espero puedan darle una oportunidad a esta historia
El sonido de la lluvia contra los cristales fue lo único que acompañó el desayuno en la mansión Herbert aquella mañana. Isabel notó la ausencia de Edward antes que nadie. Miró hacia la cabecera de la mesa, donde solía sentarse con esa sonrisa confiada, y se extrañó al no verlo. William, en cambio, no dijo una palabra.—¿Y Edward? —preguntó Isabel, con la taza de té en las manos.Uno de los sirvientes respondió:—Salió temprano, señorita. Dijo que debía atender un asunto urgente en Bath. No quiso que lo acompañara nadie.William bajó la mirada a su plato. Fingió desinterés, pero por dentro, una alarma se activó. Edward nunca se iba sin anunciarse con pompa, y menos a un lugar como Bath, donde supuestamente no tenía conocidos. La excusa no encajaba. Tampoco la prisa con la que había empacado, ni su actitud los días anteriores.Apenas terminó el desayuno, William mandó llamar a Marcus.—Síguelo —ordenó, sin rodeos—. No me gusta esto.Marcus no preguntó nada. Tomó su abrigo y salió sin dem
—¡No voy a hacerlo más, Edward! —gritó Amelia, con los ojos encendidos por una mezcla de rabia y dignidad herida—. Estoy harta de ser tu rata. Harta de buscar entre papeles y traer información como si no tuviera alma. ¿Para esto me hiciste volver?Edward cerró la puerta con suavidad, pero sus pasos al acercarse a ella eran todo menos tranquilos.—Baja la voz —advirtió—. ¿Quieres que alguien nos escuche?—¡Que escuchen! ¡Que todos sepan lo que eres! —Amelia lo enfrentó, altiva, con las manos temblorosas—. Me usaste. Me hiciste creer que me amabas, que todo esto era por nosotros. Pero solo querías separarme de William. ¡Nunca me amaste!—No empieces con dramatismos —masculló él, girando la cara con fastidio.—¿Y qué esperabas? ¿Que siguiera obedeciéndote como una idiota mientras tú ni siquiera cumples tu palabra? ¡Me prometiste matrimonio, Edward! ¡Me prometiste una vida! —Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no bajó la mirada—. Fui una estúpida. Jamás imaginé lo poco hombre que eras.
Amelia no se movió por un largo rato. El silencio de la habitación era tan espeso como el veneno que aún sentía en la garganta. El cuerpo le temblaba, pero no por miedo. Era otra cosa. Era rabia, vergüenza… y una tristeza que pesaba como plomo.Se apoyó en el borde del diván, con la espalda rígida, los ojos fijos en la puerta que Edward acababa de cerrar tras de sí.¿Qué demonios hacía allí todavía? ¿Por qué seguía dejándose arrastrar a ese pantano cada vez más oscuro, más frío?Una carcajada seca escapó de su garganta.Porque era débil. Porque alguna vez había sido tonta.Porque Edward Herbert la atrapó con la destreza de un verdugo disfrazado de poeta.Y lo peor era que todo había comenzado con una duda. Solo una.Cerró los ojos, y la imagen apareció como una herida que nunca sanó: William, riendo, con esa mirada de hombre bueno que no sabía mentir, abrazándola por la espalda mientras caminaban entre los jardines. Las flores estaban en plena floración. El aire olía a lavanda. Ella us
Amelia se encontraba frente al espejo, observando con detenimiento el reflejo de su rostro. Era difícil reconocer a la mujer que veía allí. El tiempo había dejado huellas en ella, no solo en su rostro, sino en su alma. Había cometido demasiados errores, decisiones equivocadas, y no podía deshacer lo hecho. Sin embargo, sabía que aún podía hacer algo. Tal vez ya era tarde para corregir lo que había pasado, para regresar a lo que había sido antes, pero aún tenía la oportunidad de evitar que más vidas se destruyeran por culpa de Edward. El hombre que había manipulado su corazón y su mente, el hombre que la había alejado de William. El mismo hombre que ahora planeaba su venganza, sabiendo que había ganado la partida, pero no estaba dispuesto a quedarse ahí. Amelia había sido una víctima de su juego, pero ahora comprendía que no podía seguir siendo su peón. No iba a permitir que Edward destruyera todo lo que quedaba. Y, aunque había tomado malas decisiones, sentía que si no actuaba ahora, n
William no se movía. Ni un músculo. Las palabras de Amelia parecían haberse clavado en su pecho con la precisión de una daga. Marcus lo miraba de reojo, cruzado de brazos, atento a cualquier signo de arrebato. Amelia, con el cabello enmarañado por el disfraz, el rostro aún tenso por la humillación, sostenía la mirada del conde con la fuerza de quien ya no tiene nada que perder. No sabía en qué momento había dejado de temblar, quizá justo después de haberle dicho todo, de haber escupido la verdad sin adornos, sin dramatismos. Edward había estado detrás de todo. De su separación, del dolor de William, de su propia caída. Y ahora iba por Isabel. “No tuve a nadie que me advirtiera”, había dicho ella con voz firme. “Pero Isabel sí. Y no voy a quedarme callada esta vez.” William caminó hacia la ventana sin mirarla. La luz pálida de la madrugada se colaba entre las tablas sucias de la taberna, y su rostro quedaba cubierto por sombras que no dejaban ver si estaba furioso o simplemente roto. Ma
La mansión de los Pembroke resplandecía aquella noche como no lo había hecho en años. Candelabros de cristal colgaban con majestuosidad, lanzando destellos dorados sobre la larga mesa decorada con orquídeas blancas y vajilla traída desde Francia. Las criadas se deslizaban por el comedor con precisión casi coreográfica, sirviendo vino y retirando platos como si cada movimiento estuviera ensayado. Lady Tolliver, sentada a la cabecera opuesta a su yerno, sonreía con ese aire triunfante que Isabel conocía demasiado bien. Había organizado la cena con semanas de anticipación, bajo el pretexto de celebrar el regreso de Lord Edward Herbert, quien ahora ocupaba su lugar entre los invitados, impecablemente vestido, cortés y encantador. Los murmullos de admiración por su comportamiento elegante y su conversación ingeniosa no tardaron en llenar la sala. Cada palabra suya era medida, cada mirada dirigida con maestría. Hacía mucho que Edward no interpretaba tan bien el papel del perfecto caballero.
La noche aún palpitaba con el eco de la humillación cuando William cerró con fuerza la puerta del comedor. Los candelabros seguían encendidos, las copas llenas, pero el alma de la mansión Pembroke se había oscurecido. Isabel caminaba a su lado, con el rostro encendido por la indignación. Ni una sola palabra había dicho desde que expulsó a su madre del salón, pero sus manos temblaban de furia. William, pese a todo, la miró con una mezcla de desconcierto y ternura. Jamás imaginó que Isabel sería capaz de levantar la voz de esa forma, mucho menos contra su propia madre. Aún podía escuchar el silencio que se hizo tras sus palabras: “Aquí nadie humilla a mi esposo. Si no puede respetarlo, márchese de esta casa.” Lady Tolliver se había marchado entre suspiros dramáticos, murmurando improperios que nadie se dignó a responder. Edward, en cambio, se quedó hasta el último minuto, sentado como un príncipe caído del cielo, ofreciendo sonrisas y disculpas con una perfección casi ofensiva. Cada ge
Estaba en su habitación, envuelta en la soledad de sus pensamientos que se aferraban a ser lo único que le pertenecía. No tenía nada que le pudiera distraerla de sus nuevas obligaciones adquiridas. Imágenes la asaltaron por cada rincón de su mente. Días de paz,y de juegos. No había angustia , no había dolor. De pronto, un aguijón se le clavó nuevamente en el pecho.No deseaba hacerlo, moriría antes,pero para qué pensar en ello, ya estaba muerta.El viento sopló en su dirección hacia la vela a un lado de su cama,la flama se extendió con un temblor y el color azul se tiñó de rojo por unos segundos,sus ojos seguían en ese punto cuando de pronto una voz aguda le sorprendió con un portazo.-Deja de hacer esas cosas Isabel,parece que hubieras perdido la razón-. Dijo su madre acercándose.Con dos dedos apagó la flama y en su lugar quedó una mota de humo dispersándose.Ella no solía ser buena compañía para nadie,ni siquiera para su padre. Su aspecto delgado,su nariz aguileña y su falta de gen