Capítulo 5: Exigiendo razones.

Andrew no podía quedarse tranquilo frente a la humillación que le acababa de hacer ese hombre a quien ahora era su esposa, le enseñaría a respetarla, así que le pidió a Claudia que lo esperara y caminó de nuevo al interior de la oficina.

Sus nudillos estaban blancos, en marcado contraste con los tonos cada vez más oscuros de la tarde, mientras giraba sobre sus talones y se dirigía hacia Javier con el inconfundible paso de un depredador. 

Con un movimiento rápido, nacido de un manantial de desprecio enconado, Andrew le asestó un puñetazo contundente en la cara del exmarido de Claudia. 

—¡Maldita sea, pedazo de loco! ¿Qué estás haciendo? —gritó Javier histérico y enseguida Andrew le emparejó la otra mejilla, dejándole dos cardenales en la cara.

Las palabras de Javier se interrumpieron ante el segundo impacto, que le hizo caer de bruces contra el suelo como si se tratara de un pesado animal, un coro de risas estalló entre los espectadores, cuya diversión fue una humillante serenata a su caída.

—Con ese otro golpe te queda la cara pareja —dijo tomándolo con fuerza de las solapas de la camisa—, eso te enseñará a no volverte a meter con Claudia, y te advierto, ya no le puedes hacer daño, porque ahora es mi esposa y como tal debes respetarla ¿entendido? —inquirió mientras Javier asentía asustado y Andrew lo lanzaba en el suelo de nuevo con desprecio, mientras se sacudía las manos, como si estuviese deshaciendo de la basura.

Entretanto, Javier yacía allí, con su orgullo derramándose por el frío suelo, demasiado conmocionado para responder o incluso levantarse. Su amante, una silueta de preocupación marcada por la luz tenue, se acercó corriendo en un intento de salvar su dignidad. 

Pero su toque fue respondido con un venenoso manotazo, desechando sus esfuerzos. 

—¡Aléjate! No soy tan patético como para no poder valerme por mí mismo —gruñó, la amargura de su voz era más reveladora que cualquier acción.

Mientras tanto, Andrew y Claudia se alejaban, la tensión eléctrica entre ellos era palpable. Cuando ella alargó la mano para agarrarle del brazo, fue como si hubiera tocado un cable con corriente, una sacudida le recorrió la punta de los dedos y la hizo retroceder instintivamente como si él apestara. 

—¿Qué te pasa? ¿Acaso estoy apestoso? —preguntó Andrew, con una nota de irritación en sus palabras, mientras Claudia se retiraba y su repentino movimiento pintaba una caricatura de desagrado.

La risa de Claudia rompió la incomodidad, disipando la carga en el aire. 

—No, hueles muy bien… muy masculino —respondió mientras sus mejillas se tornaban carmesí—, es solo que me diste corriente —dijo, sin dejar de pensar lo absurdo del momento. 

Esas palabras lo pusieron a él de buen humor.

—Eso debe ser porque tengo mucha energía —replicó Andrew, con una sonrisa en la comisura de los labios, olvidándose del estático encuentro como si no fuera más que una prueba de su vitalidad.

Sus bromas sirvieron como un breve respiro de la vorágine emocional que ambos sabían que estaba justo debajo de la superficie, la realidad de su situación, un espectro que se acercaba cada vez más con cada paso hacia el coche.

La sombra de Claudia se extendía larga y delgada por el asfalto, mientras el sol poniente bañaba el aparcamiento con un resplandor dorado. 

La luz jugaba con sus ojos, dando a Andrew un contorno casi etéreo, un halo de oscuridad que parecía en desacuerdo con la tensión que se cernía entre ellos.

—¿Quién eres, Andrew? —Su voz era firme, pero la opresión de su garganta delataba su seriedad. —¿Y qué clase de locura es esta de casarte conmigo de repente?

La mirada de Andrew se clavó en la suya, su expresión ilegible. Por un instante, pareció como si la viera por primera vez, como si hubiera surgido de un mundo completamente distinto. 

Se acercó, con movimientos deliberados, como si quisiera salvar no solo la distancia física, sino un abismo emocional.

—Nos divorciaremos —continuó Claudia, su determinación endureciéndose como la lava al enfriarse —esperemos aquí, en cuanto Javier se haya ido y entramos a divorciarnos

—¿Divorciarnos?

La risa de Andrew fue un ruido sordo, desdeñoso, como si ella hubiera sugerido que volaran a la luna con las alas de una mariposa. 

—Claudia, mi amor —dijo, sus palabras enhebrándose en el aire como seda entrelazada con acero —, no soy ningún chiquillo que no sabe lo que quiere y que cambia de idea en segundos.

Se movió con la gracia de un depredador, agarrando con firmeza la cintura de ella y estrechándola contra él. 

Su aliento era un susurro cálido contra su mejilla. 

—Ni siquiera pienses que vas a poder divorciarte de mí y deshacerte como si yo fuera unos calcetines apestosos. 

Por dentro, Claudia se tambaleó. ¿Cómo podía este hombre, que acababa de luchar por su honor, hablar de su matrimonio, una farsa, una locura improvisada, como si fuera un contrato vinculante? Se sintió atrapada, como un pájaro atrapado por hilos invisibles, incluso mientras su corazón aleteaba contra la jaula de sus costillas.

—Así que, querida, mejor déjame darte la bienvenida a la familia Davis Boss —murmuró, sellando su destino con aquellas palabras como si fueran un hechizo.

—¿Por qué yo, Andrew?

La pregunta se escapó, frágil, como una hoja al viento. 

—¿Por qué me escogiste precisamente a mí?

Por un momento, mientras el silencio se extendía entre ellos, Claudia vio que algo parpadeaba en los ojos de Andrew: una incertidumbre, una pregunta que reflejaba la suya. Él apartó la mirada, con la mandíbula apretada, como si estuviera luchando contra secretos demasiado pesados

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