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Capítulo 4. Casada con un desconocido.

El resplandor estéril de los fluorescentes parpadeaba en lo alto, proyectando una luz implacable sobre el suelo de barnizado de la oficina notarial. Podía sentir la frialdad del espacio calándole hasta los huesos, un duro contraste con el calor que enrojecía sus mejillas mientras se enfrentaba a él con la incredulidad ardiendo en los ojos.

—¿Qué tiene eso que ver contigo? —. Las palabras salieron a borbotones, mezcladas de ira y confusión— ¿Acaso mi exmarido te envió a burlarte de mí?

Su mirada se clavó en la de él, buscando una respuesta, cualquier indicio de engaño o burla en su estoica conducta.

Pero el hombre permaneció impasible, con una expresión tallada en piedra. 

—¿Tienes un trabajo? ¿Tienes a dónde ir? —insistió, ignorando sus acusaciones como si fueran moscas a las que espantar.

Su sorpresa ante la pregunta se manifestó en un fuerte suspiro. ¿Cómo lo sabía? Su mirada perspicaz la inquietó; parecía clavarse en su alma, leyendo su agitación con una facilidad desconcertante. 

Antes de que pudiera responder, sus dedos rodearon su muñeca, un tacto firme e inesperadamente cálido y tiró de ella a través de varias parejas que esperaban su turno y la funcionaria que estaba en el mostrador de información.

—Señora, por favor, queremos tener un matrimonio notarial —dijo el recién llegado, que levantó la vista con una sonrisa practicada, imperturbable por lo repentino de su acercamiento.

—¡Estás loco! ¡No estoy de acuerdo! —protestó ella, alzando la voz en medio del murmullo de la actividad burocrática. 

Su mente bullía de objeciones, pero las palabras se le enredaban en la garganta mientras intentaba apartarse. Fue entonces cuando vio a su exmarido acercándose con una sonrisa de suficiencia dibujada en el rostro.

—¿Casarte justo después de divorciarte? —se burló, con un volumen de voz que hizo girar cabezas—, así que resultaste no ser más que una zorra, que me engañabas con otro hombre ¡No eres más que una perra! 

La acusación le dolió como una bofetada, el corazón le golpeó la caja torácica, la vergüenza y la rabia se enfrentaron en su interior.

La tomó por el brazo y la sacudió con violencia.

—Respóndeme ¿Desde cuándo me estabas siendo infiel?

Sus dedos se clavaron en sus brazos, mientras que sus palabras se clavaron en ella, retorciéndose en sus entrañas como un filoso cuchillo, ella se sintió pequeña bajo el peso de sus palabras, su recién descubierta rebeldía desmoronándose. 

Se encaró hacia el hombre que estaba a su lado, el desconocido lo empujó con fuerza, liberando a Claudia de su agarre y volvió a tomar la muñeca de la mujer.

—Hermano, te aconsejo que no te cases con ella. No es más que una puta, así como me fue infiel a mí contigo, te lo hará con otro —expresó tratando de congraciarse con el hombre.

Su desprecio era palpable, una nube tóxica en el aire entre ellos. 

—Quién esté con ella le irá mal.

Una oleada de humillación la invadió. Quería gritar, negarlo todo, pero su voz era un susurro ahogado que se perdía en el caos de la oficina. Sus ojos se desviaron hacia su futuro novio, con miedo y desesperación mezclados en su mirada. ¿Creería él las venenosas mentiras?

—No te involucres con esa insignificante mujer —continuó su exmarido y luego con una mirada de desprecio la recorrió—, no digas que no te lo advertí.

Las palabras de Javier, le hicieron tomar una decisión a Claudia y se giró hacia el hombre.

—Acepto casarme contigo… —hizo una pausa, porque no sabía su nombre y él terminó de presentarse.

—Andrew Davis. Ahora vamos a casarnos.

Ella cargaba lo que le pedían y anexó el certificado de divorcio, le entregaron los documentos al empleado quien los miraba de una manera indiferente mientras tomaba los papeles.

—Parece que todo está en orden —dijo sin levantar la vista de la pantalla del ordenador.

Se permitió un suspiro de alivio y miró de reojo entre la multitud. Su exmarido permanecía cerca de la entrada, un espectro inamovible, su presencia más opresiva que el silencio entre ellos.

Se suponía que debía marcharse, para concederle esta última dignidad, pero en lugar de eso, observaba, como un frío espectador, de su teatro privado de clausura.

—¿Podemos darnos prisa? —susurró ella, con una voz que apenas se distinguía del murmullo de las conversaciones en voz baja a su alrededor.

—Hay que seguir los procedimientos —respondió el empleado, ajeno o indiferente a su urgencia.

Veinte minutos después se oficiaba el matrimonio, un destello de luz captó su atención. Les habían hecho una foto, un intruso inoportuno que se apoderaba de un recuerdo que ella prefería olvidar. 

El corazón se le estrujó al ver el certificado de matrimonio que tenía ahora en las manos, un símbolo de una nueva vida.

Concluido el proceso, se aferró a la normalidad cogiendo del brazo a su nuevo esposo. Caminaron hacia la salida, sus pasos impulsados por la necesidad de escapar de la gravedad de su pasado.

Justo cuando se acercaba al umbral, que prometía libertad, él se detuvo bruscamente y la soltó del brazo. 

Sus ojos eran una tempestad de emociones cuando se volvió hacia ella, con el peso de las palabras no dichas colgando entre ellos.

—Espera un momento, hay algo que me muero por hacer —dijo, con una voz cargada de significado que ella no pudo ignorar. 

Su corazón se aceleró, golpeando contra su caja torácica, mientras las preguntas arañaban su mente. ¿Qué iba a hacer? La expectación era algo vivo, ansioso y salvaje, que exigía respuestas que ella no estaba segura de querer oír.

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