CAPÍTULO SEIS

Capítulo seis 


-Xanthos-

Aquella mujer era de lo que no había. Se detenía para fotografiar a un par de ranas croando. No dejaba de asombrarme al ver que las cosas más simples y sencillas le afectaban; y eso encreíblemente me, complació. 

Atrapé una de sus manos con las mías, no para besarla, sino solamente por el placer de tocarla; una necesidad de la que no había sido consciente en horas.

Por un momento me pareció que lucía casi asustada, frágil y asustada. Siempre evitaba con cuidado a las mujeres a las que se les podía hacer daño fácilmente. Sin embargo, Elisa me enviaba señales tan contradictorias que me hacían lanzarme y retraerme al mismo tiempo; como si caminara por una cuerda floja. 

La observé maravillarse ante un arbusto de espino coronado de flores amarillas. Ella me hacía darme cuenta, con un sentimiento de pesar, de que habían pasado muchos años desde que no contemplaba las cosas simples y vitales que habitaban en estas tierras.

Quise cortarme cuando la vi sorprenderse ante el gesto de tomar su cámara y capturar su exótica belleza, pero en ningún momento permití que mis inseguridades me refrerasen y continué con mi atrevimiento. Elisa poseía demasiada espontaneidad y conseguía contagiar a quien le hiciera compañía. 

Me incliné para abrirle la puerta, pero no conté con que la atracción y el deseo se manifestasen en ese momento. Me acerqué, dejé que su aliento acariciara mi rostro y la sentí temblar en torno a mí. Percibí la misma sensación de la noche anterior; una sensación de proximidad, fresca y seductora. Y la inocencia, que resultaba más tentadora por contradictoria. 

Siguiendo un impulso, levanté la mano y acaricié su mejilla. Era tan suave como su aroma: similar a las flores silvestres que adornaban aquel campo y junto al ligero matiz de los frutos rojos, hacían la mezcla perfecta.

— ¿Tienes miedo de mí, Elisa? —pregunté al notar otro temblor en su cuerpo. 

— No —respondió no muy convincente—. ¿Debería tenerlo?

Casi parecía que intentaba convencerse a sí misma de que había dicho la verdad. La tentación de robarle un beso era demasiada; solo podía mirar de sus ojos a su boca y viceversa. Tenía la sensación de que me estaba tirando por el acantilado que habíamos dejado atrás.

— Yo no estoy tan seguro —declaré sin dejar de observarla. Cuando me alejé para dejarla salir, la escuché suspirar. El ambiente se encontraba cargado de una electricidad arrolladora y la serenidad me estaba jugando una mala pasada.

— Bueno —dije tiempo después—, tendremos que hablar un poco.

Dudé un poco, pero finalmente la cogí de la mano. Aquel gesto tan sencillo me hacía sentirme bien, satisfecho. 

Atravesamos el campo de uvas y nos detuvimos en un sitio tranquilo y lo suficiente espacioso como para montar un improvisado picnic.

— No he comido en el campo desde hace años —dijo extendiendo el mantel—. Y nunca lo he hecho en un viñedo. ¿Qué tal si viene alguien y nos echa?

— Nadie vendrá —aseguré sin poder detener a sonrisa. De pronto lanzaba preguntas muy ocurrentes.

— ¿Conoces al dueño?

Tuve que contener una carcajada para responder. Sus palabras aún permanecían frescas en mi memoria.

<< Entonces, no me cabe duda de que es un hombre muy sabio >>

Y efectivamente no había dudado en expresarlo en voz alta.

— El dueño soy yo —confesé.

Quizá se había sorprendido, pero no me dejó ver su reacción. Simplemente desvió la mirada hacia el paisaje. Parecía como si lo examinase a fondo, buscando algo; no sabría definir qué.

— Suena muy romántico tener un viñedo —comentó.

— Pues por lo romántico —propuse un brindis con una copa de vino blanco.

Elisa bajó los ojos y me pareció el gesto más provocativo que había visto nunca.

— Espero que tengas hambre —habló demasiado deprisa—, porque yo estoy famélica. La comida tiene un aspecto formidable.

<< Yo también muero de hambre, y de sed…, pero por ti >>, el pensamiento pasó por mi mente y tuve que acomodarme mejor para esconder mi erección.

¡Cielos! Nunca me había descontrolado de esa forma. 

— Me has dicho muy poco de ti misma —comenté, intentando entablar una conversación trivial para olvida mi excitación—. Lo único que sé es que eres de Sydney, te gusta viajar y de niña querías casarte el Señor del Antifaz [1].

— No te burles, era fánatica de la Guerrero Luna[2]—ambos reímos ante el recuerdo de nuestra plática en el restaurante, la noche anterior. Luego, la vi dudar—. No hay mucho más que contar. Crecí en Sydney. Perdí a mis padres cuando era pequeña y me fui a vivir con mi tía Lola hasta que ingresé a la universidad. Ella fue muy cariñosa conmigo y me ayudó a soportar su pérdida.

— Es doloroso —dije recordando no solo el dolor, sino la furia que había sentido cuando murió mi padre, dejándome huérfano a los dieciséis años—. Esos sucesos te roban la infancia.

— Es verdad. Quizá sea el motivo por el cual me gusta viajar. Siempre que ves un sitio nuevo, puedes volver a ser niño.

Era una reflexión muy interesante y aunque yo viajaba a menudo, nunca me lo había planteado. 

— ¿Y no quieres echar raíces? —pregunté intrigado.

— Aun no tengo idea de lo que busco —declaró y sentí que fue sincera.

— ¿Hay un hombre? —indagué, tomando su mano para acercarla más hacia mí mientras ella negaba con la cabeza—. ¿Ninguno?

— No. Yo…

No dudé en besar la palma de su mano derecha—. Eres una mujer muy sensible.

Sentía calor, pero no estaba seguro de si aquella sensación provenía de mi propia mano o de la suya.

>> Si no hay ninguno, los hombres de Australia deben ser un poco lentos, incluso muy tontos. Solo hay que verte para saber que eres especial…

— He estado muy ocupada —soltó repentinamente. Aunque pude apreciar un leve sonrojo.

No pude evitar sonreír levemente. Desde que la había conocido, hace menos de veinticuatro horas, lo que más había hecho había sido sonreír. Su voz temblaba y había pasión en su mirada. Y ser consciente de que había sido yo quien provocava esa pasión en ella, me otorgó una sensación indescrptible y a la vez, abrumadora.

Observé cómo enfocaba y ajustaba la cámara con manos hábiles. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que podía sentirme atraído tanto por su belleza como por su capacidad; no me quedaba duda de que detrás de esa mujer, se encontraba una mente brillante.

Ella murmuró algo para sí misma y echó la cabeza hacia atrás, de forma que sus cabellos ondearon por un instante. Y en ese preciso mometo, pude percibir que mi estómago se encogía.

La deseaba. 

Ella no había hecho nada para que me sintiese tan  tenso y ardiente al mismo tiempo. No podía acusarla de haber coqueteado conmigo y sin embargo me sentía tentado en proporciones descomunales. Por primera vez en mi vida, una mujer no había hecho otra cosa además de ofrecerme su compañía y unas cuantas sonrisas. Y no había hecho falta nada más para seducirme.

Ella seguía charlando mientras acomodaba la cámara en el saliente de un tronco de ceiba cortado. Hablaba como si fuésemos amigos de toda la vida, como si sientiese más que un ligero afecto por mí; pero yo sentía que me hervía la sangre al recordar el fuego que había aparecido solo por un instante en su rostro. Y deseaba con todas mis fuerzas que las llamas se encendieran otra vez.

Así que no lo dudé y siguiendo un impuslo, la besé…

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