Las paredes estaban cubiertas por cortinas de terciopelo rojo sangre, un foco estroboscópico giraba desde el techo y una neblina artificial flotaba sobre el suelo como si el cuarto estuviera poseído por el espíritu de una discoteca abandonada. Gloria, ataviada con un corpiño de látex negro que brillaba bajo la luz morada, avanzaba hacia el centro de la habitación. Sus tacones de aguja, de 15 centímetros, crujían sobre tablas mientras una música latía con un beat hipnótico.
Julian y Pablo estaban sentados en sendos tronos de oro, sus miradas clavadas en ella como lobos ante un banquete. Julian, con una camisa blanca desabrochada hasta el ombligo y pantalones de cuero ajustados, mordía una rosa artificial. Pablo, por su parte, llevaba un uniforme de béisbol inexplicablemente desgarrado, mostrando un torso grueso y velloso.
—¿Alguien quiere una zorra caliente? —preguntó Gloria con una voz que pretendía ser ronca, pero que sonó más a resfriado de invierno.
Sin esperar respuesta, comenzó a contonearse. Sus caderas giraban como aspas de molino en huracán, mientras sus manos recorrían su cuerpo con la delicadeza de una serpiente en éxtasis. Julian dejó caer la rosa y se inclinó hacia adelante, hipnotizado. Pablo se ajustó el b**e (sí, el b**e) que llevaba en la mano, aunque no era el b**e lo que parecía necesitar ajuste.
—Ven aquí, princesa —rugió Julian, extendiendo una mano enguantada en cuero negro.
Gloria se deslizó hasta él, rozando su oreja con los labios pintados de púrpura nuclear. —¿Te gusta lo que ves, papi? —susurró, arrastrando la última palabra como si fuera caramelizada.
Julian intentó atrapar su cintura, pero ella se retorció como un gato evadiendo un baño y se dirigió a Pablo. Este, en un alarde de originalidad, tenía ahora una cadena de oro falsa colgando del cuello y un sombrero de vaquero.
—¿Y tú, chico malo? —Gloria le lanzó un guiño que habría paralizado a un ejército—. ¿Vas a quedarte ahí mirando?
Pablo, en lugar de responder, la levantó en brazos como si pesara menos que una pluma y la sentó en su regazo. Gloria, en un movimiento escurridizo tomó su rostro entre sus manos y lo enterró en su escote, donde un corazón de purpurina titilaba bajo la luz estroboscópica.
—Huele a… ¿lavanda? —murmuró Pablo, confundido, olfateando el talco barato que Gloria usaba para disimular el sudor.
Ella lo ignoró y siguió bailando, ahora con ambos hombres bailando pegados a ella, uno delante el otro detrás. Julian le mordisqueaba el hombro mientras Pablo intentaba desatar el lazo de su vestido con los dientes (spoiler: el lazo era de plástico). La música imaginaria alcanzaba su clímax, los focos giraban más rápido, y Gloria alzaba los brazos triunfal, lista para gritar algo como "¡Llénense perros! ¡Tengo para los dos!", cuando…
¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!
—¡Gloria Isabel! ¡Ya levántate, se nos hace tarde!
La fantasía se desvaneció como un globo pinchado. Las cortinas de terciopelo se convirtieron en sábanas viejas bajo las cuales soñaba con entregarse como corderito a dos viejos lobos.
—Un minuto, ¡MAMÁ! —gritó
La puerta del cuarto de Gloria retumbó bajo los golpes de Ingrid, su madre, cuyo puño cerrado parecía tener la misma precisión que usaba en el laboratorio analizando muestras de sangre.
—¡Gloria Isabel! ¡Las nueve y media! ¡Levántate! —Su voz, firme pero no exenta de un dejo de ternura, perforó la madera como un bisturí.Gloria abrió un ojo, todavía atrapada en los jirones de su fantasía: Julian y Pablo bailando alrededor de ella en un escenario de humo y luces estroboscópicas que solo existían en su cabeza. Pero la realidad era menos glamorosa: su camisón viejo con estampado de gatitos, el peluche aplastado bajo su axila, y el libro Candor Tropical abierto en la página donde Melisa y Julian se besaban por vigésima vez.
—¡Es sábado, maaamá! —gimió, arrastrando la última palabra como si fuera un lamento.
La puerta se abrió de golpe, revelando a Ingrid Soares, de 37 años, analista de laboratorio y sobreviviente de un matrimonio fallido con un chofer de autobús. Su cabello corto y sedoso, que contrastaba con su piel blanca, enmarcaba un rostro amigable pero con una nariz respingada que delataba su impaciencia. Llevaba una blusa ajustada color turquesa que, sin ser vulgar, dejaba entrever un escote sugerente, y unos jeans que celebraban sus curvas naturales sin disculparse.
—¿Y por eso vas a pudrirte en la cama como un hongo? —preguntó Ingrid, cruzando los brazos y revelando el reloj de pulsera plateado que siempre llevaba, incluso los sábados—. ¿Al menos te bañaste?
Gloria se miró las uñas mordidas y luego olfateó discretamente su hombro.
—Apenas me levanté… —murmuró, sabiendo que su olor a sudor adolescente y galletas de avena la delataba.Ingrid suspiró, ajustándose la blusa que, a Gloria, siempre le pareció demasiado juvenil para una madre.
—A la próxima tumbo la puerta y te arranco de la cama—advirtió, señalando el overol de mezclilla que yacía en el suelo—. Vístete.Gloria se arrastró hasta el baño, sintiendo la mirada crítica de su madre en su espalda. El espejo le devolvió la imagen de una adolescente con el pelo revuelto (como si un huracán hubiera pasado por su almohada), piel brillante por el sebo acumulado y ojeras que contaban la historia de noches enteras leyendo sobre Melisa y su vida perfecta.
Mientras el agua fría de la ducha la devolvía a la realidad, pensó en Ingrid: una mujer que, a sus 37 años, parecía tener todo bajo control (excepto a su hija). Su madre, la de las batas blancas impecables y los informes clínicos perfectos, la que salía con amigas que viajaban solteras y sin hijos.
En el baño, el espejo le devolvió la imagen de una adolescente con el pelo revuelto (como si un pájaro hubiera anidado en él), piel brillante por el exceso de grasa y ojeras que rivalizaban con las de un panda. Se quitó el camisón y los panties y entró a la ducha. El agua fría la despertó como una bofetada, arrastrando restos de sudor y fantasías incumplidas.
—Aquí no se ahogaría nadie… —murmuró, mirando su pecho con una mezcla de resignación y burla. Su piel canela, le pareció opaca comparada con el mármol rosado de Melisa. Su pequeña nariz aguileña, que su madre llamaba «de carácter», se veía grotesca bajo la luz fluorescente.
Al salir, se puso la camisa rosa holgada (que le llegaba hasta los muslos) y el overol desteñido, cuyo bolsillo delantero aún tenía una mancha de kétchup de hacía tres meses. Al pasar frente a su madre en la sala, Ingrid la miró de arriba abajo y frunció la nariz respingada.
El coche de Ingrid olía a limpio, a «soy una adulta que paga sus deudas», con un aroma a limón recién comprado en oferta. Gloria se hundió en el asiento del copiloto, sintiendo cómo el overol le apretaba la cintura como un corsé de mezclilla. Ingrid encendió el motor y, sin apartar la vista de la calle, le lanzó una mirada de reojo.
—¿Y el rímel? ¿Lo usaste para pintar un cuadro abstracto en el lavabo? —preguntó, señalando los ojos de Gloria, que parecían dos huevos fritos sin sal.
—Se me olvidó… No es para tanto —mintió Gloria, sabiendo que en realidad detestaba el maquillaje. Le recordaba a esos perros que disfrazan de tazas de té: innecesario y un poco trágico.
—Deberías avisparte más. A tu edad, yo ya sabía cómo resaltar—dijo Ingrid, ajustándose el escote como si fuera una superheroína cuyo poder era atraer miradas de hombres en crisis de mediana edad.
—Es que no me gusta parecer… decorada —refunfuñó Gloria, cruzando los brazos sobre su pecho, como si eso lo hiciera más invisible.
—¿Tu padre te llamó? —preguntó Ingrid, cambiando de tema con la sutileza de un martillo.
—Solo me mandó un mensaje. Dice que quiere verme mañana.
—¿Y? ¿Vas? —preguntó Ingrid, con el tono de quien ya sabía la respuesta.
—No le contesté. Seguro quiere contarme lo feliz que es con su nueva novia joven—rezongó Gloria, clavando las uñas en sus palmas.
Ingrid suspiró, como si cargara con los errores románticos de toda la familia.
—Bueno, al menos no heredaste su gusto por los zapatos con luces…El restaurante Le Jardin Secret era un lugar donde las conversaciones oscilaban entre «¿Qué pintas en tu tiempo libre?» y «¿Cómo disimulo mis salidas al estacionamiento del centro comercial?». Las mesas, rodeadas de macetas con geranios que nunca habían visto tanto drama, albergaban a tres mujeres que levantaron la mano como si estuvieran en una subasta:
Alma Moretti, a seductora discreta, vestida con un traje pantalón negro y un collar de perlas que brillaba más que su sonrisa. Tenía dos novios (un arquitecto y un barista) y una colección de amantes que encontraba en bulletin boards, foros de internet e incluso en los clasificados del periódico. Al ver a Gloria, le guiñó un ojo y deslizó un azucarero hacia el mesero, cuyo nombre anotó en una servilleta.
—Cariño, ¿sigues soltera o ya te convertiste en monja de clausura? —preguntó, mordisqueando una tostada de aguacate como si fuera un acto sensual.Morgana Sato, la escritora de almas rotas, con un vestido de lino crudo y una libreta de cuero abierta junto a su té chai. Enseñaba literatura en una universidad y escribía poemas que empezaban con frases como «La soledad huele a pan quemado». Sin levantar la vista, deslizó un papel doblado hacia Gloria:
«Los overoles guardan más historias que los libros. Pregúntale al tuyo».Filomena Alves, la artista anarquista, con un chaleco negro que exhibía sus brazos tatuados. Sus axilas peludas eran una declaración de guerra contra los estándares de belleza, y su risa resonaba cada vez que alguien fruncía el ceño al verlas.
—Gloria, cielo —dijo, mordiendo un croissant con la elegancia de un pirata—, ¿quieres que te tatúe un zorro? Los zorros son listos, como tú. O un verso de los míos.Ingrid se sentó con la postura de una reina en su trono, ignorando cómo Filomena le ofrecía un pedazo de croissant con la mano manchada de pintura.
—Gloria está enfocada en sus estudios —mintió, ajustándose el reloj como si el tiempo fuera su único aliado—. Nada de tatuajes, por favor.—¿Estudios? —intervino Alma, lamiendo mermelada de fresa de su cuchillo—. A su edad, yo ya tenía tres novios y un diploma en coquetería avanzada.
—No todas corremos la misma carrera —musitó Morgana, escribiendo algo que probablemente terminaría en un monólogo sobre la hipocresía social.
Gloria jugueteó con su jugo de naranja, sintiendo que el overol le apretaba más con cada comentario. Filomena, al notar su incomodidad, le pasó un trozo de madera tallada con forma de pájaro.—Es un colibrí —explicó—. Dicen que son frágiles, pero atraviesan huracanes. Como tú, chiquita.
Ingrid frunció los labios al ver el gesto, pero antes de que pudiera protestar, el celular de Gloria vibró. Un mensaje de su padre: «¿Mañana a las 12? Te espero en el parque».
—¿Eres tú o tu overol el que tiembla? —bromeó Filomena, señalando la vibración del teléfono.
—Es… una notificación del clima —mintió Gloria, guardando el pájaro de madera en su bolsillo.
—El clima de los corazones siempre es impredecible —dijo Morgana sin levantar la vista, mientras Ingrid cambiaba el tema hacia los méritos del té matcha.
Gloria se sentía como un pez fuera del agua en medio de aquella conversación de solteronas, incluida su madre, que parecía más interesada en discutir recetas de cocina y los últimos chismes del vecindario que en entender los dilemas de su hija. Por dentro, su mente hervía con una mezcla de envidia y frustración. Alma vivía en un mundo completamente distinto: dos novios, amantes por doquier y un cuerpo envidiable para alguien de su edad. En cambio, Gloria cargaba con el peso de sus fantasías imposibles: Julián, el personaje una novela erótica, que solo existía en las páginas de un libro, y Pablo, el jugador de béisbol profesional que ni siquiera sabía de su existencia. ¿Cómo podría un atleta exitoso fijarse en una chica de preparatoria como ella?
Su único refugio era su habitación, donde podía dejar volar su imaginación y soñar con un mundo donde alguien como Julián o Pablo la mirara con esos ojos llenos de pasión que solo existían en sus fantasías.
Con Morgana, la profesora de literatura, sentía una extraña conexión. Ambas compartían el amor por las palabras, pero Gloria dudaba que Morgana alguna vez hubiera sucumbido a la tentación de leer esas novelas cursis y llenas de clichés que ella devoraba en secreto. Morgana era seria, analítica, intelectual... todo lo que Gloria aspiraba a ser, pero que chocaba con su naturaleza soñadora y emocional. Aunque, quién sabe, tal vez detrás de esa fachada de severidad, Morgana también guardaba un lado oscuro y cachondo.
Con Filomena, en cambio, la afinidad era menor, pero no podía evitar admirarla. Filomena era como un torbellino de seguridad y autoconfianza, desafiando las expectativas de la sociedad con su cuerpo poco convencional. Gloria la envidiaba por no tener que preocuparse por agradar a los hombres, aunque en el fondo, un pensamiento oscuro y egoísta se colaba en su mente: ¿y si Filomena era lesbiana simplemente porque ningún hombre la había querido? Era una idea cruel, lo sabía, pero no podía evitar temer que, en el futuro, ella terminara igual: sola, rechazada, buscando refugio en el abrazo de otra fea rechazada.
Las solteronas continuaron charlando animadamente. De vez en cuando, Ingrid tomaba el protagonismo al hablar de su prospecto galán: un vendedor de equipo de laboratorio que destacaba por su labia, más que por su apariencia física. Según ella, no era más guapo que el padre de Gloria, pero sí mucho más gracioso, educado y cortés. Con una sonrisa traviesa, Ingrid confesó a las chicas que llevaba tiempo poniendo a prueba su paciencia para descubrir si aquella actitud encantadora no era simplemente un disfraz. "Toma nota", le susurró Alma a Gloria mientras le guiñaba un ojo.
Gloria, sin embargo, se limitó a encogerse de hombros, pensando para sí misma: “Aunque fuera todo un acto, ya me lo hubiera dado”. Pero no se atrevió a compartir esos pensamientos en voz alta ni a revelar con quién fantaseaba. A sus ojos, parecía patético compararse con las mujeres que la rodeaban. Ellas tenían historias reales, experiencias vividas, mientras que ella aún navegaba ese territorio ambiguo entre la niñez y la adultez. Su inclusión en aquel ritual semanal del brunch era prueba suficiente de esa transición incipiente: estaba aprendiendo a ser parte de un mundo que apenas empezaba a comprender.
Finalmente, Alma interrumpió el momento. Con una sonrisa cómplice, anunció que debía marcharse; el mesero ya la había convencido hacía rato y no quería hacerlo esperar más. Su excusa provocó un silencio incómodo en la mesa. Las demás intercambiaron miradas, algunas divertidas, otras algo inciertas. Poco a poco, el ambiente se fue relajando. Sabían que Alma tardaría en regresar.
. El comentario rompió el ritmo de la conversación. Una tras otra, las mujeres comenzaron a moverse con rapidez, sacando sus carteras y haciendo señas a los meseros para pedir la cuenta. En cuestión de minutos, todas estaban de pie, intercambiando despedidas breves pero cálidas.
"Nos vemos la próxima", dijo Ingrid mientras se ajustaba el bolso al hombro.
En poco tiempo, el bullicio de la mesa se disolvió, dejando atrás solo el eco de risas y el tintineo de las tazas de café que los meseros comenzaban a retirar. La reunión había terminado tan abruptamente como siempre, pero con la promesa tácita de repetirse pronto, como cada semana.
El contraste entre la sala y el patio era inmediato. El sonido amortiguado de la música quedaba al fondo, como un eco lejano, y la iluminación era más tenue, con solo un par de lámparas de mesa encendidas.Rick e Iván estaban sentados en un sofá doble, enfrascados en una conversación sobre videojuegos. Las manos de Rick hacían gestos rápidos, como si estuviera explicando una mecánica complicada, mientras Iván asentía con la cabeza, claramente metido en el tema.En un sillón individual, Fumiko estaba reclinada cómodamente, con una pierna cruzada sobre la otra, absorta en la pantalla de su celular. Sus dedos se movían con rapidez sobre el teclado, y la luz azul del dispositivo iluminaba su rostro con un resplandor sutil.Vicente apenas dio un paso dentro cuando los dos chicos levantaron la vista.—¡Vicente! —Iván fue el primero en saludarlo, con un gesto de alivio—. Qué bueno que llegaste.Rick sonrió y le hizo una seña para que se acercara.—Estábamos tratando de cerrar un debate.Vice
El mediodía acariciaba con timidez las ventanas de la habitación de Gloria, quien, aún con el eco de las risas fingidas del brunch con mamá y sus amigas, se hundió en la silla del escritorio. La computadora —Una torre beige con teclado gastado y huellas grasosas, y un monitor que emitía un resplandor azul — ronroneaba como un gato anciano. En la pantalla el fotoblog de Angelina Swanepoel desplegaba imágenes de la fiesta de la noche pasada. Su amiga, con jeans ajustados y un top verde sin tiranes que mostraba un poco de ombligo, sonreía mostrando sus incisivos de castor entusiasta. El cabello cobrizo ondulado, sujeto con una diadema negra de perlas falsas, enmarcaba sus mejillas sonrosadas mientras posaba junto con un chico de pelo desordenado y sonrisa incomoda. Gloria que no había asistido por no ser invitada, vaya, evitó a toda costa recibir invitación alguna, pasó por las fotos con una mezcla de envidia y morbo.Minimizó la ventana y abrió otra nueva de un foro donde se discutía de
Vicente cruzó la puerta apresurado, con el corazón martillándole el pecho y la cara aún ardiendo.—Oye, eso fue rápido. —Iván lo recibió con un tono ligero, sin malicia, pero sin poder ocultar la sorpresa.Antes de que Vicente pudiera siquiera formular una respuesta, Fumiko lo examinó de un vistazo y exclamó:—¡Vienes hecho un tomate!Vicente estiró la playera hacia abajo con un gesto tenso y se dejó caer en el sillón más cercano, hundiéndose en el asiento sin levantar la vista. No quería ver a nadie.Rápidamente tomó un cojín y lo colocó sobre su regazo, como un reflejo automático de protección.Rick, que había estado observando en silencio, resopló con media sonrisa.—Al menos no viene llorando.Vicente sintió un nudo en la garganta, pero decidió no responder.Fumiko se acercó, apoyando una mano en el respaldo del sillón con esa familiaridad que siempre lo calmaba. Pero esta vez, Vicente se encogió hacia un lado, como si su mera presencia fuera un recordatorio de lo ocurrido. Por pr
Esta historia se desarrolla en un universo ficticio, una fantasía contemporánea sin magia, sin dragones, sin androides. Imaginen un lugar donde la estética pulcra y tecnológica de Japón se fusiona con el fuego vibrante y multicultural de Latinoamérica. Un mundo donde la disciplina y el avance tecnológico coexisten con la pasión, la diversidad y el calor humano que solo los hispanos pueden aportar.Aquí, las calles están impecables, los trenes siempre llegan a tiempo y los edificios, aunque no sean rascacielos, tienen un encanto modesto pero ordenado, como si cada ladrillo hubiera sido colocado con cuidado y propósito. Es una ciudad de pequeña a mediana escala, donde no hay lugar para lo marginal; la pobreza existe, pero luce diferente, más discreta, como si estuviera envuelta en un manto de dignidad. Hay talleres familiares, mercados al aire libre y pequeños negocios que dan vida a cada barrio, creando un tejido social donde todos tienen un lugar, ya sea para trabajar, estudiar o sim
Johana se detuvo frente a Mike, su figura esbelta y curvilínea bañada por la luz tenue de la habitación. Con movimientos lentos y deliberados, giró sobre sus tacones, exhibiendo su silueta como si fuera una escultura griega encarnada. Cada gesto suyo estaba calculado: el arqueo de su espalda, la forma en que sus dedos acariciaban su propio brazo, como si explorara su piel por primera vez. Mike, sentado al borde de la cama, la observaba con una mezcla de admiración y deseo, su sonrisa confiada revelando que sabía que esta noche sería inolvidable.La blusa de tirantes escotada que Johana llevaba parecía hecha para resaltar cada curva de su cuerpo. La tela, ajustada pero suave, se movía con ella, acariciando su piel como si fuera una extensión de su sensualidad. La minifalda brillante que llevaba capturaba la luz con cada movimiento, creando destellos que parecían hipnotizar a Mike. Johana sonrió de manera provocativa, sus labios pintados de un rojo intenso que contrastaba con la palidez
El malecón de la ciudad costera brillaba bajo la luz tenue de las farolas, mientras las olas rompían suavemente contra el muro de piedra. Un grupo de hombres, vestidos con trajes que delataban su procedencia foránea, caminaba por el paseo marítimo. Sus risas y conversaciones se mezclaban con el murmullo del mar y el eco lejano de la música que salía de los bares cercanos."Estamos lejos de nuestras esposas, deberíamos buscar algo de diversión," dijo uno de ellos, ajustándose el nudo de la corbata con una sonrisa cómplice."Si quieren, sigan ustedes. Yo ya tengo planes para esta noche," respondió Julian."¿Planes? ¿Vas a pasar la noche hablando por teléfono con tu familia?" preguntó el primero, riendo entre dientes."No, esta vez no," contestó Julian, sacudiendo la cabeza con una sonrisa astuta. "Ya hablé con ellos lo suficiente esta semana. Alguien más me espera aquí.""¿Alguien más? ¿Quién? ¿Melisa? ¿La del año pasado?" preguntaron los otros, sorprendidos y con una mezcla de curiosid
“no piensas venir???"El mensaje apareció en la pantalla de su teléfono, directo y sin rodeos. Vicente se quedó mirando las palabras, sintiendo cómo un suspiro se escapaba de sus labios. Había olvidado que ya había quedado con sus amigos, y aunque lo último que quería era ir, tampoco quería fallarles.Se levantó de la cama con cierta pesadez, su mente todavía divagando entre la idea de quedarse en casa y buscar mas videos, o salir y terminar de una vez con aquello que consideraba una obligación social. Caminó hacia el clóset y eligió lo primero que encontró: unos pantalones caqui algo arrugados y una playera polo morada con rayas horizontales blancas. No era su mejor combinación, pero no planeaba impresionar a nadie. Con el tiempo justo, tomó un desodorante y lo roció generosamente sobre su piel y su ropa. No había tiempo para una ducha; de todos modos, su plan era regresar temprano.Al bajar las escaleras, su madre lo detuvo. Estaba en la cocina, limpiándose las manos en un trapo y m