CAPÍTULO CINCO

Capítulo cinco


-Elisa-

Cuando él se me quedó mirando, me pregunté si debía haberme ofrecido  a limpiar su chaqueta. Jugueteé unos segundos con la correa del bolso hasta que finalmente, decidí  que no. Una mujer de mundo no haría una cosa así.

— ¿Te molesta que lleve mi cámara? —pregunté dudosa. Su presencia me ponía los pelos de punta. Solo esperaba que él no se diese cuenta.

— Por supuesto que no—respondió para mi alivio; había comenzado a adorar mi afición por la fotografía—. ¿Por qué iba a molestarme?

— Porque hago montones de fotografías —expliqué—. En serio, es algo que no puedo evitar.

Pude apreciar que Xanthos pronto se dio cuenta de que no bromeaba. Conforme nos dirigíamos hacia una pequeña zona rural llena de campos y vegetaciones, tomaba fotos de todo; de los animales, los huertos de vegetales, los extensos viñedos y las plantas de salvia dispersas.

Era increíble y a la vez maravilloso enontrar aquellas tierras en una ciudad tan urbanizada como Atenas; como un oasis en medio del desierto, un pequeño paraíso.

Xanthos detuvo el jeep cerca de un acantilado y no dudé en bajarme con mi cámara colgando del cuello. En el borde me balanceé al compás de las sacudidas del viento y admiré la pequeña hilera de casitas modestas  y graciosas que colgaban sobre el mar rodeadas de redes de pesca.

Me hubiese encantado filmar aquel paisaje en mi memoria para no olvidarlo jamás; pero me conformé con grabarlo con la cámara. De todas formas, tenía claro que nunca podría olvidar esa luz diáfana y pura; los tejados coloridos, alternados entre rojos y naranjas que contrastaban perfectamente con las casas bajas y encaladas. El azul peligroso y profundo del mar, con matices violetas igual a los ojos de Xanthos, luchando con vigor contra las piedras y las paredes del acantilado.

Habían redes de pesca tendidas y secándose al sol en la playa y niños jugando juntos frente a ellas. Las flores silvestres, que olía igual al perfume que usaba, formaban macizos más espectaculares que cualquier arriate de jardín.

No me hubiera importado quedarme en ese lugar a vivir para siempre.

— Es hermoso —logré pronunciar, tragando el nudo que se instalaba en mi garganta—. Se siente tanta paz. Puedo imaginar a las mujeres amasando pan de centeno mientras los niños corretean, acompañando a la melodía de las olas con sus sonrisas infantiles y a los hombres volviendo a casa con el olor a pescado y a mar en las ropas. Parece como si el sitio no hubiese cambiado en un par de siglos.

— Ha cambiado muy poco —declaró él y su ronca voz fue el toque de gracia para conseguir hipnotizarme—. A pesar de las continuas restauraciones y los proyectos de urbanización de la cuidad cada vez más frecuentes en estos últimos años; el cambio ha sido mínimo. El dueño de estas tierras ha querido conservar la naturaleza y la cultura del sitio.

— Entonces, no me cabe duda de que es un hombre muy sabio —alegué.

— ¿Por qué piensas que es un hombre? —preguntó con marcado interés.

Seguidamente, me encogí de hombros—. Simplemente lo intuí. Llámalo sexto sentido —durante varios minutos dejé que mis pulmones se llenasen con la pureza del aquel viento—. Aún no he estado en Acrópolis, pero no creo que sea más espectacular que esto. 

Y allí, en la cima del acantilado, lo absorbía todo: la caricia de la brisa marina, la alegría y calidez de los colores, la deliciosa mezcla de los sonidos… y la presencia del hombre que se hallaba a mi lado.

>> No te he dado las gracias por tomarte la molestia de enseñarme todo esto —recordé de buenas a primeras.

Él me tomó de la mano y por un segundo pensé que la besaría; pero solamente la agarró con fuerza y no la soltó hasta que nos volvimos a subir al coche.

— Disfruto volviendo a ver estos lugares a través de tus ojos.

De pronto, el borde del acantilado me pareció demasiado cerca, los rayos del sol calentaban demasiado; en cualquier momento me quemaría.

<< ¿Podía ser él el causante de todo eso con gestos tan simples? >>

No lo sabía con seguridad, pero era consciente de que sus palabras habían sido lo más hermoso que me hubiesen dicho jamás. 

Xanthos era delicado y brusco al mismo tiempo; parecía ser honesto y sin embargo, intuía que al mismo tiempo se contenía. Y lo más impresionante era su virilidad; cada gesto que hacía, cada palabra que pronunciaba… Demasiado erotismo para un solo hombre.

Me obligué a erguir los hombros y sonreír como si nada—. Si alguna vez pasas por Sydney, no dudes en buscarme; haré lo mismo por ti.

— Tendré en cuenta tu promesa.

Continuamos el viaje por unos caminos empinados y llenos de curvas. Por primera vez puede apreciar y tocar un agrimi, la cabra salvaje de Grecia. Había prados salpicados de piedras, ganados pastando tranquilamente y un par de caballos o yeguas —no estaba segura del género—, trotando junto a sus potrillos. En todas partes, intensos y desafiantes, los colores de las flores silvestres enriquecían el paisaje.

Xanthos no protestó ninguna de las veces que le pedí detenerse para tomar fotos y cabe destacar que fueros muchas. No dejaba de preguntarme si aquel hombre era real o simplemente yo deliraba de fiebre.

A menudo, el camino serpenteaba por acantilados que caían a pico sobre el mar. Yo, que era demasiado tímida para enfrentarme al tráfico de los automóviles en hora punta, los encontré excitante. 

Me parecía estar viviendo en el cuerpo de otra persona; reía por cosas demasiado simples como el azote del aire mientras me sujetaba el sombrero para que no saliese volando; pero era yo, la nueva Elisa Payton. Aunque no estaba segura de si sería la auténtica.

— ¡Me encanta! —grité por encima del ruido del motor y del ulular del viento—. Es como si fuese una isla salvaje, antigua e increíble. No se parece a ningún lugar que haya conocido antes.

Xanthos llevaba gafas de sol y sujetaba el timón con demasiada fuerza mientras conducía. No dudé en hacerle una foto para capturar el momento. La sorpresa que me llevé cuando él detuvo el coche, me arrebató la cámara de las manos y me fotografió.

— ¿Tienes hambre? —pregunto.

— Mucha.

<< Demasiada >>, gritó mi fuero interno.

Él se inclinó sobre mí para abrirme la puerta. Y entonces, sentí que una descarga eléctrica me recorría el cuerpo con fuerza cuando Xanthos se quedó parado con el brazo extendido y su rostro demasiado cerca del mío. 

Sentí sus ásperos dedos acariciar mi mejilla y pude jurar que temblé.

— ¿Tienes miedo de mí, Elisa? —preguntó en un tono demasiado bajo, como el tenue susurro de la primera llovizna de mayo.

— No —mi sinceridad ciertamente podía ser cuestionable—. ¿Debería tenerlo?

Quise dar palmaditas de entusiasmo al conseguir hablar sin tartamudear.

Él no sonrió. Al otro lado de las gafas de color verde olivo, pude ver que su mirada era muy intensa, tanto que encandilaba.

— Yo no estoy tan seguro.

<< Entonces, ya éramos dos >>

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