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39. Felicidad que se desvanece

Se había levantado cuando de afuera los sonidos escuchados la hicieron recuperar la conciencia, adormilada. María Teresa sentía la garganta seca, retornada a la realidad. Se tocaba la cabeza, confundida. Un lugar distinto. Dolía la cabeza, también los huesos, todos.

—¿En dónde estoy…? —susurró, divagando en la realidad y en la nueva sensación.

Se levantó. Apenas caminó y volvió a caer de rodillas. Mareada todavía, gateó hasta la primera puerta que vio. La abrió. Una sola. Sólo notó una sola. Después de parpadear. Pudo levantarse. Jadeó cuando vio todas esas cosas. Muebles, cuadros, billetes, joyas…

—Silencio —escuchó—. No, no. Debes seguir durmiendo.

María Teresa sintió el arma en su mejilla.

—Por Dios —jadeó de una vez. No supo ni siquiera resignarse que estaba siendo amenazada por un arma.

—Vas a hacer lo que yo diga. Levanta ese maletero y salgamos de aquí.

—No, no. Yo no iré contigo.

—¡Te volaré la cabeza sino haces lo que yo digo! —la voz provenía de un hombre.

María Tere
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