejor que el reino de Talovara. Le gustó de inmediato y debido a que le había salvado la vida al antiguo rey en una gala, tenía contrato por tiempo indeterminado en la casa real. — ¿Puedes sentarte, pequeña? —sugirió cuando se acercó a Elena y esta no se movió. Esa niña que había visto crecer siempre había sido una persona esquiva. Siempre apartada en un rincón. Siempre alejada de las multitudes. Y a pesar de llevar más de treinta años en palacio no había podido averiguar la razón. —Vete, Felipe. No te quiero aquí. —Debería marcharse, Alteza. Soy muy capaz de hacer mi trabajo. Y la señorita no lo quiere aquí. —La señorita es mi prometi
— ¿Niña podemos hablar? —preguntó Iley en voz baja nada más atravesar las puertas del cuarto. Felipe las había guiado a la habitación y se había marchado con premura. Como si no pudiera estar mucho tiempo respirando el mismo aire que Elena.—No. No podemos. Márchate y déjame sola. No quiero verte. Lo menos que quiero es insultarte y agravar más esta situación.—Estoy de tu lado, Lena. Espero que me permitas explicarte mis razones para hacer lo que hice.—Y yo espero que tus razones sean lo suficientemente buenas como para que tuviera que salir de mi casa. Vete ya. No es el momento de ponerse melancólicos conmigo. Tú elegiste. Y en tu elección no estoy yo. Iley no volvió a hablar. Salió cabizbaja de esa habitación demasiado fría. No pudo evitar que una lágrima se derramara por su mejilla. A Elena nunca le había gustado la soledad y en esos momentos estaba completamente sola. Y esa mujer de coraza de hierro tenía muchas heridas de gravedad en su alma. Elena no salió de su habitación e
Elena anduvo por el castillo el resto de la tarde. Se lo conocía de memoria. Había aprendido cada salida, cada pasadizo, cada maravilloso lugar que escondía esa edificación de piedra sólida. Había vivido muchos momentos tristes tras esas paredes pero amaba su hogar. A la hora de la cena pidió que le subieran la comida a la habitación excusándose tras un terrible dolor de cabeza. Lo menos que quería era comer con Teresa. Esa mujer destilaría veneno por todos sus poros y ella no iba a quedarse callada. El toque a la puerta hizo que se levantara del diván al lado de la ventana donde estaba contemplando el atardecer. No era la cena. Era su peor pesadilla. Felipe. —Vengo a informarte princesa que si no bajas a cenar con nosotros, tu futura familia, no comerás en absoluto. Tienes dolor de cabeza, tómate un analgésico. Pero te quiero en la mesa. A mi lado. Como te corresponde. Y ese tonito que expresó superioridad en cada sílaba hizo que Elena apretara los dientes. Felipe era capaz de