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Capítulo 2: Una mujer con determinación.

Javier llamó al 911 con enfado y pidió una ambulancia; los paramédicos no tardaron en llegar.

—Señor Cáceres, ¿Qué le ha pasado a su esposa? —preguntó uno de ellos.

—Estaba sirviendo los platos, y se le derramó una sopa y terminó arrastrando el mantel con ella y se cayó. ¡Ella es una torpe!

Claudia se mantuvo en silencio, mientras la trasladaban al hospital.

De inmediato le hicieron una revisión, mientras ella esperaba el anuncio del médico, el aroma estéril del hospital se mezcló con el sabor metálico de la sangre que persistía en su boca, mientras yacía en la camilla, en marcado contraste con la cálida fragancia de la cena que había servido momentos antes.

En ese momento vio al médico llegar y se aferró a su mano sin poder contener la angustia que palpitaba dolorosamente en su pecho.

—Doctor, por favor, ¿cómo está mi hijo? —preguntó en tono suplicante.

Y aunque en su interior, la esperanza se mantenía viva, la mirada del hombre debió haberle indicado la noticia que le daría.

La observó con lástima y comenzó a negar con la cabeza.

—Lo siento, señora Cáceres, pero ha perdido a su hijo.

Las palabras del médico fueron como puñales clavados en su alma, tanto buscarlo, tanto desear tenerlo, aunque por razones equivocadas, para aferrarse a mantener vivo, a un matrimonio que era evidente que hace mucho tiempo había muerto.

Se llevó la mano al abdomen, un testimonio silencioso de la vida que ya no estaba allí. Las luces fluorescentes parpadeaban como la esperanza que se desvanecía en su corazón.

—¿Qué pasó exactamente? —preguntó el médico, mirándola con una expresión que era una mezcla de preocupación y distanciamiento profesional.

"Me... me caí…", murmuró, con la voz apenas por encima de un susurro.

La verdad arañaba su garganta, suplicando ser liberada, pero el miedo la envolvía en silencio.

—Entiendo —respondió él, no del todo convencido, pero demasiado experto para seguir insistiendo.

Garabateó algo en su portapapeles y se marchó, dejándola sola con el eco de los latidos de su corazón en la silenciosa habitación.

Estaba a la deriva en un mar de dolor cuando la puerta se abrió de golpe y la figura de su marido llenó el marco.

Su sombra se cernió sobre ella como un presagio mientras se acercaba con pasos deliberados, la antítesis del consuelo.

—Debería darte vergüenza —le espetó, con voz carente de calidez —. Me casé contigo porque eras una mujer obediente, que no refutabas nada, hacía lo que yo quería, ¿y esto es lo que obtengo? ¡Tu propia incapacidad te condena! —exclamó indignado.

Sus palabras la golpearon como si fuesen golpes físicos, cada uno de ellos astillando la frágil fachada que había mantenido durante tanto tiempo. Sintió que su espíritu se rompía, que se astillaba en pedazos de angustia e indignación.

Claudia, debilitada por el dolor físico y emocional, luchaba por contener las lágrimas que amenazaban con escapar de sus ojos, porque las palabras de Javier eran dagas afiladas, y cada una de ellas cortaba más profundo que la anterior.

—Por favor, Javier, no me hagas esto —susurró, su voz temblorosa mientras las lágrimas finalmente se deslizaban por sus mejillas.

En su interior deseaba que él se mantuviera callado y no siguiera humillándola de esa manera, pero Javier no estaba dispuesto a ceder, y siguió luciéndose, martirizándose y tratando de mellar la poca autoestima que le quedaba a Claudia.

—¡¡Ni siquiera puedes mantener a un niño en tu seco vientre!! ¡Eres una inútil! ¡No sirves para nada! —, continuó insultándola con desprecio, con su crueldad cortando el aire.

Javier la miró con desprecio y se dio la vuelta para marcharse, dejándola sola en la habitación del hospital.

Claudia sollozó en silencio, sintiendo el peso abrumador de la soledad y el dolor. Había perdido a su hijo y, lo que era peor, su matrimonio se había convertido en una pesadilla interminable.

Pasaron horas en las que Claudia se sumió en la oscuridad de sus pensamientos, tratando de encontrar una salida a su situación desesperada. Sabía que tenía que tomar una decisión, que no podía seguir viviendo bajo el control y la crueldad de Javier.

Finalmente, cuando la noche cayó sobre el hospital, un rayo de determinación iluminó su mirada. Sabía lo que tenía que hacer. Debía liberarse de las cadenas que la ataban a ese hombre cruel y encontrar una nueva vida para sí misma.

Claudia esperó a que Javier regresara al hospital y, cuando lo hizo, se enfrentó a él con valentía. A pesar de la debilidad de su cuerpo y el dolor que sentía, habló con firmeza.

—Javier, quiero el divorcio —declaró, y su voz resonó con una fuerza que la sorprendió incluso a ella misma—, esto no puede continuar. No puedo seguir viviendo en un matrimonio tan destructivo. He perdido a nuestro hijo, pero no puedo perderme a mí misma también.

Javier la miró con sorpresa y luego con rabia, pero Claudia ya no estaba dispuesta a ser víctima de sus palabras hirientes.

—Voy a buscar un abogado y presentaré una demanda de divorcio. No quiero estar contigo ni un minuto más.

Levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada despectiva con un nuevo desafío.

—¿Divorcio? —rió él, con un sonido áspero y chirriante—. ¿Crees que una inútil como tú podrá sobrevivir sin mí? Porque te advierto, si continúas con esa absurda idea, ¡No recibirás nada de mí! ¡Ni un solo centavo te daré! Tendrás que ir a la calle como la pobretona que eres, no eres nada sin mi dinero, Claudia, sin mi nombre, sin mi estatus. No sobrevivirás.

Pero mientras él se cernía sobre ella, esperando verla acobardarse, ella no vaciló. En lugar de eso, lo vio como lo que realmente era: un hombre tan pequeño que solo podía sentirse poderoso, haciéndola sentir débil.

—Veremos —susurró para sí misma, más como un juramento que como una réplica.

Cuando él se marchó enfurecido, sus ojos siguieron su retirada y, en el fondo, la chispa de su determinación brilló con fiereza. Se levantaría de esa. Debía hacerlo.

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