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Capítulo 3: La fiesta de Joel

“no piensas venir???"

El mensaje apareció en la pantalla de su teléfono, directo y sin rodeos. Vicente se quedó mirando las palabras, sintiendo cómo un suspiro se escapaba de sus labios. Había olvidado que ya había quedado con sus amigos, y aunque lo último que quería era ir, tampoco quería fallarles.

Se levantó de la cama con cierta pesadez, su mente todavía divagando entre la idea de quedarse en casa y buscar mas videos, o salir y terminar de una vez con aquello que consideraba una obligación social. Caminó hacia el clóset y eligió lo primero que encontró: unos pantalones caqui algo arrugados y una playera polo morada con rayas horizontales blancas. No era su mejor combinación, pero no planeaba impresionar a nadie. Con el tiempo justo, tomó un desodorante y lo roció generosamente sobre su piel y su ropa. No había tiempo para una ducha; de todos modos, su plan era regresar temprano.

Al bajar las escaleras, su madre lo detuvo. Estaba en la cocina, limpiándose las manos en un trapo y mirándolo con esa mezcla de curiosidad y preocupación que siempre la acompañaba cuando Vicente salía por las noches.

—¿Vas a algún lado? —preguntó, con un tono que sonaba más a un interrogatorio que a una simple conversación.

Vicente dudó por un instante, pero al final cedió.

—Sí… a una fiesta con unos amigos. 

La expresión de su madre cambió de inmediato, de curiosa a protectora.

—¿Llevas protección?

El rostro de Vicente se encendió de vergüenza.

—¡Mamá! No es ese tipo de fiesta.

—No importa qué tipo de fiesta sea. Uno nunca sabe. —Sacó un dinero de su cartera y se lo extendió con una sonrisa—. Soy muy joven para ser abuela.

Vicente tomó el dinero con torpeza, sin atreverse a mirarla a los ojos. Murmuró un "gracias" y salió rápidamente por la puerta, su cara aún ardiendo. Sabía que en esa fiesta no lo esperaba nada remotamente parecido a lo que su madre insinuaba, pero la escena no dejaba de mortificarlo.

Afuera, la brisa nocturna lo recibió, fresca y ligera. Caminó hacia su coche, un compacto eléctrico monovolumen de color aguamarina que su padre había adquirido en leasing por dos años. Por regla, los jóvenes desde los 16 años deben manejar solo este tipo de coches: eléctricos, de bajo costo y de colores vistosos. Subió al vehículo, ajustó el asiento y encendió el motor con un suave zumbido. La cabina se llenó con el sonido del sistema eléctrico activándose. Puso algo de música para llenar el silencio, aunque no le prestaba atención realmente. Su mente había comenzado a divagar, atrapada en un recuerdo que no podía sacarse de la cabeza: el incidente con Valeria.

Se puso en marcha y empezó a avanzar por las calles de su vecindario de clase media. Sus dedos tamborilearon sobre el volante mientras el auto avanzaba por las calles iluminadas por los faroles. La música cambiaba de canción, pero él apenas la registraba. Las casas, todas similares con sus fachadas bien cuidadas y jardines pequeños, se alineaban a ambos lados de la calle. Algunas tenían luces tenues en las ventanas, mientras que otras ya estaban completamente a oscuras, como si el barrio entero se estuviera preparando para descansar. Los árboles, plantados a intervalos regulares, proyectaban sombras alargadas bajo la luz de las farolas, creando un ambiente tranquilo pero un tanto melancólico. 

No entendía por qué Joel, de repente, quería quedar bien con los chicos "cool". El año pasado, Joel era igual que él: un pobre geek, uno más del grupo de los raros del salón. Junto con Fumiko, Iván y Rick, formaban una pequeña pandilla. No era el grupo más unido del mundo, pero al menos se tenían los unos a los otros. Ahora, sin embargo, Joel parecía empeñado en ganarse la aprobación de aquellos que antes despreciaban.

Al llegar al final de su vecindario, el coche giró hacia el boulevar principal. La escena cambió de inmediato: las calles se iluminaron con neones y letreros brillantes de tiendas y restaurantes que aún estaban abiertos. El tráfico aumentó, con coches que pasaban a mayor velocidad, y el ambiente se volvió más bullicioso. La música de algún bar cercano se colaba por las ventanas semiabiertas del coche, mezclándose con el sonido del motor eléctrico, casi silencioso. Vicente sintió cómo el ritmo de la ciudad lo envolvía, como si el boulevar fuera una especie de portal que lo transportaba de su mundo tranquilo y predecible a otro lleno de incertidumbre y posibilidades que no estaba seguro de querer explorar.

El semáforo se puso en rojo justo cuando Vicente llegaba a una intersección. Aprovechó el momento para sacar los billetes que su madre le había dado y los contó con cierta torpeza: dos billetes de 20 libras. Los miró fijamente, como si esperara que le dieran alguna respuesta. "¿Para cuántos preservativos alcanzará esto?", pensó, sintiendo un nudo en el estómago. Nunca se había planteado comprarlos en su vida. La idea misma lo hacía sentir incómodo, como si estuviera a punto de cometer un delito. "Bueno, al menos me alcanza y sobra para un six-pack de Spikes", se dijo, intentando calmarse. Las bebidas energizantes eran su salvación en momentos como este, cuando el cansancio lo traicionaba. Un bostezo involuntario escapó de su boca, confirmando que necesitaba ese chute de energía para no parecer un zombi en la fiesta.

En ese momento, el sonido de su teléfono lo sacó de sus pensamientos. Era Fumiko otra vez. Vicente abrió su celular clamshell con un movimiento rápido, casi automático.

—¿Hola? —dijo, tratando de sonar más despierto de lo que realmente estaba.

—¿Vicente? ¿Ya estás en camino? —preguntó Fumiko al otro lado de la línea, con esa voz suya que siempre sonaba un poco ansiosa, como si estuviera corriendo contra el tiempo.

—Sí, sí, voy en camino —respondió él, ajustando el teléfono entre su hombro y su oreja mientras el semáforo cambiaba a verde—. Iba a pasar por a comprar Spikes, pero ya casi llego.

—No, no hace falta —lo interrumpió Fumiko—. Mejor llega así, y si quieres, salimos más tarde a comprar algo. Joel dijo que hay suficiente bebida aquí, pero nunca se sabe.

Vicente esbozó una sonrisa leve. Fumiko siempre tenía ese tono práctico, como si fuera la encargada de mantener a todos en orden.

—Vale, vale —dijo—. Ahí nos vemos entonces.

—Sí, y no tardes, ¿eh? —añadió Fumiko antes de colgar—. 

Cuando llegó a la calle donde se encontraba la casa de Joel, notó varios autos estacionados a lo largo de la acera. Los reconoció de inmediato: otros vehículos eléctricos compactos para jóvenes aprendices. Había uno amarillo con detalles negros, otro rojo con acabado brillante, y uno celeste que tenía pegatinas deportivas en los costados. Todos eran de las marcas típicas de estos autos seguros y de baja velocidad, diseñados para menores de 21 años.

Entre ellos, destacaba un Ferran Crosslander, un vehículo off-road alto, con neumáticos gruesos y un chasis robusto. Su color era un verde opaco con faros de luz blanca intensa. Definitivamente, no era el tipo de coche que los padres compraban para que un adolescente aprendiera a manejar.

Suspiró y bajó del auto. El aire de la noche estaba cargado con ese aroma a césped recién regado y asfalto templado. No había ni siquiera dado un paso hacia la casa cuando escuchó una risa fuerte proveniente del patio.

Cruzó la entrada, pasando junto a la reja lateral que daba acceso directo al jardín trasero. Desde ahí, la luz cálida de los focos exteriores iluminaba la escena de la fiesta: grupos de chicos charlando, latas de refresco y botellas sobre las mesas, y la silueta de alguien junto a una bocina ajustando el volumen de la música.

Nada más cruzar la entrada al patio, Vicente sintió el cambio de atmósfera. La música retumbaba suavemente en el aire nocturno, lo suficientemente fuerte como para marcar el ritmo de la fiesta sin ahogar las conversaciones. El patio de Joel estaba bien iluminado con guirnaldas de luces blancas que colgaban de un par de postes y el techo de la terraza. En el centro, una mesa larga con botellas de refresco, snacks y vasos de plástico servía de punto de encuentro para quienes no querían bailar ni sentarse.

Antes de que pudiera orientarse, una voz familiar lo sacó de su observación.

—¡Vicente! —Alan lo llamó, levantando la mano en señal de bienvenida.

Junto a él estaban Santiago y Leo, dos caras conocidas dentro del grupo, aunque no eran amigos cercanos. Ellos formaban parte de la zona neutral, los que no eran ni de los chicos cool ni de los geeks declarados. Gente que pasaba desapercibida en el salón pero que, en una fiesta como esta, se movía con facilidad entre ambos bandos.

—Pensé que no ibas a venir, cabrón —dijo Santiago, golpeándole el brazo con un puño ligero.

—Ya ves, aquí estoy —respondió Vicente con una media sonrisa.

Leo le extendió una lata de refresco.

Vicente la tomó sin rechistar y agradeció con un leve gesto de cabeza. Apreciaba que estos tres fueran del tipo de personas que no hacían demasiadas preguntas ni ponían a prueba su energía social.

—¿Y qué onda? ¿Cómo está la cosa? —preguntó, echando una mirada rápida al patio.

—Lo de siempre —respondió Alan—. Unos ya están hasta el culo de Spikes y refresco con "piquete", otros solo vinieron a figurar.

—Y las chicas empezaron a bailar hace rato —agregó Leo, señalando con la cabeza hacia un espacio despejado cerca de los sillones exteriores.

Vicente dirigió la mirada hacia allí. Varias chicas estaban agrupadas, siguiendo una coreografía sencilla pero bien definida de una canción pop que sonaba en ese momento. No era un baile improvisado ni caótico; de hecho, parecía algo que habían ensayado antes. Movían las caderas con fluidez, levantaban los brazos con gracia y giraban en sincronía, como si estuvieran en un videoclip.

Alrededor de la zona de baile, algunos chicos cool observaban con expresión relajada, medio interesados, medio distraídos. Entre ellos, en uno de los sillones, estaba Gonzalo. Vestía una chaqueta ligera sobre una camiseta blanca y jeans oscuros, con la postura de alguien que se sabía atractivo sin necesidad de esforzarse. Estaba reclinado en el asiento con una pierna cruzada sobre la otra, bebiendo de un vaso mientras hablaba con alguien que Vicente no reconoció de inmediato.

—Se la pasan bien, ¿no? —murmuró Vicente, más para sí mismo que para los demás.

—Depende de qué tan bien te caigan los que están en ese sillón —respondió Alan con una risa ligera—. Pero sí, Joel se encargó de que hubiera de todo.

Vicente asintió, sin dejar de mirar la escena. Sabía que, en algún punto de la noche, su incomodidad con ciertas personas del grupo sería inevitable.

Pero por ahora, solo estaba explorando el terreno.

—¡Vicente! —La voz inconfundible de Joel rompió el ruido ambiental de la fiesta.

Vicente cerró los ojos un segundo antes de girarse. Ya se lo esperaba.

Joel caminaba hacia él con su característica energía desbordante, con una cerveza en la mano y la otra alzada como si estuviera a punto de darle una palmada en la espalda. Vestía una camisa de lino azul marino con las mangas remangadas y unos pantalones beige que parecían recién planchados.

—Hermano, qué pedo contigo. —Lo saludó con un apretón de manos rápido, pero en cuanto se separaron, su expresión cambió a una más crítica—. ¿Y por qué llegaste tan tarde? Te dije que vinieras antes para ayudar a montar todo.

Vicente reprimió un suspiro y se forzó a mantener una expresión neutral. No era su sirviente. No tenía ninguna obligación de llegar antes para organizar la fiesta de alguien más. Sin embargo, conocía a Joel lo suficiente como para entender por qué le importaba tanto que todo saliera bien.

—Tenía otras cosas que hacer —respondió sin entrar en detalles.

Joel chasqueó la lengua y agitó la mano como si eso disipara la excusa.

—Bah, ya qué. Todo salió chingón de todos modos —concedió, tomando un trago de su cerveza—. Pero para la otra, mínimo mándame un mensaje, ¿no?

Vicente solo asintió, sin ganas de seguir justificándose. Joel pareció darse por satisfecho y cambió de tema con rapidez.

—Ven, vamos a la mesa de snacks. Necesito recuperar energía después de lidiar con la bocina toda la tarde.

Vicente le hizo una seña a Alan, Santiago y Leo para que lo siguieran, y juntos comenzaron a caminar hacia la zona donde estaba la comida.

A mitad de camino, Vicente la vio.

Entre las chicas que bailaban, su mirada se fijó por un segundo más del necesario en Valeria.

Su tez era clara, casi lechosa, un contraste marcado con su cabello negro completamente lacio, que caía en una cascada uniforme hasta la mitad de su espalda. Sus ojos verdes destacaban en su rostro como dos esmeraldas bajo la luz cálida del patio. Una estela de pecas finas cruzaba sutilmente su nariz, añadiendo un matiz de inocencia a sus facciones bien definidas.

Su figura esbelta se movía con precisión en la coreografía, con una fluidez que parecía natural. No era voluptuosa, pero su silueta tenía una armonía indiscutible: pechos pequeños a medianos, lo justo para dar equilibrio a su estructura. Cintura y caderas con una curva suave y bien proporcionada, piernas lo suficientemente torneadas para no verse frágil.

Llevaba un top sin tirantes rojo que resaltaba contra su piel clara, ajustado justo lo necesario para sugerir sin exagerar. Su minifalda blanca apenas subía con sus giros, dejando ver destellos de la piel tersa de sus muslos cuando el movimiento lo permitía.

Vicente parpadeó y apartó la vista.

Breve, pero suficiente.

Alan, que caminaba junto a él, sonrió con cierto aire de complicidad. Había notado el vistazo.

Cuando llegaron a la mesa de snacks, Vicente apenas había procesado lo que había hecho cuando Alan se inclinó ligeramente hacia él y comentó en voz baja:

—Por cierto, Valeria anda muy preocupada.

Vicente sintió un leve escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Ah sí? —intentó sonar indiferente.

—Sí. Dice que no ha hecho ninguno de los ejercicios de mate y que no le entiende a nada. Me dijo que estaba considerando pedirte ayuda, pero que… bueno… como que no sabía si sería raro.

Vicente bebió un sorbo de su refresco, tratando de digerir las palabras con la misma facilidad.

—Deberías ir con ella a ofrecerle ayuda. Así, al menos, se le olvida lo del… accidente.

Vicente se quedó en silencio, jugando con la lata en su mano.

El accidente.

El momento incómodo en el que su mano había rozado la espalda de Valeria, y la reacción inmediata de ella, el giro brusco, la mirada de sorpresa y disgusto, el incómodo silencio que le siguió.

El mismo que, hasta ahora, aún pesaba en el ambiente cuando estaban cerca.

Alan le dio una palmada en el hombro y sonrió con aire despreocupado.

—Piénsalo, bro. Dudo que te diga que no.

Vicente se quedó quieto en su rincón, preguntándose si tenía la energía suficiente para intentarlo. Lo dudó por un momento, sintiendo cómo el peso de la indecisión lo anclaba al suelo. Giró la cabeza de nuevo hacia la zona de baile, como si buscara una señal, un impulso que lo empujara a acercarse. Pero lo que vio lo dejó paralizado.

Esta vez, Gonzalo y su grupo se habían unido a la coreografía con las chicas. No lo hacían con la misma precisión, pero su presencia había transformado el ambiente. La energía en la pista de baile se volvió más intensa, más vibrante, como si la música hubiera encontrado un nuevo ritmo en sus movimientos. Las risas y los gritos de ánimo se mezclaban con el sonido de los pasos arrastrados y las palmas que marcaban el compás.

Entre todos, Gonzalo destacaba. No era que bailara con exageración o energía desbordante, sino con una especie de desgane armonioso, una economía de movimientos que le daba un aire de despreocupación atractiva. Cada gesto suyo parecía calculado, pero sin esfuerzo, como si no necesitara esforzarse demasiado para que todo le saliera bien. Sus manos se movían con soltura, sus caderas seguían el ritmo con una cadencia natural, y su expresión, aunque neutra, transmitía una confianza que resultaba casi irritante.

Y allí estaba Valeria. Muy cerca de él. Demasiado cerca.

Su figura esbelta se movía con una fluidez que parecía desafiar la gravedad. Cada paso, cada giro, cada balanceo de sus caderas seguía la música con una precisión que hipnotizaba. Su cabello oscuro brillaba bajo las luces estroboscópicas, y su sonrisa, aunque discreta, iluminaba su rostro. Valeria no solo bailaba; parecía fundirse con la música, como si esta fluyera a través de ella.

Gonzalo, por su parte, no parecía rechazar su proximidad. Al contrario, aunque su expresión permanecía impasible, su cuerpo respondía al de Valeria con una sincronía que resultaba imposible ignorar. Sus manos rozaban las de ella al girar, y en un momento dado, Valeria se inclinó ligeramente hacia atrás, confiando en que Gonzalo la sostendría. Él no la defraudó. Con un movimiento suave pero firme, la atrajo de nuevo hacia él, y por un instante, sus cuerpos estuvieron tan cerca que parecían uno solo.

Vicente sintió un nudo en el estómago. No podía apartar la mirada. Bailaban con una naturalidad que dejaba claro que no era la primera vez. Cada movimiento, cada mirada, cada sonrisa compartida parecía contar una historia que él no podía entender, pero que lo excluía por completo. La química entre ellos era palpable, una corriente eléctrica que recorría el aire y hacía que todos los demás en la pista de baile parecieran secundarios.

Definitivamente no era la ocasión.

Se giró de nuevo hacia Alan y los demás.

—¿Y Fumiko? ¿Iván? ¿Rick?

Santiago tomó una papa frita de la mesa antes de responder.

—Adentro.

—Rick no soporta la música fuerte, se empezó a poner ansioso —añadió Leo—. Los demás no quisieron dejarlo solo.

Vicente asintió. Tenía sentido. Rick era un tipo tranquilo, pero los ruidos intensos lo ponían tenso y prefería evitar ese tipo de ambientes.

—Bueno, entonces voy a ver qué onda —dijo, dejando la lata de refresco sobre la mesa.

Sin más, se alejó del patio y cruzó la puerta corrediza que daba a la sala.

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