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Había una vez...

De pequeña tuve una buena infancia. Un hogar, una familia…

Mi madre era la mujer más dulce y cariñosa de la tierra, con el corazón más noble que jamás haya conocido. Y era absolutamente hermosa, sus rasgos latinos la convertían en algo digno de ver. Su largo y castaño cabello caía en hondas por sus finos hombros, sus grandes ojos del color de la miel me daban paz al mirarla. Y su sonrisa, era todo lo que necesitaba para calmarme cuando tenía una pesadilla.

Mi padre, no era el más cariñoso de todos, pero era un buen hombre, trabajaba todo el día en su taller mecánico y cuando llegaba se tiraba en el sofá a ver el resumen deportivo con su cerveza.

Estaba loco de amor por mi madre.

Me lo confesó muchas veces mientras me arropaba. Me encantaba escuchar la historia de cómo se conocieron.

—Yo estaba de vacaciones en Florida y pasé por un bar a tomar algo. Estaba en la playa, así que desde ahí podía ver todo. Una hermosa morena muy bajita llamó mi atención, jugaba al frisbee con una amiga. El plato se le cayó cerca de mí y corrí a recogerlo. Cuando levanté la cabeza me encontré con su sonrisa. Alma me enamoró en el momento en que la vi. Fui suyo para siempre. Al poco tiempo nos casamos, y nos mudamos aquí, a Detroit, y ya sabes el resto. Luego viniste tú y nuestra vida estuvo completa.

Cada noche mi padre me contaba la misma historia hasta que me dormía.

Desde que puedo recordar me enamoré de la danza, una pasión que heredé de mi madre, quién alguna vez fue una bailarina. Cuando ella notó que la danza era lo mío, me inscribió en una academia de baile. Pasaba cada tarde, luego del colegio, en ese lugar lleno de espejos y barras. Bailar me hacía sentir viva, libre... y completamente feliz. Mi mamá no se perdía una sola clase y siempre estaba alentándome a ser mejor. Era nuestro momento especial, algo que solo ella y yo compartíamos.

Luego de mi cumpleaños número ocho, las cosas comenzaron a cambiar. Mi madre simplemente se desvaneció. Poco a poco dejó de ser ella. Sus cambios de humor volvían loco a mi padre y se la pasaban discutiendo. Ella estaba el día entero acostada en su cama con los ojos hinchados y rojos.

No entendía qué estaba pasando. Nada parecía haber cambiado, sin embargo, ella, dejó de ser mi madre para convertirse en alguien sombrío y triste.

Mi padre la llevó a varios médicos y todos dijeron lo mismo. Depresión crónica. Le dieron distintos medicamentos, pero nada parecía ayudarle.

Finalmente, dos años después de eso, ella simplemente se dio por vencida y se suicidó tomando un frasco de pastillas y una botella de whisky. Así sin más, perdí a mi madre.

Desde su muerte todo fue de mal en peor. Mi padre comenzó a beber 24hs al día. Llegaba a casa absolutamente borracho, muy tarde en la noche. Lo escuchaba llorar e insultar. Discutía con el fantasma de mi madre y le reprochaba el haberlo abandonado. Apenas se acordaba que yo existía. Solo parecía notarlo cuando yo me acercaba a él para recordarle que debía comprar alimentos o pagar alguna cuenta. Por el resto… yo también había desaparecido.

La vida diaria se volvió una pesadilla, con apenas diez años tuve que aprender a cuidar de mí y de mi padre. Cuando Hank comenzó a consumir, todo empeoró. Y muy pronto mi casa se convirtió en el asilo de drogadictos y vendedores de heroína. Así que pasé de tener una infancia feliz a una adolescencia desastrosa y llena de excesos.

Viviendo en la casa de la heroína, no me fue complicado dar mis primeros pasos hacia el infierno.

Tenía 13 años cuando probé las drogas por primera vez. Y como a nadie le importaba dónde y con quién estaba, entraba y salía de la casa cuando me daba la gana. No iba mucho a la escuela, hasta que la consejera llamó a mi padre y lo obligó a que yo asistiera al colegio regularmente y mantuviera una buena calificación, de lo contrario amenazó con llamar a servicios sociales. Amenaza que dio resultado, Hank no quería a nadie husmeando en la casa. Esa noche me dio la paliza de mi vida. Terminé en el hospital con dos costillas rotas, la muñeca fracturada y la cara destrozada. Tuve que decir que me habían asaltado para no meterme en más problemas.

La escuela se convirtió en mi refugio, me mantenía lejos de mi padre y sus asquerosos amigos, que me miraban como si yo fuera algo comestible y delicioso.

Cada noche me encerraba bajo llave en mi dormitorio para evitar alguna visita indeseable. Lo aprendí por las malas, cuando uno de sus amigos se coló en mi habitación y comenzó a tocarme, me desperté asustada y gritando. Luché como pude contra él y al final desistió y se marchó.

Mi corta y efímera carrera de bailarina se terminó abruptamente. Desde la muerte de mi madre, nada fue lo mismo, pero me obligué a seguir asistiendo. Sabía que para ella era importante que yo siguiera con la danza y me convirtiera en una gran bailarina. Pero las drogas no son buena compañía para la disciplinada vida de la danza. Así que simplemente lo dejé.

Lo que yo no sabía era que en la preparatoria encontraría nuevos peligros.

Conocí a Jacob a los 15 años, él era dos años mayor que yo. Su aspecto y reputación de rebelde y problemático enseguida llamaron mi atención. No era muy alto, pero sí musculoso. Cabello castaño que llevaba casi rapado y unos hermosos ojos verdosos. Los ojos eran mi debilidad, no podía resistirme a unos bellos ojos… y él no fue la excepción.

Heredé la belleza latina de mi madre, me parecía mucho a ella, con algunos toques de mi padre. Mi cabello color chocolate ondeaba al viento, siempre lo llevaba suelto, de esa manera me sentía más libre. Grandes ojos avellana y unos labios gruesos y carnosos. La naturaleza había sido generosa con respecto a mi físico. Tenía muchas curvas, era muy delgada, pero con un abultado trasero y unos llenos y redondeados pechos. Lo único que saqué a mi padre, fue la altura. Era bastante alta para la edad que tenía.

Así que claramente, él se fijó en mí.

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