CAPITULO 24
Amelia no se movió por un largo rato. El silencio de la habitación era tan espeso como el veneno que aún sentía en la garganta. El cuerpo le temblaba, pero no por miedo. Era otra cosa. Era rabia, vergüenza… y una tristeza que pesaba como plomo.

Se apoyó en el borde del diván, con la espalda rígida, los ojos fijos en la puerta que Edward acababa de cerrar tras de sí.

¿Qué demonios hacía allí todavía? ¿Por qué seguía dejándose arrastrar a ese pantano cada vez más oscuro, más frío?

Una carcajada seca escapó de su garganta.

Porque era débil. Porque alguna vez había sido tonta.

Porque Edward Herbert la atrapó con la destreza de un verdugo disfrazado de poeta.

Y lo peor era que todo había comenzado con una duda. Solo una.

Cerró los ojos, y la imagen apareció como una herida que nunca sanó: William, riendo, con esa mirada de hombre bueno que no sabía mentir, abrazándola por la espalda mientras caminaban entre los jardines. Las flores estaban en plena floración. El aire olía a lavanda. Ella us
Lilly Saucedo

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